Indice de Adivinos y oráculos griegos de Robert Flacelière Capítulo quinto. Adivinación y filosofíaBiblioteca Virtual Antorcha

Adivinos y oráculos griegos

Robert Flacelière

Conclusión


Quizás podamos responder ahora al interrogante planteado en las primeras páginas de este libro.

Es innegable que la mayoría de los griegos, como todos los pueblos antiguos, creyeron en los oráculos, aun después del siglo de Pericles, que fue la época de los sofistas y del despertar de la crítica racionalista. Si Pericles mismo y el historiador Tucídides, como luego el orador Demóstenes, parecen haber sido más bien escépticos, muchos atenienses, y no de los menores -un Nicias, un Jenofonte, etc.- continuaron dando crédito a los adivinos. Un filósofo de la talla de Platón conserva, todavía en el siglo IV, una gran reverencia por Apolo Pitio, el dios-profeta por excelencia. En la época helenística y hasta durante el Imperio Romano, frente a las negaciones de los espíritus fuertes y a la incredulidad epicúrea, la creencia en los oráculos halla ardientes defensores, particularmente en los estoicos y en Plutarco. Es cierto que una fe que necesita apelar a los recursos de una apologética para mantenerse ya no es una fe triunfante e indiscutida. Pero la astrología, al menos, será considerada durante largo tiempo como una ciencia infalible.

Mi maestro Alain escribió:

Una Pitia, una Sibila, un Profeta son soñadores que sueñan, no para ellos mismos, sino para nosotros. Así, no traducen, sino que expresan directamente por la voz, el gesto y la actitud, el universo indivisible que resuena en sus cuerpos ... y puesto que el porvenir depende del presente, basta que la Sibila hable y se agite sin control para que yo tenga la seguridad de que lo que me interesa, y que ignoro, está encerrado en ese tumulto profético. Pero, ¿cómo descifrarlo? Ni la Pitia, ni Sócrates ni nadie puede; más bien adivinan primero lo que les place, para encontrar luego la predicción después del suceso. De ahí esas consultas a los Magos y esos ardides con respecto al oráculo que no alteraban el respeto por ellos. Ir al oráculo es buscar una razón para decidir cuando no se ve ninguna. El que decide por instinto se entrega de alguna manera a la naturaleza y trata de ponerse en conformidad con ella. Pero pierde en ello la dirección de sus pensamientos. En cambio, si interroga al soñador, si lo escucha, aún puede elegir. Al menos se da razones que serán luego excusas, si se engaña; es cómodo lanzar la responsabilidad sobre un personaje divino. Estas idas y venidas, este movimiento sinuoso y ese entrelazamiento de ingenuidad y prudencia, de absurdo y de razonable delinean mejor al hombre real que esas predicciones de los cuentos, en lenguaje claro, inflexibles, abstractas y sin espíritu. Hay más madurez y verdadera sabiduría en esta credulidad helénica, seguida inmediatamente y siempre por la duda como su sombra.

Tal es, en efecto, la situación ambigua del hombre griego, dividido entre su razón, que es su guía predilecto, pero a la que sabe insuficiente, y su creencia profunda, instintiva, en las fuerzas oscuras. La palabra misterio es de origen helénico. Los misterios de Eleusis, como los de Dionisos y de Orfeo, trataron de responder a la angustia de la muerte y a la inquietud por el más allá. Los oráculos ayudaron a la humanidad a encontrar su camino en esta tierra ante el porvenir desconocido y amenazante.

La sabiduría de un Sócrates no queda disminuida porque aconsejara a sus discípulos que fueran a consultar a la Pitia. ¿No lo había proclamado ésta el más sabio de los hombres? En esto, al menos, no se equivocó.
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