Edouard Berth


Anarquismo y sindicalismo

Primera edición cibernética, enero del 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Presentación

Este ensayo del renombrado filósofo político Edouard Berth, constituye un alegato en contra del anarquismo.

En efecto, el autor no se cansa de insistir sobre las, en su opinión, enormes diferencias doctrinales existentes entre el anarquismo y el sindicalismo revolucionario.

Por supuesto que Berth no se nos presenta como un conocedor de las corrientes anarquistas, ya que llega a señalar a Juan Jacobo Rousseau, autor del célebre Contrato social, como alguien emparentado con el anarquismo, lo que constituye uno de tantos desaciertos en los que el autor resbala por querer, a toda costa, encerrar en un sentido específico pero, sin previa investigación, a la corriente anarquista.

Edouard Berth concibe al anarquismo, única y exclusivamente a través de su vertiente individualista, pero tampoco en esto son acertadas sus apreciaciones, puesto que menciona al autor de El único y su propiedad, Max Stirner, como anarquista, sin fundamentar dicha afirmación; y posteriormente, de manera curiosa, cuando se refiere a Pierre-Joseph Proudhon, escoge lo que le conviene, para terminar afirmando que los planteamientos del filósofo de Besançon son del todo antitéticos con los planteamientos anarquistas (???).

No obstante lo anterior, vale la pena la lectura de este ensayo a pesar de su manifiesta posición antilibertaria.

Chantal López y Omar Cortés




Anarquismo y sindicalismo

El socialismo, es decir el sindicalismo revolucionario, es una filosofía de productores. Concibe la sociedad conforme al modelo de un taller sin patronos, altamente progresivo; a sus ojos, todo lo que no es función de este taller debe desaparecer. Por consiguiente debe desaparecer en primera línea el Estado, que representa la Sociedad no productora por excelencia, la Sociedad parasitaria. Puede decirse que para él, lo que prevalece sobre todo es el imperativo categórico de la producción. Una producción que se perfeccione cada vez más, tal es el fin que persigue y el postulado fundamental de su filosofía de la vida. Se advierte aquí el mismo espíritu del capitalismo, y es que, en efecto, el sindicalismo es el hijo legítimo del capitalismo: de él heredará ese taller progresivo y ese amor a una productibilidad cada vez mayor y más perfecta. Conocida es la apología del capitalismo hecha por Marx en el Manifiesto Comunista; y muchas veces se ha hecho notar que los manchesterianos y los marxistas estaban de acuerdo sobre las direcciones económicas esenciales; en efecto, puede decirse que estas dos escuelas han profesado el mismo horror por el proteccionismo, el estatismo y todo lo que podía constituir un obstáculo para esta alta productibilidad, que es su ideal común. Ahora bien; si el marxismo es la teoría más adecuada a un movimiento obrero verdaderamente revolucionario, esto es, que represente la forma más económica, más avanzada y el ritmo más acelerado de la producción moderna, el manchesterianismo es también, por su parte, la teoría más propia de las formas más desarrolladas del capitalismo.

Pero si el sindicalismo se considera como el heredero del capitalismo, ¿en qué premisas funda sus esperanzas de un paso posible del taller capitalista al taller socialista, y cuáles son las características de éste con relación a aquél? Puede definirse y caracterizarse con una palabra el taller capitalista diciendo que es una cooperación forzada, que descansa en la coacción, y el taller socialista, diciendo que será una cooperación libre. El paso de uno a otro, es el paso de un régimen de coacción a un régimen de libertad, el famoso salto de la necesidad a la libertad de que habla el Manifiesto Comunista. La cuestión que se plantea es, por consiguiente, la de saber cómo será posible tal salto y en qué premisas se apoya la esperanza de una transformación tan formidable y profunda. Ahora bien; a esta cuestión el sindicalismo responde que semejante transformación está ya preparada por el mismo capitalismo; que en el seno mismo del capitalismo hay una evolución que le hace pasar de su forma comercial y usuraria a formas cada vez más industriales; que en el gran taller moderno perfeccionado, va sustituyéndose, cada vez más, la disciplina de trabajo automático, que recuerda más o menos la de un cuartel y exige una obediencia totalmente pasiva, por otra disciplina más voluntaria, que se basa en el sentimiento del deber; por una disciplina, pues, no externa a los trabajadores, sino interna; que, en una palabra, esta evolución podría caracterizarse diciendo que las exigencias de la técnica prevalecen cada vez más sobre las del mando y la jerarquía y que existe una autonomía creciente entre la autoridad y el trabajo, entre el Estado y la producción, entre lo político y lo económico. El sindicalismo no es otra cosa que el paso al limite de esta evolución; no crea de una vez este taller sin patronos, apenas si hace más que recogerlo de manos del capitalismo; al proceso fatal de la evolución económica capitalista, añade únicamente un proceso voluntario, mediante el cual los trabajadores se preparan para recoger esta sucesión. En efecto, según el sindicalismo, sólo luchando cuerpo a cuerpo con el capitalismo se forma la clase obrera, pasa de la pasividad a la actividad y adquiere todas las cualidades necesarias para dirigir por sí misma, sin tutela; el gran taller progresivo que el capitalismo ha creado y debe legarle.

De todos modos, no se trata para el sindicalismo, como se vé, de una antinomia abstracta entre la autoridad y la libertad, entre el Estado y el individuo: se trata exclusivamente de una evolución real, que engendra una oposición cada vez más fuerte entre las exigencias de una producción sin cesar perfeccionada y una organización de coacción, una organización que descansa en los principios de autoridad jerárquica. Y es tan evidente que no se trata, para el sindicalismo, de una antinomia abstracta entre la autoridad y la libertad, que se reconoce expresamente que la autoridad ha sido necesaria hasta hoy, que ha sido el acicate gracias al cual ha podido avanzar la civilización y sacar del trabajo humano todas las maravillas que ha producido y, en una palabra que, como dice Hegel, la obediencia es la escuela del mando. El reconocimiento que el sindicalismo profesa por el capitalismo no se limita sólo a las riquezas materiales que ha creado éste, sino también y sobre todo a las transformaciones morales y espirituales que ha provocado en el sello de las masas obreras, las cuales, gracias a su disciplina de hierro, han salido de su pereza primitiva y de su anarquismo individualista para hacerse capaces de un trabajo colectivo cada vez más perfeccionado. El sindicalismo reconoce sin ambages que la civilización ha comenzado y tenía que comenzar por la coacción, que esta coacción fue saludable, benéfica y creadora, y que sí se puede esperar un régimen de libertad, sin tutela patronal ni del Estado, ha de ser también gracias a este mismo régimen de coacción que ha disciplinado a la humanidad, capacitándola poco a poco para elevarse el trabajo libre y voluntario.

¿Pero hay algo más alejado de estos puntos de vista sindicalistas que el punto de vista anarquista? Pudiera decirse que, frente a este régimen de coacción, el anarquismo ha significado una protesta permanente, ha maldecido sin cesar a la civilización que exigía tantos esfuerzos para dar tan poca felicidad, y que esta protesta y esta maldición anarquistas partían de la rebelión del individuo perezoso, del salvaje primitivo, del hombre en el estado de naturaleza que se alzaba contra un régimen de hierro que quería someterle a la disciplina del trabajo y echaba de menos la vagancia, el farniente, la libertad primitiva. Puede analizarse el pensamiento de todos los escritores de tendencia anarquista; se encontrará este mismo odio a la civilización, entendida como régimen de coacción, como disciplina que obliga al hombre a trabajar, a seguir otra inclinación que la de la naturaleza, creando instituciones bárbaras a sus ojos, porque todas ellas exigen un esfuerzo del hombre para domar sus instintos, sus pasiones, su pereza ingénita. Leed a Rousseau; conocido es su humor vagabundo, su amor a la independencia (a una independencia enteramente natural), su misantropia, el horror que la sociedad le inspira. El hombre, exclama, es naturalmente bueno, al salir de las manos del Creador; es la civilización la que le deprava. Todo el pensamiento anarquista está aquí ya; un cándido optimismo, una creencia ingenua en los buenos instintos del hombre, la idea de que puede dejarse a la naturaleza humana abandonada a sus instintos, de que todas las instituciones sociales no hacen más que corromperla, y que, para volver a los hombres a su bondad primitiva, hay que quitar de sus hombros todo ese fardo de instituciones desmoralizadoras que se llaman la familia, la propiedad y el Estado; el matrimonio debe ser sustituido por la unión libre, la propiedad por el coger cada uno lo que quiera; el Estado por el hacer cada uno lo que le dé la gana.

Se ha observado con frecuencia que los anarquistas son de origen artesano, campesino o aristocrático. Rousseau representa, manifiestamente, el anarquismo artesano; su República es una pequeña República de artesanos libres e independientes que no se concibe más que sobre esta base económica. En Proudhon, lo que hay de anarquismo individualista -apresuremos a añadir que hay más que esto como veremos en seguida- es sin disputa de origen campesino; Proudhon es campesino de alma y sólo injustamente puede llamársele pequeño burgués. Y si, en fin, pensamos en Tolstoi, hallaremos en él un anarquismo de origen mundano o aristocrático. Tolstoi es un aristócrata cansado, disgustado de la civilización, porque ha gozado demasiado de ella, que vuelve a las emociones duras y apacibles de la naturaleza primitiva; toda la civilización le parece una cosa sin sentido, una monstruosidad que sólo crea miserias y crímenes, que engendra la guerra, la violencia, los odios crueles, cuando la única realidad es el amor. El pensamiento de Tolstoi es verdaderamente un pensamiento de primitivo, de mundano que, por una reacción muy natural, retorna al pensamiento simplista del salvaje. Espectador hastiado de un espectáculo demasiado visto, pregunta a cada disciplina, pregunta a la ciencia, a la filosofía, a la civilización entera, en dónde está la felicidad, y cuál es el sentido de la vida; y es un simple mujik el único que le da una respuesta valedera a sus ojos: Vivir es amar, tener gustos sencillos, llevar una vida tranquila y pastoral. Hay aquí un caso de regresión mental, una especie de degeneración intelectual que denotan la fatiga, y el agotamiento, naturales en un aristócrata; las gentes de la alta sociedad viven en un mundo ficticio, fuera del mundo real, ajenos a toda verdadera creación y a toda producción; jugadores, cansados en seguida, llegan muy pronto a desear una especie de estado de naturaleza, como un enfermo aspira a curarse en el campo.

Pero, sea de origen artesano, campesino o aristocrático, el anarquismo es siempre una protesta contra la civilización capitalista, considerada por él como un régimen bárbaro y monstruoso de violencia y opresión. Y el carácter de esta protesta consiste en ser una protesta puramente negativa, hasta reaccionaria; es la protesta de las clases extra-capitalistas, a las cuales el capitalismo viene a trastornar la vida, a deshacer los hábitos, a herir los sentimientos más profundos y tradicionales. La protesta sindicalista es muy diferente. El sindicalismo, como hemos dicho, se considera el heredero directo del capitalismo y admira el poder de creación de éste; lejos de sentir por él esa especie de repulsión que experimenta un salvaje (tomo esta palabra salvaje en el sentido de solitario, de individuo para quien, dado su modo de existencia, no hay vida social, según lo cual un artesano un campesino y hasta un hombre del gran mundo, son salvajes, pues la sociedad es una coordinación de esfuerzos que se multiplican los unos por los otros, no una simple yuxtaposición de egoismos en busca de gozos), el sindicalismo considera al capitalismo como un maravilloso mago que ha sabido, gracias a la audacia combinada con la iniciativa individual y con la cooperación, hacer surgir del seno del trabajo social, donde dormían, todas las infinitas fuerzas productivas humanas. Pero piensa que el papel histórico del capitalismo, que ha despertado el genio social, que ha sacado al trabajador de su aislamiento, que ha plegado a los hombres al trabajo colectivo, ha terminado ya; los trabajadores, una vez constituídos en grupos de producción y después de haber adquirido en sus largas luchas contra sus patronos el espíritu de audacia y de iniciativa al mismo tiempo que el sentido de la asociación libre, pueden continuar la obra del capitalismo sin necesidad de su tutela ni de su férula. Hay una transfusión del espíritu de iniciativa y de responsabilidad del actual director privado de empresa al seno del grupo productor; y al mismo tiempo, la fuerza colectiva obrera, dueña de sí misma, no es ya captada ni enajenada en provecho de uno solo.

Pero precisamente es este carácter social de la libertad el que niega al anarquismo; y ha podido decirse, con razón, que, en cierto sentido, el anarquismo no era más que un burguesismo exagerado. Y no nos referimos al anarquismo en su forma pre y anticapitalista, si puede decirse así, sino en su forma ultracapitalista. Esto se advierte, sobre todo, en el libro de Stirner, El único y su propiedad. Hemos dicho que la sociedad burguesa se dividía en dos polos: de un lado, los individuos, competidores libres en un mercado libre; de otro, el Estado, la centralización administrativa. Supongamos ese tránsito al limite de que hablábamos; supongamos la sociedad civil desembarazada del Estado, y sólo quedará como residuo el individuo, el único y su propiedad. En La cuestión judía, Marx, comentando los derechos del hombre, dice que estos derechos son los derechos del hombre egoísta, porque el hombre es considerado como una mónada aislada, porque cada uno ve en el prójimo, no la realización, sino la limitación de su libertad personal, y porque no van más allá del hombre, replegado sobre su particular interés y su capricho personal, separado de la vida y actividad comunes. Con relación a este hombre egoísta, miembro de la sociedad civil, el hombre político no es más que el hombre artificial, el hombre abstracto, un personaje alegórico. Y Marx cita estas palabras significativas de Rousseau: El que se atreva a tratar de instruir un pueblo, debe sentirse capaz de cambiar , por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a cada individuo que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual este individuo reciba en cierto modo la vida y el ser; debe sentirse capaz de substituir la existencia física e independiente por una existencia parcial y moral. Es necesario que quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras que le sean ajenas y que no pueda utilizar sin el socorro del prójimo. (Contrato social).

El anarquista de Stirner es simplemente el hombre egoísta de la sociedad civil, que rechaza toda esta superestructura abstracta y artificial de la sociedad política, que no quiere saber nada de ese hombre abstracto, de ese personaje alegórico, como le llama Marx, que es el ciudadano. Y conviene advertir que, practicamente, el anarquismo se reduce a no usar del derecho del voto, o no hacer acto de ciudadanía, a no querer participar en lo más mínimo en la vida abstracta de la sociedad democrática. Sabido es que todo el sistema metafísico de Stirner se basa en la negación de las ideas, quimeras -según él- que confiscan la libertad individual y cuya dominación fantástica y despótica hay que destruir. Stirner pretendía representar la oposición a Hegel; ha dirigido su libro especialmente contra el idealismo absoluto, sinónimo para él de despotismo absoluto, y, sin duda, tenía en parte razón: ¿no ha hecho Hegel del Estado la realización misma de la Idea? Mas el marxismo, como todos saben, no ha reaccionado menos que Stirner contra tal divinización del Estado; pero, mientras que Stirner, por un simplismo extremo, se contenta, para liberar al individuo, con rechazar pura y simplemente la superestructura abstracta de la sociedad política para no conservar más que al individuo egoísta de la sociedad civil, Marx, que reconoce tanto como Stirner el carácter abstracto de la vida política, usa un procedimiento mucho más concreto y positivo para superar a la vez el carácter particularista de la sociedad civil burguesa y el carácter abstracto de la sociedad política, que resuelve en la sociedad sindical. La emancipación política -escribe en La cuestión judía- es la reducción del hombre por una parte, a miembro de la sociedad burguesa o individuo egoísta e independiente; y, por otra, a ciudadano político, personaje moral y alegórico. Así, pues, la verdadera emancipación humana no se conseguirá sino cuando el hombre individual y real, reabsorbiendo al ciudadano abstracto, se haya convertido en un ser social, en su vida contidiana, en sus trabajos, en sus negocios individuales; cuando el hombre, reconociendo y organizando al fin sus fuerzas propias como fuerzas sociales, no separe ya de él la fuerza social en forma de fuerza política.

Esta es la solución marxista: no es necesario decir que es la solución sindicalista misma. En ella se rechaza la abstracción política, considerada por Marx, lo mismo que por Stirner, como opresiva; pero mientras Stirner no rechaza esta opresión más que para caer en la particularidad sensible de la sociedad civil y no rompe el yugo del entendimiento sino para caer bajo el del empirismo puro y simple, Marx sabe superar a la vez la particularidad sensible y lo universal abstracto para encontrar lo universal concreto; y este universal concreto es precisamente la vida sindical, en que las fuerzas sociales, sin dejarse captar ni desviar en fuerzas políticas, se organizan de una manera autónoma y libre, donde el hombre se convierte en un ser social en su vida cotidiana, en sus trabajos individuales: hay una reabsorción del ciudadano abstracto de la ciudad política y una transformación del hombre egoísta de la sociedad civil en la personalidad rica y concreta del trabajador social sindicado, en la colectividad obrera que, dueña del taller, capacitada científica y políticamente, elimina, absorbiéndolas (auffheben, palabra alemana intraducible) a todas las clases parásitas, al Estado propiamente dicho y al Estado pensante de Hegel. Esto equivale a la vez, al fin de las Ideologías cuyas quimeras quería expulsar Stirner, y de esa anarquía civil en que cayó de pleno su individualismo.

Pero la metafísica anarquista es incapaz de comprender esta revolución marxista y sindicalista, porque, para ella, la sociedad no tiene existencia propia ni aparece nunca más que bajo el aspecto de una limitación, de una represión arbitraria y opresiva de la independencia individual. Es una metafísica monadológica o atomística para la cual la sociedad no es nunca sino una yuxtaposición de unidades individuales; lo real, a sus ojos, es el individuo; lo demás sólo es fantasía, quimera, ilusión. El anarquismo hace del individuo un absoluto, incapaz de entrar en ninguna combinación social sin sentirse en ella arbitrariamente oprimido, aplastado, y si recordamos los orígenes económicos del anarquismo-artesano, agrícola o aristocrático -así tenía el anarquismo que concebir el individuo y sus relaciones con la sociedad. El socialismo tiene una concepción completamente distinta, y para él, precisamente, sociedad no significa yuxtaposicion, adición arbitraria de individuos que fueran absolutos y no entraran en un sistema dado más que limitándose y disminuyéndose los unos a los otros, antes al contrario, cooperación en que los esfuerzos se multiplican unos por otros de tal suerte que para el individuo no hay pérdida, sino que gana con participar en ellos, pues soledad equivale a impotencia, miseria, incapacidad, y asociación significa poder, riqueza y capacidad centuplicadas; en una palabra, para el socialismo, la sociedad es la verdadera realidad, y el individuo no es, por decirlo así, más que una abstracción, es decir, una parte; el ser social, tiene una realidad, de la cual el individuo es sólo un aspecto, un fenómeno -cosa que precisamente niega el anarquismo, que ve, por el contrario, en el individuo la única realidad.

Nadie ha expuesto esta teoría de la realidad del ser social tan magníficamente como Proudhon, el presunto padre del anarquismo. Por supuesto, Proudhon -así lo han escrito Marx y Engels- no era más que un espantoso pequeño-burgués y odiaba a la asociación con un odio cordial. Pues bien: este pequeño burgués, este hombre que odiaba la asociación, este anarquista, ha expuesto, sin embargo, de un modo admirable la realidad del ser social, y para convencerse, basta con leer su Justicia en la Revolución y la Iglesia, o su Filosofía del progreso: en ellas se encontrará una teoría de la fuerza colectiva y una exposición de una doctrina metafísica del ser, concebido esencialmente como grupo. De un modo general, no será inútil, para terminar este estudio sobre el anarquismo y el sindicalismo, examinar de cerca el anarquismo proudhoniano. Veremos que este supuesto anarquismo es, en realidad, lo que llamamos sindicalismo. Claro que no exactamente, pero sí en su espíritu y su tendencia íntima. Sí; a decir verdad, Proudhon es, con Marx, el antiguo teórico más auténtico del sindicalismo revolucionario; y mostrando en qué se distingue por completo su pensamiento del anarquismo tradicional y se acerca al sindicalismo, procederemos, en nuestra opinión, de una manera utilísima para hacer ver en qué se diferencia el anarquismo del sindicalismo. Tomaremos primero como punto de partida esa teoría esencial de la realidad del ser social; luego veremos cómo las ideas de Proudhon acerca de esas instituciones sociales que se llaman la familia, el Estado, la propiedad, o sobre esas realidades sociales que se llaman el amor, la guerra y la producción, están a mil leguas de las ideas anarquistas.

Introduzcamos en seguida en el debate algunas citas decisivas. En esa admirable Primera Carta sobre el progreso, leemos: Con la idea de movimiento o de progreso (advirtamos que, para Proudhon, el progreso es el movimiento, en oposición a lo absoluto, o el reposo), todos estos sistemas, fundados en las categorías de substancia, causalidad, sujeto, objeto, espíritu, materia. etc., se destacan, o mejor se explican para no reaparecer jamás. La noción del ser no puede ya ser buscada en ninguna cosa invisible; espíritu, cuerpo, átomo, mónada, o lo que se os antoje. Deja de ser simplista, para hacerse sintética; ya no es la concepción, la ficción de un no sé qué inmodificable, intransmutable; la inteligencia, que se encuentra primero con una síntesis antes de atacarla por el análisis, no admite a priori nada parecido. Sabe lo que son en sí mismas la substancia y la fuerza; no toma sus elementos por realidades, puesto que, por la ley de la constitución del espíritu, la realidad desaparece cuando trata de resolverla en sus elementos. Todo lo que la razón sabe y afirma es que el ser, así como la idea, es un grupo ... Todo lo que existe es agrupado, todo lo que forma grupo es uno, por consiguiente, es perceptible, por consiguiente, es. Cuanto más numerosos y variados son los elementos que concurren a la formación de un grupo, más potencia centralizadora tiene éste, más realidad también obtiene el ser. Fuera del grupo, no hay más que abstracciones y quimeras ... Con arreglo a esta concepción del ser en general, yo creo posible probar la realidad positiva, y hasta cierto punto demostrar las ideas (las leyes) del yo social o del grupo humano, y comprobar y manifestar, por añadidura, aparte de nuestra existencia individual, la existencia de una individualidad superior del hombre colectivo ... Según unos, la sociedad es la yuxtaposición de individuos semejantes, que hacen el sacrificio de una parte de su libertad, a fin de poder, sin perjudicarse los unos a los otros, permanecer yuxtapuestos y vivir en paz unos al Iado de otros. Tal es la teoria de Rousseau, el sistema de la arbitrariedad gubernamental, no en cuanto esta arbitrariedad es producto de un hombre, príncipe o tirano, sino lo que es más grave, en cuanto es producto de la multitud, producto del sufragio universal. Según convenga a la multitud o a los que la alientan dar más o menos expansión a las libertades locales e individuales, el supuesto contrato social puede ir desde el gobierno directo y detallado del pueblo hasta el cesarismo, desde las relaciones de simple vecindad hasta la comunidad de bienes y ganancias, de hijos y mujeres. La mayor licencia y la mayor esclavitud que la historia y la imaginacíón pueden sugerir, se deducen con igual facilidad e idéntica lógica de la teoría societaria de Rousseau.

Según otros -que, a pesar de su aire científico, no me parecen más avanzados-, la sociedad, persona moral, ser de razón, ficción pura, no es más que el desenvolvimiento en las masas de los fenómenos de la organización individual, de tal suerte que el conocimiento del individuo produce en seguida el conocimiento de la sociedad y la política se resuelve en la fisiología e higiene. Mas ¿en qué consiste la higiene social? Al parecer, en dar a cada miembro de la sociedad una educación liberal, una instrucción variada, una función lucrativa, un trabajo moderado, un régimen confortable: ¡ahora bien, la cuestión precisamente es saber cómo nos procuraremos todo eso!

Yo, por mi parte, conforme a la noción de movimiento, progreso, serie, grupo -que la ontología habrá de tener en cuenta en lo sucesivo-, y con arreglo a los pocos informes que suministran sobre la cuestión la economía y la historia, considero la sociedad, el grupo humano, como un ser sui generis, constituído por la relación fluídica y la solidaridad económica de todos los individuos, bien de la nación, la calidad o corporación, bien de la especie entera-, individuos que circulan libremente los unos entre los otros, que se acercan, se juntan, se separan después en todas direcciones; -como un ser que tiene sus funciones propias, extrañas a nuestra individualidad, sus ideas, que nos comunica, sus juicios, que no se parecen a los nuestros, su voluntad, diametralmente opuesta a nuestros instintos, su vida, que no es la del animal o la planta, aunque tenga con ellas analogías; como un ser, en fin, que, salido de la naturaleza, parece el Dios de la naturaleza, cuyos poderes y leyes expresa en un grado superior, sobrenatural.

Perdóneseme la extensión de estas citas, pero son necesarias para disipar muchos prejuicios acerca de Proudhon, al que se ejecuta por lo general tan caballerescamente tratándole de anarquista o de pequeño burgués. Y me atrevo a preguntar a todo el que lea atentamente esta magnífica exposición de la realidad del ser social, si es posible tener a Proudhon por un anarquista. Estamos precisamente en el corazón de la cuestión; aquí se manifiesta en todo su esplendor la diferencia profunda que separa la filosofía socialista de la metafísica anarquista. El punto de partida de todo anarquismo es, como hemos visto, el individuo, el yo, considerado como algo simple, como un absoluto, como una especie de mónada que, a la manera de Leibniz, no tiene puertas ni ventanas al exterior, y que, por consiguiente, es inconmensurable e insociable por su misma naturaleza. Con tal punto de partida no hay necesidad de decir que es completamente imposible llegar nunca a reconstruir la sociedad, la idea social, ya que se empieza por negarla radicalmente y que es tan absurdo querer reedificar la sociedad con unidades insociables y aisladas como quimérico esperar recomponer el movimiento, por ejemplo, con inmovilidades; es preciso considerar primero el movimiento, instalarse en él; luego concebir el reposo como una detención. Asimismo hay que considerar la sociedad, instalarse en ella, luego concebir el individuo como una especie de paralización. El individuo, en la sociedad, como el reposo en el movimiento, no son más que abstracciones provisionales y momentáneas; erigir estas abstracciones en realidades, hacer de ellas la única realidad, es volver la espalda radicalmente a la vida y a la verdad, es hundirse y perderse en el simplismo conceptual de un racionalismo abstracto y falso. Tal es, sin embargo, el error esencial de la metafísica anarquista, error en que no incurre el socialismo, en que no incurrió Proudhon, que, como acabamos de ver, comienza por sentar, ante todo, la realidad del ser social. El socialismo considera en primer término la sociedad; su punto de partida no es el individuo abstractamente opuesto a la sociedad, sino el taller, el trabajador social.

Plejanoff, al final de su estudio Anarquismo y socialismo, afirma que en último resultado los anarquistas no son sino burgueses decadentes. Pero ¿qué es un decadente? ¿Por qué signo se reconoce que una sociedad está en decadencia? ¿No es precisamente porque la idea social pierde toda su importancia y se pone en primer plano al individuo que se afirma abstractamente como fin último y absoluto, y reduce todo a él por su egocentrismo formidable? El individuo se aisla en el gozo: tal es el signo característico de toda decadencia. Y este gozo puede tomar las formas más variadas, las más espiritualistas como las más materialistas; el egocentrismo puede llamarse el arte por el arte o ponerse este otro disfraz, más sutil y moral: el humanitarismo; puede ser epicúreo o estóico, cristiano o pagano, invocar la Conciencia, la Ciencia, la Libertad o la Belleza, siempre, en último análisis, es la negación de la idea social, la negación por parte del individuo a consagrarse a una obra colectiva cualquiera. Poco importa que esta negativa se oculte bajo razones morales, idealistas, hasta humanitarias: para el egoísmo es un vestido muy cómodo y con el que se encuentra más a gusto que con ningún otro, el amor a la humanidad y la religión del sufrimiento humano. Y una de las tesis más profundas de la filosofía moral de Proudhon es que la corrupción se realiza por el idealismo, y que el ideal mismo es el origen del mal. Porque ¿qué es el ideal? ¿Qué es un ideal cualquiera? Es un aspecto de la realidad, separado de ella y erigido en absoluto; es lo que Proudhon llama una simplicidad especulativa -substancia, causa, mónada, átomo, espíritu o materia- que sustituye a la noción esencialmente sintética del ser. La realidad es móvil, es movimiento o progreso; pero el idealista pretende reemplazar esta realidad móvil por algo inmutable, su ideal, y detener todo el flujo de las cosas en los límites de este ideal; se retira del movimiento, se instala en una supuesta altura, y desde allí quiere gobernar, es decir, estabilizar, detener la vida. El idealismo va a parar, pues, fatalmente al inmovilismo, al reposo, esto es, a la corrupción y a la decadencia; pues, como dice también Proudhon de un modo admirable, si el movimiento es el estado natural de la materia, la justicia es el estado natural de la humanidad. La justicia, por lo tanto, no es más que el movimiento en la sociedad; es la humanidad en estado dinámico, progresivo, la humanidad militante o productiva, cuyas fuerzas tienden hacia una adaptación incesante a una realidad siempre nueva; la corrupción o decadencia es, por el contrario, la pretensión de inmovilizarse en el gozo fuera del movimiento social, creador infatigable de formas sociales nuevas.

Ahora bien, el anarquismo es un idealismo, un intelectualismo; consiste en erigir en absoluto la idea de libertad, y ya hemos visto que era el ideal de individuos que pertenecen a clases que quieren resistir al movimiento capitalista e inmovilizarse en su statu quo económico, o de individuos que quieren destruir la sociedad burguesa y reducirla a un solo elemento: el egoísmo particularista de la sociedad civil. El anarquismo responde, pues, a la resistencia, al progreso o la disolución de este progreso. El sindicalismo, en cambio, no sólo está muy lejos de resistir al capitalismo, sino que le sirve actualmente de látigo y excitador, impidiéndolo así, detenerse e inmovilizarse, y cuenta con poder, en el porvenir, aumentar más que él su potencia productiva. El sindicalismo representa, pues, con doble motivo, el movimiento y el progreso en la sociedad presente; es la fuerza nueva, intacta, que, encarnando la nueva idea social, lucha para detener la decadencia social y salvar la civilización.

Que los anarquistas no representan más que la decadencia social y burguesa, aparece con claridad si, prescindiendo de las tesis metafísicas sobre la realidad o irrealidad del ser social, se examina su manera de resolver la cuestión de la familia, esta manifestación primera, esta forma inmediata de la vida social. Aquí también encontramos entre Proudhon y el anarquismo la misma oposición fundamental. Sabido es, en efecto, que el anarquismo concibe la unión sexual como una unión libre, temporal, efímera; que, por consiguiente, el amor es reducido a la pasión cambiante y el matrimonio a un contrato revocable ad libitum, a un contrato civil de la misma naturaleza que los demás contratos, sin ningún carácter sagrado o religioso. Y sabido es que, en cambio, para Proudhon, la unión sexual es una unión irrevocable, indisoluble; que, para él, el amor se subordina a la justicia por el matrimonio, porque el órgano mismo de la justicia es la pareja andrógina. Como se ve, no se puede imaginar oposición más capital sobre una cuestión esencial, no secundaria, y de cuya solución depende toda la orientación de la moral social. El anarquismo, pues, pone en práctica su negación de la idea social; la idea de libertad, erigida por él en absoluto, disuelve la familia; no queda más que el individuo con sus pasiones cambiantes y su romanticismo desordenado. Y ¿quién se atreve a negar que esto es un burguesismo exasperado y decadente? Se dirá que las ideas de Proudhon sobre el matrimonio son ideas ultrarreaccionarias, que, tanto socialistas como anarquistas han adoptado, sobre este asunto, las concepciones extravagantes de Fourier. En todo caso, esto no honra el socialismo, que en esta como en otras muchas cuestiones ha seguido de un modo deplorable la tradición burguesa más que la tradición obrera y ha querido inocular -como ha dicho Jaurés- al proletariado naciente la corrupción de la burguesía moribunda.

Pero examinemos ahora las ideas y sentimientos respectivos de Proudhon y los anarquistas sobre un punto no menos capital: la guerra. Conocido es el horror que los anarquistas sienten por la guerra y el militarismo, así como el magnífico elogio que Proudhon ha hecho de ella en su libro La guerra y la paz. Nunca se ha pronunciado un panegírico más exaltado y brillante; habría que remontar hasta el filósofo griego Heráclito para encontrar algo equivalente. No hablo de Hegel, porque el pensamiento proudhoniano tiene aquí un origen hegeliano tan evidente que puede prescindirse de él. ¿No es característico, para decirlo de paso, que los dos grandes filosófos socialistas, los dos grandes teóricos de la lucha de clases -he nombrado a Marx y a Proudhon- sean hegelianos, en el sentido más amplio de la palabra? Pero, ¿cuál es la idea capital de La guerra y la paz? Que siendo el antagonismo la ley fundamental del universo, la paz, si algún día es posible, hay que concebirla de otro modo que como una negación de la guerra; que la paz no será más que una transformación de la guerra, una nueva forma de ese antagonismo eterno que es la ley del mundo, tanto del mundo social como del natural: la paz pacífica y pacifista, abrazo universal con que sueñan todos nuestros burgueses decadentes, nuestros socialistas parlamentarios y nuestros anarquistas humanitarios, esa paz es imposible o, si fuese posible, sería para los hombres sinónimo de inmovibilidad, de estancamiento, de atonía y de muerte. La guerra desaparecerá un día; Proudhon afirma y anuncia el fin del ciclo guerrero; pero será para dejar paso a una paz guerrera que no exigirá de los hombres virtudes menos grandes ni menos heroicas que la guerra misma. La industria también es, en efecto, un campo de batalla, donde los combatientes no tienen que mostrar menos valor, menos desprecio de los placeres e indiferencia ante la muerte que en las luchas propiamente guerreras; allí también logra el triunfo el más valiente, el más enérgico, el más audaz y son vencidos los cobardes, los pusilánimes, los egoístas. Pero la industria es superior a la guerra, porque mientras que ésta es una pura destrucción de fuerzas, aquélla repara por sí misma las pérdidas que pueda originar. Escuchemos a Proudhon: La guerra tiene por objeto determinar a cuál de dos potencias en litigio pertenece la prerrogativa de la fuerza. Es una lucha entre fuerzas, no su destrucción; una lucha entre hombres, no su exterminación. Debe abstenerse, fuera del combate y de la incorporación política que se sigue, de todo ataque a las personas y a las propiedades. Por donde se deduce que el antagonismo que aceptamos como ley de la humanidad y de la naturaleza, no consiste esencialmente, para el hombre, en un pugilato, en una lucha cuerpo a cuerpo. Puede ser, asimismo, una lucha de industria y progreso lo que, en último análisis, dado el espíritu de la guerra y los fines de alta civilización que persigue, viene a ser igual. El Imperio, al más valiente -dice la guerra. Sea -responden el Trabajo, la Industria, la Economía; pero, ¿de qué se compone la valentía de un hombre, de una nación? ¿No es de su genio, de su virtud, de su carácter, de su ciencia, de su industria, de su trabajo, de su riqueza, de su sobriedad, de su libertad, de su amor patriótico? ¿No ha dicho el Gran Capitán que en la guerra la fuerza moral es a la fuerza física como 3 es a 1? ¿No nos enseñan, a su vez, las leyes de la guerra y del honor caballeresco, que en los combates debemos ser dignos, abstenernos de toda injuria, traición, espoliación y pillaje? Luchemos, pues; ataquémonos a la bayoneta y disparemos unos contra otros ... En estas nuevas batallas, tendremos que dar las mismas pruebas de resolución, de sacrificio, de desprecio de la vida y los placeres; no habrá menos muertos y heridos; y todo el que sea cobarde, débil, grosero, todo el que carezca de fortaleza y de espíritu, debe esperar el desprecio, la miseria ... Así, pues, la transformación del antagonismo resulta de su definición, de su movimiento, de su ley; resulta también de su finalidad. En efecto, el antagonismo no tiene por objeto una destrucción pura y simple, un consumo improductivo, la exterminación por la exterminación; tiene por objeto la producción de un orden, siempre superior, de un perfeccionamiento sin fin. A este respecto, hay que reconocer que el trabajo ofrece al antagonismo un campo de operaciones vasto y fecundo de otro modo que la guerra.

Advirtamos ante todo que en este campo de la industria, las fuerzas sostienen una lucha no menos ardiente que en el campo de batalla; allí también hay destrucción y absorción mutua. En el trabajo como en la guerra, la primera materia del combate, su principal gasto, es la sangre humana. En un sentido que nada tiene de metafórico, vivimos de nuestra propia substancia y de la substancia de nuestros hermanos. Pero con la diferencia enorme de que en las luchas industriales sólo son verdaderamente vencidos los que no han combatido o lo han hecho cobardemente, de donde resulta que el trabajo devuelve a sus ejércitos todo lo que consumen, cosa que la guerra no hace, que no puede hacer nunca. En el trabajo, la producción sigue a la destrucción; las fuerzas consumidas resucitan de su disolución más enérgicas siempre. El fin del antagonismo, del que se quiere sacar partido, así lo exige. Si ocurriera de otro modo, el mundo volvería al caos: negaría un día en que, gracias a la guerra no habría como en la aurora de la creación, más que el vacío y los átomos: Terra au tem erat inanis et vacua.

Como puede apreciarse, la idea esencial de Proudhon es que el trabajo es el sustituto de la guerra: el obrero reemplaza al soldado; las luchas industriales suceden a las luchas guerreras. Ya en su Idea general de la Revolución, Proudhon había escrito: La fuerza colectiva, origen de las compañías obreras, sustituye a los ejércítos. (pág. 257) y lo que ponemos en lugar de los ejércitos permanentes son las compañías obreras (pág. 259). De estas compañías obreras ha dicho antes: por fin, aparecen las compañías obreras, verdaderos ejércitos de la Revolución, en que el trabajador, como el soldado en el batallón, maniobra con la precisión de sus máquinas en que, miles de voluntades inteligentes y audaces, fundiéndose en una sola voluntad superior como los brazos que animan, engendran por su concierto una fuerza colectiva mayor que su multitud misma (pág. 232). Este paralelismo perpetuo entre el trabajo y la guerra, entre las virtudes obreras y las virtudes militares, entre las compañías obreras (hoy decimos Sindicatos) y los ejércitos permanentes, ¿no es curioso y sugestivo? El sindicalismo revolucionario ha adoptado una posición clara contra el ejército, el militarismo y la patria; pero si examinamos el fondo del antimilitarismo obrero, hallaremos en él otra cosa, sentimientos distintos, ideas diferentes a las del antimilitarismo burgués. Pues, como se sabe, hay un antimilitarismo burgués, un pacifismo burgués, un antipatriotismo, es decir, un cosmopolitismo burgués. Los comerciantes y los intelectuales -las dos categorías esenciales en que se divide la burguesía- se han distinguido siempre por un santo horror a la guerra; dentro de cada burgués vive un Panurgo y a Panurgo no le gustan los golpes. Además, la guerra cuesta cara y al comerciante, para quien todo se reduce a una cuestión de debe y haber, le parece absurdo recurrir a la ruinosa solución guerrera, existiendo la solución diplomática o la del arbitraje, tan poco onerosas; el burgués no comprende el honor, sentimiento sin curso en el mercado, valor no cotizable en la Bolsa. En cuanto al intelectual, le parece igualmente absurdo batirse cuando es tan fácil razonar, y en el mercado de las ideas, del que es bolsista, el sentimiento del honor no tiene más curso que en el mercado de valores financieros; el intelectual, en el fondo no es más que un comerciante y no se le debe pedir que comprenda el heroismo guerrero.

Pero los sentimientos que al comerciante y al intelectual les inspira la guerra, también la huelga se los inspira. Cada vez que estalla, pueden leerse en los periódicos burgueses sabias estadísticas en que se hace el cálculo de lo que pierden los obreros. La huelga, como la guerra, les parece a nuestros burgueses el colmo de la tontería, y nuestros socialistas no saben qué inventar para desviar a los obreros de este empeoramiento progresivo como lo llama Jaurés. ¡Sería preferible un buen arbitraje, hasta el arbitraje sistemático, obligatorio! ¡Y así, la razón, la ley, el orden y la civilización, substituirían a la barbarie, a la anarquía, al caos! Nuestros socialistas parlamentarios, como buenos burgueses, son fervorosos pacifistas sociales, como también fervientes pacifistas internacionales.

El burgués no sabe lo que es una colectividad nacional u obrera, ni puede, indudablemente, comprender que el honor de esta colectividad sea algo superior a un cálculo de pérdidas y ganancias. El burgués es un verdadero anarquista individualista; para él no existe más que su yo; es un desarraigado, un cosmopolita, para quien no hay patrias ni clases: no le pidáis que sacrifique su preciosa persona por una u otra; no tiene idea social, y las palabras abnegación, sacrificio, han perdido todo sentido para él.

Muy distinto es el antimilitarismo obrero. Este antimilitarismo no tiene su origen en un horror abstracto o sentimental de la guerra y el ejército; lo tiene en la lucha de clases, ha nacido de la experiencia de las huelgas, y luchas sindicales, donde el obrero encuentra al ejército, guardián del capital y guardián del orden, siempre enfrente de él, por lo cual le ha tomado como una simple prolongación del taller capitalista y, por consiguiente, como el símbolo vivo de su esclavitud. Pero, precisamente en virtud de eso, el antimilitarismo no es ya una protesta individual contra el cuartel en nombre de principios más o menos abstractos; no es tampoco la simple separación de individuos que se retiran de la colectividad nacional para recobrar una independencia enteramente egoísta; no es la simple deserción individual, que puede ser asimilada a una cobardía; es la separación de individuos que se retiran de la colectividad nacional para entrar en la colectividad obrera y adoptar una patria nueva, a la que se entregan en cuerpo y alma eternamente. El antimilitarismo obrero saca, pues, todo su valor y su sentido de su unión íntima con la idea de lucha de clases; separad el antimilitarismo de esta idea, y no será más que la expresión de un horror individual por lo que los espíritus fuertes llaman el embrutecimiento del cuartel. El burgués librepensador, demócrata, jacobino, masón, miembro de la Liga de los derechos del hombre, es incapaz de elevarse a cierta altura de pensamiento o sentimiento: la idea social no puede ser sino militar u obrera; no hay más que dos noblezas: la de la espada y la del trabajo; el burgués, el hombre de negocios, de banca, de oro y de bolsa, el comerciante, el intermediario y su compadre el intelectual, intermediario también, todos extraños al mundo del ejército como al mundo del trabajo, están condenados a una mediocridad irremediable de pensamiento y de corazón.

Pues bien; el antimilitarismo anarquista no es más que un derivado del antimilitarismo burgués. Y ahora, sobre todo, puede decirse del anarquismo que es solo un burguesismo exasperado, pues este horror abstracto o sentimental al cuartel, al militarismo y a la guerra que profesan los anarquistas, no es en ellos una consecuencia de la lucha de clases; los anarquistas no tienen la noción de clase, sólo poseen la noción de individuos que se rebelan contra toda sujeción y autoridad, que se colocan en un terreno abstracto y puramente ideológico y no hacen otra cosa que sacar las consecuencias últimas de la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y de la filosofía del siglo XVIII y su negación del ejército (como su negación del matrimonio) procede de la misma metafísica, atomista, materialista y simplista, en virtud de la cual ignoran toda la realidad del ser social, para no dejar en pie más que al individuo bueno por naturaleza a quien depraban las instituciones sociales, al individuo que nace libre y al que la civilización ata con mil cadenas, al individuo que viene al mundo lleno de felicidad y a quien la sociedad hace desgraciado. Ahora bien; la guerra es la revelación más clara, más asombrosa de esta realidad del ser social de que nos hablaba Proudhon hace poco en términos tan magníficos. Cedámosle a éste, aquí, una vez más, la palabra: La guerra es el fenómeno más profundo, más sublime de nuestra vida moral. Ningún otro puede ser comparado con él: ni las interesantes ceremonias del culto, ni los actos del poder soberano, ni las creaciones gigantescas de la industria. En las armonías de la naturaleza y de la humanidad, la guerra da la nota más potente; obra sobre el alma como el estampido del trueno, como la voz de la tempestad. Mezcla de genio y de audacia, de poesía y de pasión, de suprema justicia y de lógico heroismo ... su majestad nos deslumbra, y cuanto más la contempla la reflexión, más lleno de entusiasmo el corazón se siente. La guerra en la que una falsa filosofía y una filantropía más falsa aún no veían más que un horroroso azote, una explosión de nuestra maldad innata y una manifestación de las cóleras celestes, es la expresión más incorruptible de nuestra conciencia, el acto que más nos honra ante la creación y ante el Eterno.

La idea de la guerra es igual a su fenomenalidad. Es una de esas ideas que desde el primer instante de su aparición llenan el entendimiento, se acusan, por decirlo así, con intuición plena, con sentimiento pleno y a las cuales, en virtud de su universalidad, da la lógica el nombre de categorías. En efecto, la guerra es una y trina como Dios, es la reunión en una sola naturaleza de estos tres radicales: la fuerza, principio de movimiento y de vida, que se encuentra en las ideas de causa, alma, voluntad, libertad, espíritu; el antagonismo, acción-reacción, ley universal del mundo y, como la fuerza, una de las doce categorías de Kant; la justicia, facultad soberana del alma, principio de nuesta razón práctica, que se manifiesta en la naturaleza por el equilibrio.

Si de la fenomenalidad y de la idea de la guerra pasamos a su objeto, ésta no perderá nada de nuestra admiración. El fin de la guerra, su papel en la humanidad, consiste en dar impulso a todas las facultades humanas y en crear, por consiguiente, en el centro y por encima de estas facultades, el derecho, en universalizarlo y, con ayuda de esta universalización del derecho, en definir y formar la sociedad.

Proudhon usa aquí, para hablar de la guerra, el lenguaje de la poesía y de la mística; y es que, en efecto, se trata de un fenómeno sobrenatural, que crea lo sobrenatural. Esto es precisamente lo contrario de la filosofía anarquista, que, en último análisis, quiere retrotraernos al estado de naturaleza y rechaza todo lo que obliga al hombre a salir de este estado de naturaleza imaginado como un estado de ventura y perfección. El hombre es un ser que debe superarse, dice el filósofo de La voluntad de poder, al que algunos, erróneamente, toman también por anarquista; y sólo se supera, sólo se convierte en héroe, participando en las grandes luchas en que se realiza el trabajo heroico o divino de la historia. Y en esto consiste la grandeza de la guerra, en que eleva todo a la altura de lo sublime y en que hace al hombre, como ha dicho también Proudhon, más grande que sí mismo. La guerra ha creado el derecho; ha creado los Estados; ha hecho al ciudadano; ha definido y formado la sociedad, este ser sobrenatural.

Y la Revolución no debe su prestigio heroico a los trabajos de las Asambleas, ni siquiera a las grandes jornadas; es como epopeya militar como ha vivido largo tiempo en el corazón del pueblo, y son las guerras de la República y el Imperio las que han constituído durante todo el siglo XIX la fuente de la poesía popular.

Hoy es notorio que el patriotismo revolucionario ha muerto ya; ha surgido otra cosa, un sentimiento nuevo: la idea de clase que ha reemplazado a la idea de patria, marcando la escisión entre el pueblo de un lado y el Estado y la democracia de otro. En efecto, con el sindicalismo revolucionario, ha brotado una oposición extraña entre la democracia y el socialismo, entre el ciudadano y el productor, oposición que ha tomado su aspecto más crudo a la vez que más abstracto en la negación decidida de la idea de patria identificada con la idea de Estado. Y las huelgas, cada vez más potentes, más extensas y de un ritmo más seguro, vienen a revelar al mundo sorprendido la fuerza colectiva obrera, cada día más consciente y más dueña de sí misma. Estas huelgas aparecen como el fenómeno social por excelencia; por su instantaneidad, su audacia, por la disciplina maravillosa que imponen al ejército de trabajadores, adquieren una marcha cada vez más guerrera, son, en el terreno social, una verdadera trasposición de la guerra y a ellas podrían aplicarse las palabras que Proudhon aplica a la guerra. Ellas son las que dan hoy, en los cantos de la naturaleza y de la humanidad, la nota más potente; cobran sobre el alma como el estampido del trueno y la voz del huracán. Mezcla de genio y de audacia, de poesía y de pasión, de suprema justicia y de trágico heroismo ... su majestad nos deslumbra.

¿A qué heroico alumbramiento estamos asistiendo? Frente a esas sacudidas volcánicas que, periódicamente, el mundo del trabajo imprime a la sociedad moderna, vemos a todos los partidos desorientados, vemos todas las ideologías descompuestas, todas las prudencias asustadas. ¿Qué ocurre? Ocurre esto a la vez simple y formidable: que el trabajo pasa a ocupar el primer plano, expulsando todos los parasitismos, desde los más evidentes y groseros hasta los más sutiles y refinados; que el taller surge a plena luz, haciendo desaparecer todo lo que no es función del trabajo productivo; que toda la vida social se reconstruye sobre el plano de la producción, transformándose, como antes de la guerra en la ciudad antigua, en el cimiento de la ciudad moderna; en una palabra, ocurre que está creándose una civilización nueva, en que la vida, habiendo reabsorbido el trabajo todas las potencias intelectuales transcendentes al mundo de la producción y puesto un término, por consiguiente, al divorcio estéril de la teoría y de la práctica, -en que la vida, digo, recobrará la salud, la unidad, el equilibrio. Lo que ni la gimnasia, ni la política, ni la música, ni la filosofía, reuniendo sus esfuerzos, habrá sabido hacer -escribe Proudhon- lo realizará el trabajo. Así como en las edades antiguas, la iniciación a la belleza llegó por los dioses, del mismo modo, en una posteridad lejana, la belleza se revelará de nuevo por el trabajador, el verdadero asceta, y pedirá a las innumerables formas de la industria su expresión cambiante, siempre nueva y siempre verdadera. Entonces, por fin, será manifestado el Logos, y los laboriosos hombres, más bellos y más libres que lo fueron nunca los griegos, sin nobles y sin esclavos, sin magistrados ni sacerdotes, formarán todos juntos, sobre la tierra cultivada, una sola familia de héroes, de sabios y de artistas (Filosofía del progreso). Sobre los campos de huelga, nuevos campos de batalla, los obreros conquistan sus títulos de nobleza y fundan este orden nuevo, como sobre los campos de batalla de Valmy, de Jemmapes, de Fleurus, los ciudadanos-soldados del año II de la primera República conquistaron la democracia y el derecho a la existencia. Pero obsérvese bien, y llamo otra vez la atención sobre estas líneas tan significativas de Proudhon: Lo que ni la gimnasia, ni la política, ni la música, ni la filosofía habrán sabido hacer, lo realizará el Trabajo. Unas líneas más arriba, Proudhon, dirigiéndose a Platón, había dicho: Divino Platón, esos dioses con que sueñas, no existen, Nada hay en el mundo más grande ni más bello que el hombre. Pero el hombre, cuando sale de las manos de la naturaleza, es miserable y feo; sólo se hace sublime y bello por la gimnasia, la política, la música, la filosofía, y sobre todo, lo que tu no pareces comprender, por la ascética. Y Proudhon explica en una nota qué entiende por ascética, el ejercicio industrial o el trabajo, tenido por servil e innoble entre los antiguos.

Aquí tenemos, puesta maravillosamente de relieve, la oposición entre la educación comprendida a la manera clásica y como la ha entendido siempre la democracia antigua o moderna, y la educación comprendida a la manera socialista. Repitámoslo: el socialismo es una filosofía de productores; reduce la sociedad al plano del taller, y no reconoce derecho a la existencia más que a lo que es función directa o indirecta del taller. Naturalmente, la educación, a sus ojos, debe tender a formar, no al ciudadano diserto, buen charlatán, que sabe un poco de todo, como requiere el funcionamiento de la democracia política, sino al productor que sabe a fondo su oficio y es capaz de participar en el trabajo colectivo de un taller altamente progresivo, como requiere la organización de una producción libre de toda tutela y parasitismo. Sabido es que Proudhon, de acuerdo aquí también con Marx y en oposición al anarquismo, ha concebido siempre la instrucción como soldada al taller, al trabajo productivo, según puede verse en su Idea general de la Revolución y en su Capacidad política de las clases obreras. En oposición, digo al anarquismo en efecto, el ideal anarquista de la educación integral, es decir, de una educación general enciclopédica y, por lo tanto, superficial, mundana, burguesa, es bastante conocido; en esto también, indudablemente, el anarquismo no es más que un simple eco del siglo XVIII, el gran siglo burgués, como lo ha llamado Sorel tan justamente. ¿No era natural, por otra parte, que el anarquismo, alimentado de abstracciones, tan extraño a las preocupaciones económicas como la misma democracia, y no considerando como real sino al individuo, al individuo abstracto, solitario, monódico, que se basta a sí mismo, no era natural que el anarquismo terminase por concebir la educación como una especie de translación mecánica y global de todo el saber humano a la cabeza de ese individuo-átomo? He aquí una nueva manifestación del simplismo metafísico de nuestros anarquistas. No rebasan el horizonte burgués más que nuestros demócratas; cosa lógica, porque si nuestros diputados, nuestros maestros deben saber todo, puesto que en todo tienen que ocupar nuestro lugar, el individuo anarquista debe estar dotado igualmente de un saber universal, ya que debe ser por sí sólo toda la sociedad. De las dos maneras, hay negación de la sociedad concebida como cooperación libre en que las actividades productoras se condicionan y multiplican unas por otras.

Como puede verse, sea sobre el problema de la guerra o sobre el de la producción, hay una oposición completa de puntos de vista entre Proudhon y el anarquismo. Y como yo considero a Proudhon como el teórico más auténtico de los tiempos pasados -al lado de Marx- que pueda invocar el sindicalismo, creo que tengo algún derecho a concluir que entre el anarquismo y el sindicalismo existen diferencias profundas. Esto es tan evidente, por otra parte, que los sindicalistas tienen enfrente no sólo la oposición abierta del Socialismo, donde los restos del viejo guesdismo tratan aún de balbucear algunas palabras, sino también la oposición de Tiempos Nuevos, donde los restos del viejo anarquismo intentan resistir a la absorción creciente del sindicalismo revolucionario. Mas poco importa: las pretensiones teóricas de los individuos tienen un mínimo valor histórico; raramente se dan los hombres cuenta exacta de lo que pasa ante sus ojos. El sindicalismo revolucionario ha nacido, se desarrolla, es un movimiento social cuya profundidad escapa a la cortedad de vista de los teóricos aferrados en vano a sus viejas concepciones. Esto basta; el sindicalismo puede decir, adoptando la divisa recogida por Marx:

¡Segui il tuo corso e lascia dir le genti!