Parte catorce de El anticristo de Federico Nietzsche. Captura y diseño, Chantal Lopez y Omar Cortes para la Biblioteca Virtual Antorcha
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XIV

Hemos renovado los métodos. En todos los campos somos ahora más modestos. Ya no derivamos al hombre del espíritu de la divinidad; le hemos colocado entre los animales. Para nosotros es el animal más fuerte, porque es el más astuto: consecuencia de ello es su intelectualidad. Por otra parte, nos precavemos de una vanidad que querría hacer oír su voz también aquí; aquélla según la cual el hombre sería la gran intención recóndita de la evolución animal. No es en modo alguno el coronamiento de la creación; junto a él, toda criatura se encuentra al mismo nivel de perfección ... Y al sostener esto, sostenemos aún demasiado; el hombre es, en un sentido relativo, el animal peor logrado, el más enfermizo, el más peligrosamente desviado de sus instintos, aunque por cierto, a pesar de todo esto, es el más interesante.

Por lo que se refiere a los animales, Descartes fue el primero que con venerable audacia aventuró la idea de considerar al animal como una máquina; toda nuestra fisiología se afana por demostrar esta proposición. Pero nosotros, lógicamente, no ponemos, como Descartes, aparte al hombre; lo que hoy, en general, se comprende del hombre, llega exactamente hasta el punto en que es comprendido como una máquina. Otrora se concedía al hombre, como un don proveniente de un poder superior, el libre albedrío: hoy le hemos quitado incluso la voluntad, en el sentido de que por voluntad no se puede entender una facultad. La antigua palabra voluntad sirve sólo para indicar una resultante, una especie de reacción individual que sigue necesariamente a una cantidad de estímulos, en parte contradictorios y en parte concordantes; la voluntad no obra ya, no mueve ya ...

En otro tiempo, en la conciencia del hombre, en el espíritu, se columbraba la prueba de su alto origen, de su divinidad; para hacer perfecto al hombre se le aconsejó que ocultara en si los sentidos lo mismo que las tortugas, que suspendiera sus relaciones con los hombres, que depusiera la envoltura mortal; entonces habría quedado de él lo principal: el espíritu puro. También sobre este punto pensamos nosotros mejor; el ser consciente, el espíritu, es considerado por nosotros precisamente como síntoma de una relativa imperfección del organismo, como un intentar, un tentar, un fallar; como una fatiga en la que se gasta inútilmente mucha fuerza nerviosa; nosotros queremos que una cosa cualquiera pueda ser hecha de modo perfecto hasta cuando es hecha conscientemente. El espíritu puro es una pura impertinencia: si quitamos de la cuenta el sistema nervioso y los sentidos, la envoltura mortal, erramos el cálculo, y nada más.

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