Índice de ¡Qué es el arte? de León TolstoiCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

Conclusiones

He hecho cuanto he podido para reunir, en las páginas que acaban de leerse, mis pensamientos acerca de un asunto que desde hace quince años me preocupa. No quiero decir que hace quince años empecé a escribir este estudio, pero los hace que empecé a escribir un estudio sobre el arte, pensando que, una vez acometida la tarea, no me detendría hasta el fin. Sin embargo, mis ideas acerca del asunto eran entonces tan obscuras, que no pude expresarlas de un modo satisfactorio. Jamás desde entonces dejé de reflexionar acerca de tal asunto, y seis o siete veces me senti incapaz de acabar mi trabajo. Hoy lo acabo, y por muy malo que sea, creo que por lo menos no equivoqué el pensamiento que forma su base, y que consiste en considerar el arte contemporáneo como desviado. ¡Ojalá de fruto mi trabajo! Pero para que el arte vuelva a entrar ea la recta via, necesita que la ciencia, que siempre esta estrechamente unida con el arte, salga del camino que sigue.

El arte y la ciencia tienen relación tan estrecha como los pulmones y el corazón; se estropea uno de ellos y el otro no puede funcionar. La ciencia verdadera enseña a los hombres los conocimientos que deben tener más importancia para ellos y dirigir su vida. El arte transporta estos conocimientos desde el dominio de la razón al del sentimiento. Si el camino que sigue la ciencia es malo, malo será el camino que sigue el arte. Arte y ciencia son como esos buques que van acoplados por los ríos, remolcado uno, remolcador el otro. Si el primero sigue una falsa dirección, el segundo ha de seguirla forzosamente.

Y asi como el arte significa el modo de transmisión de todos los sentimientos posibles, y sólo es arte serio aquel que transmite a los hombres sentimientos que les importa conocer; así la ciencia, de un modo general, es la expresión. de todos los conocimientos posibIes, pero sólo es para nosotros verdadera ciencia la que nos da conocimientos útiles.

Lo que determina el grado de importancia y utilidad, tanto para los sentimientos como para los conocimientos, es la conciencia religiosa de una sociedad y una época determinada; es decir, la concepción común que del sentido de la vida se forman los hombres. Lo que más contribuye a formar este ideal de la vida, es lo que con mayor fe debe enseñarse. Y lo que no tiene importancia alguna para nosotros, no debe enseñarse o por lo menos no debe ser considerado como importante. Así ocurrió en otro tiempo con la ciencia; así debía ser, porque así lo requiere la naturaleza misma del pensamiento y de la vida del hombre. Sin embargo, la ciencia de las clases superiores no sólo no reconoce ninguna religión como base, sino que reputa de supersticiones todas las religiones.

Consecuencia de ello es que todos los hombres contemporáneos dicen que lo comprenden todo; pero como todo es demasiado, resulta esto una afirmación puramente teórica. En realidad los hombres no lo aprenden todo, y por lo tanto, no es indiferente lo que aprenden o lo que no aprenden. Los hombres sólo aprenden lo que es útil o agradable a los hombres que cultivan la ciencia. Y como estos hombres pertenecen a las clases sociales superiores de la sociedad, lo más útil para ellos es mantener el orden social que les permite gozar de sus privilegios, y lo más agradable es satisfacer las curiosidades vanas que no exigen de ellos una gran tensión de inteligencia.

De aquí proviene que una de las partes de la ciencia es la historia y la economía política, porque tratan de demostrar que el orden actual de la vida social es el que siempre ha existido y el que siempre debe existir, de modo que toda tentativa para modificarlo nos parece ilegítima y vana. La física y la química y la botánica, que forman la sección de las ciencias experimentales, se ocupan de lo que no tiene relación directa con la vida, de lo que puede estudiarse por mera curiosidad, o contribuir a hacer más cómoda la existencia de las clases superiores. Para justificar la preferencia que se otorga a esas dos ramas de la ciencia, han inventado nuestros sabios una denominación que corresponde a la del arte por el arte, es decir, la ciencia por la ciencia.

La teoría del arte por el arte asegura que éste consiste en tratar todos los asuntos que gustan. La teoría de la ciencia por la ciencia sostiene que ésta consiste en enseñar todo aquello que tiene algún interés.

Así ocurre que de las dos partes de la ciencia que se enseña a los hombres, una, en vez de enseñar cuál debiera ser la vida de los hombres para realizar su destino, legitima la inmutabilidad de una existencia falsa y mentida, mientras que la otra, la fe en las ciencias experimentales, cuida de las cuestiones de puro pasatiempo o de fútiles invenciones prácticas.

La primera es mala, no sólo porque perturba las ideas de los hombres y les sugiere obras falsas, sino porque ocupa el sitio que debiera ocupar la ciencia verdadera. La segunda es mala porque fija la atención de los hombres en asuntos inútiles y porque la mayoría de las invenciones técnicas de la ciencia experimental sirven, no para la dicha, sino para la desdicha de los hombres.

Únicamente los que han sacrificado su vida a esos estudios inútiles pueden continuar creyendo que esos descubrimientos e invenciones son verdaderos, importantes y aprovechables. Si la gente lo cree, es por falta de fijarse en lo que es verdaderamente importante. Les bastaría levantar la cabeza del microscopio que les sirve para sus estudios y tender la mirada en derredor de ellos, para ver cuán vanos son todos esos conocimientos de que se envanecen, en comparación de otros a que hemos renunciado al ponernos en manos de los profesores de jurisprudencia, de hacienda, de economía política, etc. Bastaríales echar una mirada en torno suyo, para ver que el objeto importante y propio de la ciencia humana es saber en qué sentido debe dirigirse la vida del hombre, conocer las verdades religiosas, morales, sociales, sin las cuales todo conocimiento de la naturaleza resulta inútil o funesto.

Nos sentimos dichosos y orgullosos de que nuestra ciencia nos dé la posibilidad de utilizar en provecho de la industria la fuerza de vapor, o que nos permita abrir túneles en las montañas, ¿pero, cómo no pensamos que esta fuerza del vapor se emplea en favor de grandes capitalistas, y no para el bienestar de los hombres en general? ¿Cómo no pensamos en que esa dinamita que abre túneles, sirve para la destrucción de vidas humanas, y es un terrible instrumento de guerra que nos obstinamos en considerar como indispensable y para la cual nos preparamos?

Si es verdad que la ciencia ha llegado hoy a impedir la difteria, a suprimir las jorobas, a curar la sífilis y a realizar operaciones admirables, tampoco podemos enorgullecernos de ello, por poco que pensemos en el verdadero destino de la ciencia. Si la décima parte de las ciencias que se gastan hoy en el estudio de asuntos de mera curiosidad, se empleara en hacer adelantar la verdadera ciencia, veríamos desaparecer la mitad, por lo menos, de las enfermedades que llenan de enfermos los hospitales, y no veríamos que la mortalidad de los niños, condenados al régimen de las fábricas, fuera, como hoy, mayor del cincuenta por ciento de la general; no veríamos generaciones enteras destinadas a la tisis, a la prostitución, a la sífilis; no veríamos esas guerras que causan el asesinato de millares de hombres, ni las monstruosidades de tontería y padecimientos que la ciencia contemporánea se atreve a decir que son condiciones indispensables de la vida de los hombres.

Pero nuestra concepción de la ciencia está pervertida hasta tal punto, que nuestros contemporáneos extrañan que se mencionen ciencias capaces de destruir los gérmenes morbosos que hemos citado. Hemos llegado a imaginar que no hay otra ciencia que aquella que consiste en imaginar a un hombre en un laboratorio viertiendo un líquido de un vaso a otro, midiendo a través de un prisma, atormentando ranas y conejillos de Indias, o pronunciando, en una cátedra, una sarta de frases sonoras y estúpidas que ni él mismo comprende, acerca de las vulgaridades de la filosofía, de la historia y del derecho, sin otro objeto que demostrar que lo que existe ahora debe existir siempre.

Sin embargo, la ciencia, la verdadera ciencia, consistiría en reconocer lo que debemos creer y lo que no, en cómo debemos conducirnos en la vida, en la manera que conviene que eduquemos a nuestros hijos, y cómo podemos aprovechar los bienes de la Tierra sin aplastar, para conseguirlo, otras vidas humanas, así como cuál debe ser nuestra conducta para con los animales, además de otros asuntos sumamente importantes para la vida de los hombres.

Tal ha sido siempre la verdadera ciencia. Sólo ella responde a la conciencia religiosa de nuestro tiempo; pero por una parte la niegan y combaten los sabios que trabajan para el mantenimiento del actual estado de cosas, y por otra parte, la reportan vana, estéril y anticientífica los desdichados, cuya inteligencia atrofió el estudio de las ciencias experimentales.

Estando la ciencia extendida como lo está hoy dia, ¿qué sentimientos puede provocar que a su vez pueda transmitirnos el arte? La primera sección de esta ciencia provoca sentimientos atrasados, fuera de uso y perniciosos para nuestro tiempo. La otra sección, consagrada al estudio de asuntos que no tienen ninguna relación con la vida de los hombres, no se halla en estado de dar materia alguna al arte, y así sucede que el arte contemporáneo, para ser verdadero, tiene que abrirse camino por su cuenta, a pesar de la ciencia. A esto se ha reducido el arte cuando ha querido cuidar de realizar su destino.

Se debe esperar que un trabajo igual que el que he emprendido yo para el arte, se haga por lo que toca a la ciencia. Un trabajo que pruebe a los hombres la falsedad de la teoría de la ciencia por la ciencia, que les demuestre la necesidad de reconocer la doctrina cristiana en su verdadero sentido, y que afianzándose en tal doctrina, les enseñe a valorar de un modo nuevo la importancia de esos conocimientos experimentales, así como cuán esenciales y de alta importancia son los conocimientos morales, sociales y religiosos Ojalá comprendan que estos conocimientos primordiales no deben ser abandonados, como sucede actualmente, a la tutela y discreción de las clases ricas, sino que, por lo contrario, deben ser entregados en manos de todos los hombres libres y amantes de la verdad, que buscan el destino real de la vida. Ojalá las ciencias matemáticas, físicas, químicas y biológicas, como también la ciencia aplicada y la medicina, no sean enseñadas sino en la medida en que puedan contribuir a liberar a los hombres de los errores religiosos, jurídicos y sociales, y en la medida en que puedan servir para el bien de todos los hombres y no de una sola clase privilegiada.

Entonces la ciencia cesará de ser lo que es actualmente, es decir, un sistema de sofismas destinados a sostener a una organización social envejecida, la mayor parte de ellos de poca utilidad o absolutamente inútiles. Solamente entonces llegará a ser lo que debe ser: un todo orgánico con un destino definido y comprensible para todos los hombres, introduciendo en la conciencia humana las verdades que provienen de la concepción religiosa de una época.

Solamente entonces el arte, dependiendo siempre de la ciencia, llegará a ser lo que puede y debe ser: un órgano semejante al de la ciencia, iguaImente importante para la vida y el progreso de los hombres.

El arte no es una alegría, ni un placer, ni una diversión; el arte es una gran cosa. Se trata de un órgano vital de la humanidad que transporta al dominio del sentimiento las concepciones de la razón. En nuestro tiempo, la concepción religiosa de los hombres tiene por centro la fraternidad universal y la dicha en la unión. La ciencia verdadera debe enseñarnos las diversas aplicaciones de esta concepción al dominio de nuestros sentimientos. El arte tiene ante sí una tarea inmensa: con la ayuda de la ciencia y bajo la guía de la religión, debe hacer que esa unión pacifique a los hombres, cosa que no se obtiene hoy por los tribunales, la policía, etc., y sin embargo puede ser realizada por el libre y plácido sentimiento de todos. El arte debe destruir en el mundo el reinado de la violencia y de las vejaciones.

Es ésta una tarea que sólo él puede cumplir.

El sólo puede hacer que los sentimientos de amor y fraternidad asequibles hoy a los mejores hombres de nuestra sociedad, se conviertan en sentimientos constantes, universales, instintivos en todos los hombres. Provocando en nosotros, con la ayuda de sentimientos imaginarios, los sentimientos de la fraternidad y del amor, acostumbrándonos a experimentar esos sentimientos en la realidad. Puede disponer en el alma humana canales sobre los cuales discurra en adelante la vida, conducida por la ciencia y la religión. Y uniendo a los hombres más diferentes en sentimientos comunes, suprimiendo entre ellos las distinciones, el arte universal puede preparar a los hombres para la unión definitiva, puede hacer ver, no por el razonamiento, sino por la misma vida, la alegría de la unión universal, libre de las barreras impuestas por la vida.

El destino del arte en nuestro tiempo es transportar, del dominio de la razón al del sentimiento, esta verdad: que la dicha de los hombres consiste en su unión. El arte es el único que podrá fundar, sobre las ruinas de nuestro régimen presente de miseria y vejaciones, ese reinado de Dios que se nos aparece a todos como el objeto más alto de la vida humana.

Y es muy posible que en lo porvenir, la ciencia suministre al arte otro ideal, y que éste tenga entonces por objeto realizarlo; pero en nuestro tiempo el destino del arte es claro y preciso. La labor del arte cristiano consiste hoy en realizar la unión fraternal de los hombres.


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