Índice de El anarquismo individualista, lo que es, vale y puede, por E. ArmadCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO V

El anarquista individualista y los reformadores de la sociedad

Últimas argucias de los reformadores religiosos

Puesto que todos los sistemas de renovación social relegan al último término al individuo, es muy natural la indiferencia u hostilidad del anarquista hacia los mismos, puesta que considera los seres y los hechos de modo muy distinto.

En vano los reformadores religiosos afirmarán que los designios supremos de la sabiduría divina son la realización cordial entre los humanos, suprimiendo las desigualdades de fortuna y educación y que las etapas dolorosas de la humanidad son indispensables a su perfección para llegar con fe inquebrantable al reino de Dios, sinónimo de armonía equitativa y fraternal; el anarquista preguntará por qué medios tangibles este Dios todo amor les comunica su pensamiento, qué nociones científicas tienen de su existencia y cómo la ejercita.

Acosados los últimos representantes del misticismo religioso, acaso contesten que Dios es un sentimiento interior del ser humano, una categoría ideal que avanaza, aunque todavía no se haya manifestado completamente. Esta explicación y otras tan nebulosas podrán satisfacer a los creyentes excesivamente piadosos, pero de ningún modo a un espíritu abierto. Para el anarquista, todo ideal es creación de la voluntad humana, una manifestación del pensamiento individual, un fenómeno de la vida interior, una aspiración personal. Luego esta afirmación es a la par negación divina y evidencia de que Dios es un sofisma.


Mi ateismo

Yo soy ateo y enemigo irreconciliable de toda concepción monoteista y politeista y lo soy sobre todo en mi calidad de anarquista individualista y no porque los supuestos representantes de Dios sean a veces detestables, pues también hay otros, aunque en minoría, que son superiores a la moralidad media general. Estoy muy persuadido de que los humanos están determinados por su temperamento para dar gran importancia a las inconsecuencias de los cristianos, de los musulmanes o de los budistas, o a las diferencias que la vida diaria de algunos anarquistas puede presentar con las teorías de que hacen gala. Es más fácil abstraerse cerebralmente del medio, que triunfar de las solicitaciones que este hace a los sentidos y cada vez me siento menos inclinado a lanzar la piedra a los que no pueden realizar una teoría que está por encima de las fuerzas humanas. El que un cura no pueda guardar su voto de castidad no me hará dudar de Dios, como tampoco me haría repudiar la anarquía un absceso de celos por parte de un anarquista. Mi conclusión es que ambos han presumido demasiado de sus fuerzas y han hecho intervenir sus teorías con actos completamente extemporáneos, propios del temperamento, que no quitan valor intelectual y social a las ideas. Puede haber deistas voluptuosos y anarquistas celosos y yo no me creo con derecho a condenarlos; lo único que he de desear, si convivo con ellos, es que se manifiesten tal como son.

Tampoco soy ateo a causa de la imposibilidad en que se encuentran los deistas para contestar a las objeciones del librepensamiento vocinglero. Las afirmaciones teológicas proporcionan a este muchos argumentos para sus bellas declamaciones oratorias. Tomando, por ejemplo, el problema del sufrimiento, se dice que si Dios no lo evita es porque no quiere o no puede y, por tanto, la existencia del dolor sobre la Tierra desmiente los atributos de bondad, omnipotencia y de sabiduría de ese vertebrado y gaseoso a la vez. Estas razones, que parece aplastantes, no me impresionarian si fuese deista y alzaría las espaldas con bastante buen sentido si se me hablase de los atributos divinos, de la creación o de la cuestión del mal. Yo me diría que estas cuestiones son el producto de la imaginación humana y que nada tienen de común con la realidad. Dios, la causa primera, inteligente, la causa permanente y consciente, creadora y activa tendría, a mi modo de ver, si existiese, una concepción de la vida en general muy diferente a la nuestra, pobres parásitos terrestres. No soy, pues, un ateo por razones escolásticas. Tampoco lo soy científicamente y, para evitar todo equívoco, he de hacer constar que no confundo la ciencia, conjunto de observaciones prácticas, de aplicaciones provechosas y útiles con la Ciencia especulativa (con mayúscula). De la ciencia, Haeckel dice que es imposible sin hipótesis y Henri Poincaré proclama esta indispensable. De acujerdo con los filósofos contemporáneos eminentes, yo creo que el hecho científico es un fenómeno social, humano, esencialmente relativo, cuya explicación varia según la mentalidad de aquellos a quienes interesa. Si yo me ocupase profundamente de la ciencia, sometería con la misma severidad a la crítica las hipótesis religiosas y las científicas. Reclamo el derecho a dudar de la existencia de Dios, del Átomo y del Ether hasta que los haya contemplado y observado por mi mismo y rehuso oponer una hipótesis a otra, aunque tuviera la simpatía propia, la de una colectividad o la de la masa.

Mi ateismo no es más que la consecuencia de mi anarquismo. Puesto que la inteligencia humana no puede ocncebir a Dios más que como un superhombre dictador, autoritario y despótico, yo no puedo aceptarlo, pues lo mismo me repugna un patrón del universo que un patrón del taller. Bakunin dijo: Si Dios existe, el hombre es esclavo, y si el hombre es libre, Dios no existe. No voy a discutir aquí lo que debe entenderse por libertad del hombre, pero si afirmaré que, aspirando a ser libre, Dios no puede existir para mí. Repito con Proudhon que Dios es el enemigo del hombre y, por tanto, no hay conciliación posible entre mi antiautoritarismo, mi odio a la dominación, mi rebeldía contra la explotación y contra cualquier concepción divina.

No solamente niego a Dios siono que además no le necesito. Para tener conciencia de mi vida, para desarrollarme física e intelectualmente, para constatar, meditar, moverme, amar y ejecutar cuanto me atañe, no me es necesario un creador providente y legislador. Puedo conocer una vida interior, profunda, que resista a las desilusiones procedentes del exterior o de mis propios errores, y para perseverar y seguir la ruta individual, cosechando experiencias, apreciando goces, buscando la expansión completa de mi intelecto y de mis sentidos no me es necesaria la creencia en el Todopoderoso, producto efectivo del temor y de la ignorancia ancestrales. No detesto perversamente al creyente, y digo con benjamín Tucker: Aún viendo en la jerarquía divina una constradicción de la anarquía y siendo incrédulos, los anarquistas no dejan de ser partidarios decididos de la libertad de creer, y lo mismo que proclaman el derecho para el individuo de ser o elegir su propio médico, reivindican el de ser o elegir su propio sacerdote. Ni monopolio ni restricción en teología o en medicina. Añado que me presto a cooperar a una determinada labor con espiritualistas individuales, es decir, no pertenecientes a ninguna organización eclesiástica y adversarios profundos de las explotaciones y de las autoridades.


El contrato social

En vano los legatarios afirmarán que el objeto de la ley no es el de oprimir al individuo, sino el de asegurarle, según el contrato social, las posibilidades de vivir en sociedad, para lo cual codifica, cataloga y establece los deberes y los derechos que aseguran el buen funcionamiento autoritario. El anarquista, apoyándose en las pruebas históricas, demostrará que el dicho contrato ha sido impuesto siempre por una minoría de fuertes o de astutos, sacerdotes o magos, soldados afortunados o conquistadores, familias célebres o capitalistas poderosos. Jamás contrato alguno fue propuesto, consentido y aplicado libremente. Lo único que conocemos de la sociedad es su mecanismo de imposiciones y castigos, sus ejecutantes ysostenedores, sus policias y justicieros, sus tribunales y sus presidios y su enseñanza dogmática, deprimente, intolerante, tanto si se titula laica como si es francamente clerical.

El Estado es la forma laica de la iglesia, como ésta es la forma religiosa de aquél y estos dos enemigos siempre se reconcilian sobre el terreno de la dominación. Antes se condenaba a la hoguera a los que osaban negar la divinidad de Jesús, el misterio de la Trinidad u otro cualquier dogma; y hoy el que ataca violentamente, tan sólo de palabra o por escrito, los intangibles principios de propiedad, patria y los demás, en que se basan las instituciones civiles del siglo XX, también se verá fácilmente enredado en las mallas del código y amenazado de punición. El contrato social no es mas que la amalgama de morales trasnochadas y prejuicios ridículos, cuyo respeto se inculca en la escuela, a pesar de que es vacío de sentido en frente de los conocimientos actuales.


Productores inútiles y necesidades supérfluas

Examinando críticamente la cuestión de producción y consumo, el anarquista pretende que es ostensiblemente extremado en nuestra sociedad agrupar a los hombres por profesiones u oficios, que en régimen de exceso productor y explotación capitalista esta clasificación es arbitraria, peligrosa y hasta malsana. Por ejemplo, el productor de trigo o cereales, uno de los más útiles, hace vivir a su costa y a costa de los consumidores, a los intermediarios y corredores de toda especie.

Exaltar al productor en el estado actual es la consecuencia de un puro sofisma. Muchas veces produce objetos y valores inútiles o perjudiciales individual y socialmente. Los metalúrgicos de los arsenales, de las manufacturas de armas, de las fundiciones de cañones; los carceleros, los aduaneros, los cobradores de contribuciones e impuestos, los caga-tintas de la administración oficial; los obreros que fabrican bebidas alcoholicas y toda clase de venenos; los ferroviarios dedicados al transporte de tantos objetos de lujo superfluo, al de las provisiones adulteradas o al de los soldados que va a la matanza, ¿producen acaso todos estos funciones útiles? En vano los constructores de prisiones, cuarteles e iglesias se agrupan en sindicatos revolucionarios, en vano igualmente los que producen ametralladoras, fusiles y uniformes se adhieren a las Bolsas de Trabajo, pues no por este hecho dejará de ser funesta su producción.

Es innegable que una gran parte de los productores viven como parásitos de un gran número de consumidores que mantienen las necesidades artificiales en que la humanidad se desequilibra.


La solidaridad y la actitud anarquista

Místicos, legalitarios, socialistas, discurren sobre la solidaridad que unirá a los hombres; los primeros, porque afirman que Dios es el padre del género humano; los segundos, porque atribuyen a la ley la buena convivencia social y los últimos porque creen que la producción y el consumo tienen mutuos deberes y derechos ineludibles.

El anarquista individualista no se curva ante estas tres abstracciones. Fría y lealmnete somete a la crítica este formidable argumento: Solidaridad obligada no merece tal nombre. Y añade que, habiendo venido a la sociedad humana por el conjunto de circunstancias de un fenómeno natural, se encontró desde un principio en frente de condiciones morales, intelectuales y económicas impuestas sin discusión. Desde la más tierna infancia las instituciones y los hombres se coaligaron para determinarles a la resignación y a la solidaridad del medio ambiente. En la familia, la escuela, el cuartel y la fábrica se le predicó la misma virtud hacia sus semejantes. Solidario de los padres, aún en el momento de impedirle por fuerza el correr hacia la joven que despertaba sus sentidos, solidario del maestro que le retenía en verano largas horas en clase, mientras fuera las flores se abrían y los pájaros trinaban, solidario del superior militar que le imponía humillaciones y ejercicios estúpidos, solidario del patrón, a quien una hora de trabajo de los obreros venía a aumentar más y más la fortuna y el bienestar ... Hay suficiente para comprender que tal solidaridad es sinónimo de esclavitud.

Por mi parte, una más detenida reflexión me enseñó que yo era tan esclavo de los de arriba como de los de abajo. El indigente que aclama la retreta militar, el guardían que retiene en la cárcel al desgraciado, el obrero soplón de sus camaradas, para conseguir una plaza de capataz; el policía, astuto para quitar la poca libertad a los infelices delincuentes; el aldeano que me mira con desprecio, porque prefiero pasearme por el campo mejor que respirar el aire viciado de fábricas y talleres; el sindicalista que con placer me vería despedido del trabajo porque me niego a ser su coasociado, todos estos seres afirman que yo les debo solidaridad y que por ellos y con ellos debo pensar, accionar, producir, es decir, consagrar lo mejor de mis facultades.

He reaccionado y, a este determinismo terrorífico, he opuesto el mío propio, no aceptando otra solidaridad que la que yo pueda debatir en previsión de las consecuencias resultantes. En vano los exaltados me objetarán que el agricultor devoto, el sastre radical, el empleado de correos socialista, el panadero conservador, el marino patriota son necesarios a mi vida, puesto que contribuyen directa o indirectamente a proporcionarme lo necesario a mi subsistencia. Yo replicaré que en las condiciones en que actualmente la sociedad evoluciona, estos diferentes miembros de ella no son sólo productores, sino también electores, a veces jurados, con frecuencia genitores de jerarquías oficiales y explotadores siempre que pueden; son partidarios de la autoridad y la emplean moral y materialmente en mantener por fuerza el régimen de solidaridad que sufrimos.

La solidaridad universal se revela realmente como un fantasma y la historia nos enseña que ha servido sobre todo para edificar dogmas y suscitar dominaciones. Para asociar temperamentos e intereses encontrados ha sido precisa la religión y la ley y, para que no fuesen letra muerta las relaciones que ellas determinaban entre los hombres, se erigieron los ejecutores, sacerdotes y magistrados.

En resumen, el anarquista aceptará voluntariamente la solidaridad que le convenga y se aislará siempre que se aperciba que practicándola se afirma más y más la dominación y la explotación en sus múltiples formas. El individualista va más lejos, pues ni siquiera se hace solidario de sus más caros amigos, cuando realizan actor cuya apreciación no está en el dominio de su juicio o de su temperamento. No sintiendo ninguna afinidad moral e intelectual por la sociedad, procurará rehuir como mejor entienda y pueda las obligaciones que ésta le impone. Su única preocupación consistirá en obtener siempre mayor libertad integral sin estorbar la libertad de pensar y obrar de los demás. Bajo este criterio determinará su vida, todos los actos de su existencia.

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