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Estas nociones son experimentales como todas las demás, proceden también de los sentidos. Si Dios no existiera no dejaríamos por eso de tenerlas: precedieron durante mucho tiempo en nosotros a las de su existencia. Son tan positivas, distintas, claras y reales como las de longitud, anchura, profundidad, cantidad y número; como éstas tienen su origen en nuestras necesidades y el ejercicio de nuestras facultades, y si existe en la superficie de la Tierra algún pueblo en cuya lengua no tuvieran nombre esas ideas, no dejarían por ello de existir en los espíritus de manera más o menos generalizada, más o menos desarrollada, basada en un número mayor o menor de experiencias, aplicada a un número mayor o menor de seres. Porque he aquí toda la diferencia que puede darse entre un pueblo y otro, entre un hombre y otro, y en un mismo pueblo. Y sean cuales fueren las expresiones sublimes de las que nos servimos para designar las nociones abstractas de orden, proporción, relaciones y armonía, llamémoslas, si se quiere, eternas, originales, soberanas, reglas esenciales de lo bello, pasaron por nuestros sentidos para llegar a nuestro entendimiento, incluso las nociones más viles, y no son sino abstracciones de nuestro espíritu.

Pero apenas el ejercicio de nuestras facultades intelectuales y la necesidad de proveer nuestras necesidades mediante inventos, máquinas, etc., esbozaron en nuestro entendimiento las nociones de orden, relaciones, proporción, unión, cohesión y simetría, nos encontramos rodeados de seres en los que las mismas nociones estaban, por así decirlo, repetidas hasta lo infinito. No pudimos dar un paso en el universo sin que alguna producción las evocase, penetraron en nuestra alma en todo momento y desde cualquier parte. Todo lo que se producía en nosotros, todo lo que existía fuera de nosotros, todo aquello que subsistía al paso de los siglos, todo aquello que la industria, la reflexión, los descubrimientos de nuestros contemporáneos ofrecía ante nuestros ojos, continuaba inculcándonos las nociones de orden, relaciones, cohesión, simetría, conveniencia, inconveniencia, etc., y no existe una noción, si no es quizá la de existencia, que haya podido resultar tan familiar a los hombres como la que estamos tratando.

Si a la noción de lo bello, sea absoluto, relativo general o particular, sólo le convienen las nociones de orden, relaciones, proporción, cohesión, simetría, conveniencia e inconveniencia, y estas nociones tienen la misma procedencia que las de existencia, número, longitud, anchura, profundidad, y otras muchas de las que no se trata aquí, se puede, según me parece, emplear las primeras en una definición de lo bello, sin ser por ello acusado de sustituir un término por otro y caer en un círculo vicioso.

Bello es un término que aplicamos a infinidad de seres, pero sea cual sea la diferencia que haya entre estos seres es preciso bien que no hagamos una falsa aplicación del término bello, bien que exista en todos estos seres una cualidad cuyo signo sea el término bello.

Esta cualidad distintiva no puede ser la suma de aquellos que constituyen su diferencia específica, porque o solamente habría un único ser bello o todo lo más una única especie bella de seres.

Pero entre las cualidades comunes a todos los géneros que llamamos bellos, ¿cuál escogeríamos para la cosa cuyo signo distintivo es el término bello? ¿Cuál? Me parece evidente que tendría que ser aquella cuya presencia las hiciese a todas bellas, cuya frecuencia o rareza, si es que es susceptible de frecuencia o rareza, las hiciese más o menos bellas, cuya ausencia provocara que dejasen de ser bellas, que no pudiese cambiar de naturaleza sin cambiar, a su vez, lo bello de especie y cuya cualidad contraria convirtiese a las más bellas en desagradables y feas; en una palabra, aquella por la cual la belleza se origina, aumenta, varía hasta el infinito, declina y desaparece. Ahora bien, sólo la noción de relaciones es capaz de semejantes efectos.

Yo llamo, pues, bello fuera de mí, a todo aquello que contiene en sí mismo el poder de evocar en mi entendimiento la idea de relaciones, y bello en relación a mí, a todo aquello que provoca esta idea.

Cuando digo todo, exceptúo sin embargo las cualidades relativas al gusto y al olfato. Aunque estas cualidades puedan producir en nosotros la idea de relaciones, no se llama de ninguna manera bellos a los objetos en que éstos se basan, cuando se les considera exclusivamente en función de esas cualidades. Se dice un manjar exquisito, un olor delicioso, pero no un bello manjar, un bello olor. Por consiguiente, cuando se dice he aquí un bello rodaballo, he aquí una bella rosa, se considera otras cualidades en la rosa y en el rodaballo que aquellas que son relativas a los sentidos del gusto y del olfato.

Cuando afirmo todo aquello que contiene en sí el poder de evocar en mi entendimiento la idea de relaciones, o todo aquello que provoca esta idea, hay que distinguir con claridad las formas que están en los objetos y la noción que yo me formo de ellas. Piense o no piense en la fachada del Louvre, todas las partes que lo componen no dejan de tener por eso tal o cual forma, y tal o cual relación entre sí: haya o no hombres, no va a ser menos bella, pero exclusivamente en función de posibles seres constituidos de cuerpo y espíritu como nosotros, porque, para otros, no podría ser ni bella ni fea, e incluso ser fea. De lo que se deduce que, aunque no exista lo bello absoluto, hay dos clases de belleza en relación a nosotros: un bello real y un bello percibido.

Cuando digo todo aquello que evoca en nosotros la idea de relaciones, no entiendo por ello que, para llamar bello a un ser, sea necesario apreciar cuál es la clase de relaciones que le conviene. No pretendo que quien contempla un fragmento arquitectónico tenga que afirmar lo que el propio arquitecto puede ignorar, que esta parte es a esa otra como tal número lo es a tal otro, o que aquel que escucha un concierto sepa más que el propio músico, que tal sonido es a tal otro en la relación de dos a cuatro, o de cuatro a cinco. Basta, por el contrario, que perciba y sienta que los elementos de esta arquitectura y que los sonidos de esta pieza musical tienen relaciones, bien entre sí, bien con otros objetos. La indeterminación de esas relaciones, la facilidad de captarlas y el placer que acompaña a su percepción, son los que crean la ilusión de que lo bello era más un asunto sentimental que racional. Me atrevo a asegurar que todas las veces que un principio nos resulte conocido desde la más tierna infancia y que hagamos de él por hábito una aplicación fácil y súbita en los objetos situados fuera de nosotros, creeremos juzgar por sentimiento, pero estaremos obligados a reconocer nuestro error en todas las ocasiones en las que la complejidad de las relaciones y la novedad del objeto suspendan la aplicación del principio: entonces el placer esperará, para hacerse notar, a que el entendimiento haya pronunciado cuál objeto es bello. Por lo demás el juicio, en caso parecido, se refiere casi siempre a lo bello relativo y no a lo bello real.


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