Parte cuarenta y cuatro de El anticristo de Federico Nietzsche. Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes para la Biblioteca Virtual Antorcha
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XLIV

Los Evangelios son inestimables como testimonios de la corrupción, ya intolerable, que existía en el seno de las primeras comunidades cristianas. Aquello que más tarde condujo Pablo a feliz término con el cinismo lógico de un rabino, no fue más que un proceso de decadencia que comenzó con la muerte del Redentor. Hay que leer los Evangelios con grandísimas precauciones: detrás de cada palabra hay una dificultad. Yo admito, y de esto se me deberá gratitud, que precisamente por eso son para un psicólogo una diversión de primer orden: como lo contrario de toda corrupción ingenua, como sofisticación por excelencia, como una obra maestra de corrupción psicológica. Los Evangelios tienen sustancialidad propia. La Biblia, en general, no resiste ningún parangón. Estamos entre hebreos: primer punto de vista para no perder por completo el hilo conductor. La transferencia de si mismo a la santidad, transferencia que precisamente se convierte en genio y que no fue nunca alcanzada en otra parte por hombres ni por libros, esta acuñación de moneda falsa, no es un caso de dotes especiales de un individuo, de un temperamento de excepción. Para esto es necesaria la raza. En el cristianismo, entendido como el arte de mentir santamente, el judaísmo entero, una preparación y una técnica judaica muy seria, que duró muchos siglos, consigue la maestría. El cristiano, es la última ratio de la mentira, es una vez más el hebreo; mejor tres veces más ... La voluntad sistemática de emplear solamente conceptos, símbolos, gestos, que es demostrada por la práctica del sacerdote; la instintiva repugnancia a cualquier otra práctica, a cualquier otro género de perspectiva de valor y de utilidad, todo esto no es sólo tradición, es herencia; sólo en calidad de herencia obra como naturaleza. Toda la Humanidad, y hasta los mejores testigos de los mejores tiempos (exceptuando uno sólo, el cual acaso es sencillamente un superhombre), se dejaron engañar. Se leyó el Evangelio como el libro de la inocencia ...; nadie indicó con que maestría se recita en el Evangelio una comedia.

Ciertamente, si llegásemos a verla, aunque sólo fuera de pasada, todos estos maravillosos hipócritas y santos artificiales, toda esta comedia, terminarían; y precisamente porque no leo una palabra sin ver gestos, acabo por dejarla ... Yo no puedo soportar su modo de elevar sus ojos al cielo ... Afortunadamente, para los más los libros son mera literatura. No debemos dejarnos engañar; ellos dicen: no juzguéis, pero mandan al infierno a todo lo que constituye un obstáculo en su camino.

Haciendo juzgar a Dios, juzgan ellos mismos; glorificando a Dios se glorifican ellos mismos: exigiendo la virtud de que ellos mismos son capaces -es decir, la virtud de que tienen necesidad para conservar la dominación-, se dan grandes aires de luchar por la virtud, de combatir por el predominio de la virtud. Nosotros vivimos, nosotros morimos, nosotros nos sacrificamos por el bien (esto es, por la verdad, por la luz, por el reino de Dios); en realidad, hacen lo que no pueden menos de hacer. Mientras que, a modo de hipócritas, se muestran humildes, se ocultan en los rincones, viven como sombras en la sombra, hacen de esto un deber: su vida de humildad aparece como un deber, y como deber es una prueba más de piedad hacia Dios ... ¡Ah, que humilde, casto, misericordioso modo de impostura! ¡La virtud misma es confiscada por esa gentecilla; ellos saben cuál es la importancia de la moral!

La realidad es que aquí la más consciente presunción de elegidos desempeña el papel de modestia; desde entonces se han formado dos partidos: el partido de la verdad, o sea ellos mismos, la comunidad, los buenos y los justos, y, de otra parte, el resto del mundo ... Este fue el más funesto delirio de grandezas que hasta ahora existió en la Tierra: pequeños abortos de hipócritas y mentirosos comenzaron a reivindicar para si los conceptos de Dios, verdad, luz, espíritu, amor, sabiduría, vida, casi como sinónimos de ellos mismos, para establecer así un limite entre ellos y el mundo; pequeños superlativos de hebreos, maduros para toda clase de manicomio, hicieron girar en torno a ellos mismos todo valor, como si precisamente el cristiano fuese el sentido, la sal, la medida y también el último tribunal de todo lo demás ...

Este funesto acontecimiento sólo se hizo posible por el hecho de que ya había en el mundo un género afín de delirio de grandeza, afín por raza: el judaico; apenas se abre el abismo entre hebreos y hebreo­cristianos, a estos últimos no les quedó otra elección que emplear contra ellos mismos, contra los hebreos, los mismos procedimientos de conservación que el instinto judaico aconsejaba, mientras que hasta entonces los hebreos lo habían empleado contra todo lo que no era hebreo. El cristiano es sólo un hebreo de confesión más libre.

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