César de Paepe

y

Adhémar Schwitzguébel


De los servicios públicos

Polémica en la Primera Internacional


Primera edición cibernética, febrero del 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Indice

Presentación por Chantal López y Omar Cortés.

César de Paepe, por Milkos Molnar.

De la organización de los servicios públicos en la sociedad futura, por César de Paepe.

Respuesta de Adhémar Schwitzguébel a César de Paepe.

Notas.




Presentación

César de Paepe es, quizá, un autor poco conocido, por desgracia, en los medios libertarios contemporáneos, no obstante contar en su haber con la magnífica ponencia que presentó al Congreso Internacional celebrado en Bélgica y que a la historia pasó con el super sugerente título, De la organización de los servicios públicos en la sociedad futura, ponencia de la que tan sólo conocemos el extracto que ahora publicamos, ya que el texto íntegro nos ha resultado imposible el conseguirlo.

El interés mostrado, en el siglo antepasado (siglo XIX) por De Paepe en cuanto a la necesidad de que los organismos de productores y de libertarios prestasen atención al importantísimo rubro de los servicios públicos fue, de manera inexplicable, desoído en su momento, lo que, por supuesto, traería sus consecuencias, nada gratas por cierto, para el ulterior desarrollo de las alternativas libertarias.

El purismo que en aquél tiempo sirvio dizque de base para desoir los argumentos de De Paepe, no fueron sino, y permítasenos expresarlo sin tapujos, una serie de sandeces que rayaban en el absurdo. Decíase, por ejemplo, que al tocar ese punto (el de los servicios públicos), entrábase de lleno en la justificación del Estado o, en la justificación de una administración centralizada que diese eficiencia a la prestación de estos servicios, y que como el movimiento libertario y/o anarquista deseaba terminar por completo con toda idea de centralismo, entonces, como conclusión, resultaba improcedente abordar un tema que de entrada pondría en entredicho las esperanzas libertarias.

Realmente no podía ser más absurda esa postura, puesto que, si de antemano se estaba tácitamente reconociendo que la prestación de servicios públicos, sobre todo en zonas urbanas de gran tamaño, sólo puede realizarse haciendo uso de un concepto de administración centralista, ¿a qué venía, entonces, la necedad de no querer abordar un punto que, aunque ciertamente pone en entredicho la alternativa presentada por ciertas corrientes o vertientes libertarias y/o anarquistas, resulta imposible dejar de lado? ¿Por qué no abordar su análisis sin miedo a las conclusiones que del mismo hubieran de desprenderse? ¿Acaso fue mejor seguir la táctica de la avestruz, esconder la cabeza para evitar enfrentar la realidad?

Ese miedo a afrontar la realidad, muy caro habría de pagarse con el transcurrir del tiempo y el devenir de infinidad de experiencias revolucionarias de las que, dicho sea de paso, el movimiento libertario y/o anarquista no salió muy bien librado que digamos.

En la actualidad, en pleno siglo XXI, pocos, muy pocos serían los que, de manera seria, se atreviesen a esgrimir los mismos argumentos expuestos durante el último cuarto del siglo XIX, aunque no dudamos que aún existan quienes haciendo alarde de un fundamentalismo anárquico, sean capaces de continuar ciegos a la realidad.

El texto que a continuación publicamos lo hemos extraido de la recopilación de Daniel Guerín titulada, Ni dios ni amo, publicada en español por la editorial Campo abierto editores durante el año de 1977.

Es de esperar que la lectura de este texto logre despertar el interés por parte de todos aquellos que por una u otra causa siéntense atraídos por el discurso y las alternativas libertarias, sirviendo de base para buscar recuperar el enorme terreno perdido por causas verdaderamente baladíes.

Chantal López y Omar Cortés


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César De Paepe

Por Miklos Molnar (1)

El personaje más notable entre los delegados belgas de la I Internacional fue, sin duda, César de Paepe. Nacido en 1842, muerto en 1890, de Paepe vivió la grandeza y la decadencia, y más tarde el nuevo resurgir del movimiento obrero belga. Hijo de un funcionario del Estado belga, de Paepe se preparaba para la carrera de abogado, pero la repentina muerte de su padre le obligó a abandonar sus estudios. Se hizo entonces tipógrafo en casa de Désiré Brismée, y pronto llegó a ser su camarada en el movimiento de los libres pensadores. Entró en la Sociedad de los Solidarios; luego, con sus nuevos amigos, entre ellos Voglet y Steens, fundó en 1861 la sociedad Le Peuple, asociación de la democracia militante, de donde salió cuatro años después la sección belga de la Asociación Internacional de Trabajadores. Desde entonces de Paepe, que mientras había reemprendido sus estudios y se había hecho médico, se encontró hasta el final de su vida entre las primeras filas del movimiento obrero belga. No podemos trazar aquí todas las etapas de su vida dedicada al movimiento obrero (2). Notemos tan sólo que fue delegado casi en cada congreso de la Internacional, en donde sus discursos y sus intervenciones se encontraban entre las más notables.

Definir su ideología y su posición política sería aún más difícil que describir su vida. ¿Libre pensador, federalista, proudhoniano, colectivista, comunista, anarquista, socialdemócrata? ¿Qué era en realidad? Fue lo que fue el movimiento obrero belga de su época, ese socialismo mixto, a la vez mutualista y marxista, al que se llama colectivismo, según la fórmula feliz pero forzosamente incompleta de Elías Halévy (3).

Nos parece que las dos preguntas formuladas son en realidad una y que no se podría responder a ellas partiendo únicamente de las categorías del marxismo, del mutualismo proudhoniano o del anarquismo en sentido bakuniniano. Pues el pensamiento de De Paepe y de sus camaradas estaba a la vez influido por las grandes corrientes de ideas de origen alemán y francés y por las teorías de los pensadores belgas tales como Potter y Colins (4) y por las tradiciones obreras que se remontan a la época de los gremios. De Paepe, ciertamente, tuvo períodos más o menos proudhonianos y anarquizantes y estuvo igualmente bajo el influjo de Marx. Pero al leer sus escritos y sus discursos se tiene la impresión de que al inclinarse hacia uno y hacia el otro, De Paepe no se alejó nunca mucho de ese colectivismo belga que quería conciliar la idea de la propiedad colectiva y de la libertad individual. En la búsqueda de un sistema fundado en la justicia social y la libertad política, De Paepe -así lo creemos al menos- no hizo nunca una elección definitiva en lo que concierne a los medios propios para alcanzar ese fin. Los partidarios de la centralización criticaban frecuentemente su federalismo, a la par que los anarquistas le reprochaban algunos rasgos estatistas de su sistema.

Por lo mismo, la actitud de De Paepe en lo que concierne a la alternativa de abstención o de actividad política no fue nunca categórica. Indeciso en la época de la Conferencia de Londres (septiembre de 1871) llegó a ser abstencionista durante algunos años, y acabó por adherirse al movimiento de los jóvenes socialistas belgas que dio con la creación del partido obrero belga de 1885.

Notemos aún que el carácter extremadamente conciliador de De Paepe le permite una gran ductilidad en sus tomas de posición. Espíritu libre y tolerante, trataba de profundizar las discusiones hasta un nivel filosófico que permitiese una comprensión habitualmente imposible a nivel de polémica.


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De la organización de los servicios públicos en la sociedad futura (5)

Tomamos como punto de partida el estado de cosas actual, los servicios públicos actualmente existentes; luego, eliminaremos de entre estos servicios públicos aquellos que parecen inútiles en una nueva organización social; buscamos cuáles son los servicios públicos que reclaman las nuevas necesidades y los que, desde este momento se presentan con carácter de evidencia; nos preguntamos luego a quién incumbe de una manera natural y racional la ejecución de esos diversos servicios públicos; llegando a este punto, nos vemos obligados a echar un vistazo al conjunto de la evolución económica, y a preguntarnos si las transformaciones profundas que implica esta revolución o haga implicar a ciertas industrias no hacen o no harán de estas industrias verdaderos servicios públicos: en fin, terminamos por la cuestión de saber cómo, de qué manera, los servicios públicos, en general, deberán ser realizados en el futuro.


¿Gestión por compañías obreras?

¿Por quién deben ser organizados y ejecutados los diversos servicios públicos?

Aquí nos encontramos dos grandes corrientes de ideas, dos verdaderas escuelas antagónicas. Una de estas escuelas tiende, en líneas generales, a abandonar los servicios públicos a la iniciativa privada de los individuos o de las compañías que se forman espontáneamente que así, de algún modo, les apartan de su condición de carácter de servicio público para hacer empresas particulares; es la escuela del laissez-faire. La otra tiende, en líneas generales, a poner los servicios públicos en la mano del Estado, de la provincia (departamento, cantón) o de la comuna; es la escuela intervencionista.

Ciertamente, la concesión de los ferrocarriles, de las minas, etc., a compañías obreras no tendría, al menos en su origen, el mismo carácter de explotación desenfrenada que han adquirido las compañías financieras, actualmente concesionarias de esos grandes servicios públicos. Pero no olvidemos que la moderna aristocracia capitalista, también ella, ha salido del tercer estado; no olvidemos que antes de ser lo que hoy son los altos barones de la finanza (o, si no ellos mismos, al menos su padre o sus antepasados) han sido trabajadores, pero trabajadores situados en una situación privilegiada. Gracias a los perfeccionamientos incesantes de los agentes mecánicos, gracias a las nuevas aplicaciones industriales de los descubrimientos de la ciencia, gracias a la disminución de los gastos de explotación y a la acumulación del capital que resultara de este desarrollo del maquinismo y de la aplicación de los descubrimientos científicos de todo género, esas compañías obreras, propietarias de un gran material perfeccionado, y en disposición de un monopolio natural o artificial que la sociedad les diera, no tardaron en dominar toda la situación económica, como sus mayores dominaron las compañías financieras.

Sin duda, se nos dirá que las concesiones no se hacen sino mediante ciertas condiciones, y que las compañías obreras, al aceptar la concesión, quedarían vinculadas por un contrato. Pero las compañías de capitalistas a quien el Estado ha concedido la explotación de las minas, de los ferrocarriles, etc., están igualmente vinculadas por un contrato: ¿pero eso las impide distribuir grandes dividendos a sus miembros y parasitar lo mejor de la riqueza pública? Desde el momento en que las compañías a las que concedéis un monopolio cualquiera son propietarias de su material de explotación, ¿cuál es el contrato que venga a impedirles mejorar ese material, economizar gastos, no renovar el personal a medida que los óbitos vengan a disminuirle, acumular capitales, convertirse, en una palabra, en una nueva clase privilegiada? Si esto se da, habríamos tenido simplemente el placer maligno de sustituir una aristocracia obrera por una aristocracia burguesa, como nuestros padres han sustituido una aristocracia burguesa por la vieja aristocracia nobiliaria.

Se nos dirá que no es necesario que este material pertenezca a la compañía, que puede ser entregado a la compañía por la gran colectividad social y seguir siendo propiedad inalienable de esta última, y que entonces las mejores resultantes de los progresos de la civilización ocurrirán en favor de la sociedad entera. Admitimos esto, pero entonces esas compañías no son verdaderamente compañías concesionarias, sino empresarios asociados que se encargan simplemente de la ejecución de los servicios públicos por cuenta de la sociedad, representada por la comuna, la provincia, el cantón o el Estado, etc.


¿Gestión por el Estado?

Por otra parte, entre los que se inclinan a remitir todos los servicios públicos, o al menos los más importantes, a las manos de los administradores públicos y sobre todo del Estado, un buen número de ellos no son partidarios de este sistema más que a condición de que el Estado sea republicano y democráticamente constituido, basado en la legislación directa o al menos en el sufragio universal que respete todas las libertades políticas, pero no querrán ese sistema bajo un régimen despótico o incluso simplemente monárquico. Temían, no sin razón que, por motivos puramente políticos, se reforzase aún más el poder del despotismo y, por consiguiente, quieren dejar momentaneamente y por completo a la industria privada una cantidad de servicios públicos, tales como la enseñanza, los seguros, los ferrocarriles, etc., que desde el punto de vista económico valdría más dejar en manos del Estado.

(...)

Partiendo de la noción de Estado tal y como nos ha sido transmitida por la historia de todos los países, es decir, del Estado despótico del Estado que hasta el presente no ha sido otra cosa que la organización de la dominación de una familia, de una gran casta o de una clase sobre la multitud reducida al estado de servidumbre legal y económica, un gran número de socialistas ha gritado: ¡Guerra al Estado! No quieren oír hablar de Estado de ninguna manera, sea cual fuere. Declaran muy netamente desear la destrucción absoluta del Estado, de todos los Estados; y los más lógicos de entre ellos, comprendiendo que la Comuna no es más que un pequeño Estado, un Estado cuyo territorio es menos extenso, cuyas funciones se ejercen en una escala menor que las de los Estados ordinarios, declaran no querer hablar del Estado comunal, como tampoco del Estado propiamente dicho. Han escrito sobre su bandera la palabra ¡An-arquía! No anarquía en el sentido de desorden, pues, por el contrario, creen poder llegar al orden verdadero por la organización espontánea de las fuerzas económicas, an-arquía, en el sentido en que la entendía Proudhon, es decir, como ausencia de poder, ausencia de autoridad, y, en su idea, en el sentido de abolición del Estado, pues las palabras autoridad y poder eran a sus oídos enteramente sinonímicas con la de Estado.

Pero al lado de esta noción tradicional e histórica del Estado, que, en efecto, no ha sido nunca hasta el presente más que una autoridad, que un poder, que un despotismo por decirlo aún mejor (y el peor de los despotismos, por ser siempre ejercido por una minoría ociosa contra la mayoría trabajadora) estos socialistas se han dado cuenta de un hecho verdadero y que cada vez será más verdadero, de un hecho que es de los más grandes fenómenos económicos de nuestro tiempo: han visto que, en las principales ramas de la producción moderna, las grandes industrias son sustituidas cada vez más por pequeñas industrias, y que la centralización de los capitales, la aplicación cada vez más extensa de la fuerza colectiva y de la división del trabajo, la introducción incesante de poderosas máquinas movidas por el vapor y que transmiten el movimiento a una cadena de útiles y de máquinas, útiles antiguamente aislados, que necesitaban por lo tanto la reunión de trabajadores en grandes masas dentro de grandes industrias, que todo ello no podía sino aumentar cada día el dominio de la gran industria. Han visto que en esta gran producción moderna, el obrero aislado o el artesano dejaban su sitio ante los trabajadores colectivos, ante colectividades obreras; han visto que estas colectividades obreras, teniendo frente a ellas a capitalistas asociados, cuyos intereses son diametral y abiertamente opuestos a los suyos propios, debían inevitablemente costituirse en grupos de resistencia, en uniones de oficios, y arrastrar a la vez en este movimiento a los trabajadores de la pequeña industria; que, así, la agrupación por cuerpos de oficio debía generalizarse; y han concluido que esta organización espontánea de la clase obrera debía servir de base para un agrupamiento social nuevo, no sin analogía con el agrupamiento espontáneo de las comunas burguesas de la Edad Media. Como la comunidad de interés debía inevitablemente empujar a los cuerpos de oficio a entenderse para sostenerse unos a otros, resulta de ello todo un conjunto de federaciones locales primero, regionales e internacionales luego. Y más aún. No contentos con estas observaciones teóricas, han puesto manos a la obra: como los obreros ingleses respecto a las trade unions, las han federado entre sí y han querido, con razón, constituir la asociación internacional sobre esta base federativa y económica. Entonces, han opuesto este agrupamiento de las colectividades obreras, que tiene sus raíces en las profundidades de la vida económica modema, al agrupamiento más o menos fáctico y caduco de las comunas y de los Estados puramente políticos, y proclamado la decadencia futura de estos últimos.

Hasta aquí, nada mejor. Pero nos preguntamos si las colectividades obreras, si los cuerpos de oficio agrupados en una misma localidad, si esta Comuna de proletarios, en una palabra, el día en que haya reemplazado a la Comuna oficial, la burguesa, no se encontrará como esta última ante ciertos servicios públicos cuya continuación es indispensable para la vida social. Nos preguntamos si en la Comuna nueva no habrá seguridad, un estado civil, un servicio de mantenimiento de las calles y plazas públicas, de alumbrado vial, de aguas potables en los hogares, de alcantarillado, y toda la serie de servicios públicos que hemos citado al comienzo de este trabajo. ¿No será preciso que los grupos obreros, los cuerpos de oficio de la Comuna, elijan en su seno a sus delegados para cada uno de los servicios públicos, delegados encargados de hacer funcionar esos diversos servicios, a menos que esos grupos prefieran nombrar una delegación que se ocupe de la dirección de tan diversos servicios? En uno u otro caso no existe de este modo una administración local de los servicios públicos, una administración comunal?

Pero todos los servicios públicos no pueden ser hechos por una administración puramente local, porque un gran número de ellos, precisamente los más importantes, están destinados por su misma naturaleza a funcionar en un terreno más amplio que el de la Comuna: ¿es una Comuna la que va a dirigir los ferrocarriles, mantener el servicio de las grandes vías de comunicación, poner diques a los rios, canalizar los arroyos, encargarse de la expedición de las cartas y de los servicios telegráficos a otras localidades, etc.? ¡Evidentemente, no! Es necesario, pues, que las Comunas se entiendan, se constituyan en Federación de Comunas, y elijan una delegación que se ocupe de estos servicios públicos. Que esta delegación sea nombrada globalmente por la administración de todos los grandes servicios públicos regionales, o especialmente para un servicio particular, no importa; estos delegados, debiendo tener en todos los casos entre ellos relaciones directas y seguidas, constituyen siempre una administración pública, regional o nacional, no importa el nombre. Al comienzo, ¿no es más que probable que a falta de otras bases que las tradiciones y la lengua, estas regiones o naciones correspondan generalmente a las nacionalidades actuales, o, al menos, a las principales grandes divisiones de esas nacionalidades, por ejemplo Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda para Gran Bretaña; Suiza alemana y Suiza romanda para Suiza; país walón y país flamenco para Bélgica -a menos que este último, por afinidades particulares, cuestión de lengua. por ejemplo, no vaya a pasar a Holanda?

Y esta federación regional o nacional de las comunas, ¿qué sería en el fondo sino un Estado? Sí, un Estado, porque hay que llamarle por su nombre. Solo que un Estado federal, un Estado formado de abajo arriba. Un Estado que tiene por base, por origen, una agrupación económica, la agrupación de cuerpos de oficio, que forman la Comuna y que además tiene sin duda al lado de su administración grandes servicios públicos, emanación directa de las Comuna federadas, una Cámara de trabajo, emanación directa de las uniones generales (amalgamated unions de los ingleses) formadas por la federación regional de las uniones locales del mismo oficio.


Un Estado an-arquico

El Estado es una máquina, el instrumento de los grandes servicios públicos. Como las restantes máquinas, ésta es indispensable para la gran producción moderna y para la gran circulación de productos que resultan de ella; como las restantes máquinas, también ella ha sido asesina de los trabajadores, ha funcionado siempre hasta aquí en provecho exclusivo de las clases privilegiadas. Para que esto acabe, es preciso que los trabajadores se apoderen de esta máquina. Pero, al hacerlo, veamos si la máquina Estado no exige modificaciones importantes a fin de que no pueda herir a nadie, veamos bien si no hay que suprimir ciertos resortes y añadir otros que la incuria burguesa había negligido; veamos también si no hay que asentarla enteramente sobre bases nuevas. Hechas estas reservas, podemos decir: trabajadores, para nosotros la máquina, para nosotros el Estado.

No se trata de que la palabra an-arquía nos dé miedo. Al contrario, el miedo que la an-arquía inspira a la clase burguesa (horror que creemos debido en gran medida a la fama que esa palabra tiene entre los trabajadores) nos hace sonreír mucho, y sólo con nostalgia rechazaríamos la palabra. Que nuestros amigos los anarquistas nos permitan, pues, no repudiar precisamente la palabra, aunque tal vez ella ya no tenga para nosotros absolutamente el mismo sentido que para ellos. Después de todo, el Estado, tal como nosotros le concebimos, no es precisamente una autoridad, un sistema gubernamental, algo que se imponga al pueblo por la fuerza o el engaño, una arquía, en fin, para hablar en griego. ¿Hay una idea muy autoritaria en las fórmulas servicio postal del Estado, ferrocarriles del Estado, limpieza de los matorrales por intervención del Estado? Nosotros podemos concebir muy bien un Estado no autoritario (íbamos a decir un Estado an-árquico, pero nos hemos retenido, porque para muchos de nuestros lectores se dan de patadas uno al lado del otro). En efecto, la verdadera autoridad no consiste ciertamente en el acto de ejecutar decisiones tomadas, ejecutar leyes votadas, administrar los servicios públicos conforme a las leyes votadas, sino en el acto de hacer e imponer la ley. Ahora bien, la legislación puede muy bien no ser el hecho del Estado, no entrar en sus atribuciones, sea porque las leyes queden votadas directamente por las Comunas o grupos cualesquiera, sea porque la instrucción integral dada a todos y la unidad mental que resulte de ahí, las leyes sociales, resulten un día tan evidentes para el espíritu, que ya no tengan necesidad de ser votadas del mismo modo que no lo tienen las leyes de la astronomía, de la física o de la química.

Así pues, para la Comuna los servicios públicos simplemente locales, comunales, bajo la dirección de la administración local, nombrada por los cuerpos de oficio de la localidad y funcionando a la vista de todos los habitantes. Para el Estado, los servicios públicos más extensos, regionales o nacionales, bajo la dirección de la administración regional nombrada por la Federación de Comunas y funcionando bajo la supervisión de la Cámara regional del trabajo. ¿Es esto todo? No; hay y habrá cada vez más servicios públicos que, por su naturaleza, son internacionales o interregionales -aquí los nombres importan muy poco-. Para ellos es necesaria una federación internacional, y diríamos de buena gana universal, humanitaria o planetaria, reconociendo que, ante el estado de atraso de algunos pueblos, debería pasar mucho tiempo antes de que éstos respondieran a la realidad de las cosas. No necesitamos indicar de qué modo esta constitución suprema de la humanidad necesitaría igualmente de su o de sus administraciones de los servicios públicos universales; ella tendría las mismas bases que las que hemos indicado para la constitución del Estado y tendría también sin duda su cámara internacional de oficios, formada por los mandatarios de las federaciones internacionales del trabajo, algunas de las cuales comienzan ya a formarse en este momento por la iniciativa de las trade unions inglesas.


Comunismo y an-arquía

Pero tal vez se nos diga (...): ¿no hay que tener en cuenta (...) que todas las ramas de la producción están destinadas a ser constituidas en servicios públicos? ¡Cómo no veis que así caemos en el más detestable comunismo!

Es cosa sorprendente el poder que tienen algunas palabras para excitar a los espíritus, en tanto que la idea a la cual corresponden corre por el mundo y es muy bien admitida bajo otro nombre. ¡Esto ocurre con la palabra an-arquía, que hace erizar los cabellos de la cabeza de nuestros burgueses, mientras que la idea de la reducción indefinida de las funciones gubernamentales y finalmente de la abolición misma del gobierno es la última palabra de los economistas del liberalismo apadrinados por estos bravos burgueses! Lo mismo ocurre con la idea del Estado y de la intervención del Estado en los asuntos industriales para otra categoría de personas, que abarca lo mismo a la vez a los economistas oficiales y a los socialistas antiestatistas, en tanto que una administración central, el Estado en una palabra, es una cosa de la que podía prescindirse poco ha, antes de la gran producción moderna, pero que ha llegado a ser, cada vez más, una necesidad social en presencia de la gran producción y de la gran circulación, como órgano normal de la centralización económica, como dirección normal de las grandes industrias que proporcionan la materia prima para la producción, y de los grandes medios de transporte que van a llevar las mercancías hasta el consumo. Hasta tal punto es necesaria, que, a falta de esta centralización económica en las manos del Estado, las fuerzas económicas se centralizan entre las manos de poderosas compañías que son verdaderos Estados oligárquicos. La palabra comunismo ha tenido el singular favor de ser rechazada por los socialistas como una calumnia, de ser considerada por los economistas como la mayor de las utopías, de ser, en fin, a los ojos de la burguesía, una teoría que consagra el robo y la promiscuidad permanente, en fin, la peor de las pestes.

En cuanto a nosotros, que no nos horroriza la palabra Estado, tan espantosa a los ojos de algunos, como tampoco nos espanta la palabra an-arquía, tan terrible a los ojos de otros, ¿por qué nos asustaremos de la palabra comunismo? Suponiendo incluso que esta palabra no haya tenido un sentido claramente definido ni presente una idea perfectamente racional, menos que ninguna otra debe asustarnos, pues el comunIsmo, visto en el pasado, ha sido siempre la forma, sentimental o mística, pero enérgica y radical, de la que las clases desheredadas y sus agitadores, desde Spartacus hasta Babeuf, se han servido para manifestar su eterna reivindicación y hacer escuchar su incesante protesta contra la miseria y la iniquidad social. Pero la palabra comunismo tiene también una significación más precisa, representa una idea realmente científica. Comunismo quiere decir propiedad común, propiedad pública, propiedad de la sociedad.


Estado burgués y Estado obrero

(...)

Hemos visto que el Estado nos fusila, nos condena, nos aprisiona y nos fusila de nuevo, y queremos arrebatar al Estado su judicatura, sus alcaldesas y sus fusileros. Con nuestros ojos hemos visto que el Estado, el actual, el burgués, cuando quería producir por sí mismo en lugar de abandonar la producción a compañías de capitalistas que sólo buscan enriquecerse, producía mejor y más barato que las propias compañías; lo vimos en los ferrocarriles del Estado en Bélgica, en los servicios postales, en la construcción de puertos de mar. Pero lo que no habíamos visto y veremos nosotros o nuestros descendientes es el Estado obrero, el Estado basado en la agrupación de libres Comunas obreras, encargándose definitivamente de la gestión de todas las empresas sociales grandes (...)

No nos importan los anatemas lanzados contra nosotros desde lo alto de las cátedras oficiales de economía política ortodoxa (...) Lo que nos afecta cada vez más cerca es la repulsa instintiva que experimentan por toda intervención del Estado socialista que en los demás puntos marchan codo a codo con nosotros. Entre ellos y nosotros creemos simplemente que existe un gran malentendido: acaso la palabra Estado es el único punto que nos separa de ellos; si es así, dejaremos gustosos a un lado la palabra declarando que conservamos y entendemos la cosa bajo la cubierta más agradable de otra denominación cualesquiera: administración pública, delegación de Comunas federales, etc.

Pero aliado de quienes nos reprochan el papel que concedemos al Estado, están también los que rechazan el papel que concedemos a la Comuna. Para los jacobinos de todos los matices, el Estado es el gran Todo, el dios Pan, en quien todo debe vivir y morir. Para ellos el Estado no sólo es un órgano particular con una gran importancia y un alto destino, sino el cuerpo social todo entero. No comprenden que se pueda entrar en la vida sin el billete de entrada del Estado, ni irse de este mundo sin pasaporte del Estado: no nos perdonarán haber negado al Estado todo su lustre, todo su esplendor, sus brillantes armaduras, sus bellos ropajes rojos y negros, para revestirle con la blusa de minero o la chaqueta del conductor de locomotoras. ¡No más generales de la República, no más procuradores de la República! Pero ¿no es esto una vez más la abominación de la desolación? ¿No encontráis ridículo hacer de la Comuna el pivote de la organización social? La Comuna no es más que una simple subdivisión territorial del departamento, como éste es una simple subdivisión del Estado: vaya para este último la denominación de prefecto y de alcalde, de gobernador y de burgomaestre. ¡Así lo quiere la República una e indivisible!

En cuanto a vuestra Comuna autónoma, que en lugar de contentarse con recibir la vida del Estado pretende por el contrario ser ella el lugar de donde emana el Estado, en cuanto a vuestra Comuna socialista que aspira a hacer del Estado un engranaje del socialismo, ese cuento es una vieja patraña incendiaria que ya conocemos por sus efectos y que hemos masacrado ya tres veces a los gritos de Viva la República: en el 93 por la guillotina, en junio de 1848 por el fusil, en mayo de 1871 por el cañón. Pues bien, señores grandes ciudadanos de la Montaña: Confesamos que vuestros rayos son un poco más terribles que los de vuestros aliados del momento, los grandes sacerdotes de la secta económica ortodoxa, que se contentan con dar a vuestras proezas la consagración de su ciencia: en nombre de la libertad del trabajo, dejad trabajar el mosquetón, dejad la metralleta, y dejad pasar las balas a través de los flancos del proletariado ... Pero es precisamente, señores, porque nosotros no queremos ya dejarnos condenar, aprisionar, fusilar o guillotinar, por lo que ya no queremos a vuestros jueces, a vuestros esbirros ni a vuestros verdugos.

A la concepción jacobina del Estado omnipotente y de la Comuna subalternizada, oponemos la concepción de la Comuna emancipada, que nombra ella misma todos sus administradores sin excepción, que hace ella misma la legislación, la justicia y la policía. A la concepción liberal del Estado gendarme, oponemos la concepción del Estado desarmado, pero encargado de instruir a la juventud y de centralizar los grandes trabajos de conjunto. La Comuna resulta esencialmente el órgano de las funciones políticas o pretendidamente tales: la ley, la justicia, la seguridad, la garantía de los contratos, la protección de los incapaces, la vida civil, pero es a la vez el órgano de todos los servicios públicos locales. El Estado llega a ser esencialmente el órgano de la unidad científica y de los grandes trabajos de conjunto necesarios a la sociedad.


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La cuestión de los servicios públicos ante la Internacional

Respuesta de Adhémar Schwitzguébel a César de Paepe (6)

Obrero grabador-ornamentador, Adhémar Schwitzguébel (1844-1895), jurasiano suizo, amigo de James Guillaume, fue uno de los militantes más activos de la Federación jurasiana de la Internacional. James Guillaume publicó en París, en 1908, algunos escritos de Schwitzguébel, de donde está extraído el texto que sigue y que, desde un punto de vista estrictamente anarquista, se opone a la exposición de César de Paepe.


(...)

Tras lo antedicho sobre la cuestión de los servicios públicos, es manifiesto que, en lo atinente a la reorganización social, dos grandes corrientes se reparten el mundo socialista, tendente el uno al Estado obrero, el otro a la Federación de comunas.

Algunos piensan que en el fondo de este gran debate no hay sino expresiones diferentes de una misma idea. Pero las cuestiones relativas a la discusión de los servicios públicos no dejan duda: se trata de dos cosas diferentes. Es lo que nos esforzaremos por demostrar. Estudiaremos la cuestión de los servicios públicos desde el punto de vista de la Federación de las comunas y terminaremos poniéndola en presencia de la historia y de la revolución social.


El Estado obrero se parece al Estado actual

¿Cuál es la idea fundamental de los Estados modernos y por qué necesidades justifican su existencia sus partidarios? La idea de que en todas las relaciones entre los hombres hay relaciones puramente privadas, pero también otras relaciones esenciales que afectan a todo el mundo, de ahí la necesidad de orden público, gracias al cual se asegura el juego regular de las relaciones públicas y generales entre los hombres. Medítese bien la memoria del Consejo de Bruselas y se hallará que la concepción del Estado obrero allí dominante es, en cuanto al fondo, absolutamente parecida a la del Estado actual.

He aquí las objeciones que vienen: el Estado reorganizado, dirigido, administrado por las clases obreras, habrá perdido el carácter de opresión, de explotación que actualmente tiene entre las manos de la burguesía; en lugar de una organización política, judicial, policial, militar que es ahora, será una agencia económica, y reguladora de los servicios públicos organizados según las necesidades sociales y las aplicaciones de las ciencias.

Pero rindamos cuentas del funcionamiento de un Estado semejante. La acción política legal o la revolución social han puesto en manos de la clase obrera la dirección de la Comuna y del Estado. Lo que quieren las clases obreras, la emancipación del trabajo de toda dominación, de toda explotación del capital, pueden realizarlo. Es necesario que el instrumento de trabajo pase a ser propiedad colectiva, que la propiedad esté organizada, que el intercambio se haga, que la circulación favorezca el cambio, que una instrucción y una educación científicas, humanas, reemplacen a la ignorancia actual, que condiciones higiénicas garanticen la existencia de los individuos y de la sociedad, que la seguridad pública reemplace al antagonismo actual, al juego criminal de las pasiones odiosas y de las rivalidades brutales. El proletariado, que ha llegado a dictador en el Estado, decreta la propiedad colectiva y la organización en provecho, sea de las Comunas, sea del Estado, establece las condiciones en que deben ser utilizados los instrumentos de trabajo para salvaguardar los intereses de la producción, de los grupos productores y los de las Comunas y del Estado; luego organiza y determina el funcionamiento del intercambio de los productos, organiza y desarrolla los medios de circulación, elabora un programa de instrucción y educación de la juventud cuya ejecución remite a la Comuna o al Estado; establece un servicio sanitario comunal y general; toma las medidas necesarias para asegurar la seguridad pública en las Comunas y el Estado.

En todo lo así concerniente a la organización social, el proletariado debe distinguir ante todo lo que es de iniciativa privada, y lo que es de iniciativa pública, lo que es servicio privado y lo que es servicio público, lo que es del dominio de la Comuna y lo que es del Estado. Exactamente lo que se hace hoy.

Este trabajo de distinción, de eliminación de lo privado de lo que es público, de organización de todo lo que proviene de la Comuna y del Estado, no puede realizarlo el proletariado directamente, como cuerpo. Es preciso que su opinión, que su voluntad general, se descompongan, se analicen, y para ello es necesario personificarlas en representantes que irán a la tribuna parlamentaria a defender la opinión de sus representados. Esto es lo que pasa hoy.


El Estado obrero no es una solución

¿Cómo se constituirán estos parlamentos de obreros? No hay otro medio que el famoso sufragio universal. Habrá, por tanto, aún la minoría para la que la mayoría hará ley, o viceversa; pues el Estado, reconocido como necesario para salvaguardar los intereses públicos, hará que la ley sea obligatoria para todos, y quienes traten de sustraerse a ella serán tratados como criminales. Este Estado obrero, que debería ser organizado para satisfacer los intereses económicos de la sociedad, se halla lanzado frenéticamente a la legislación, la jurisdicción, la policía, el ejército, la escuela y la iglesia oficiales. Desde el momento en que, por una parte, hay ley del Estado y, por otra, diversidad de intereses que satisfacer, es inevitable que haya mayoría o minoría hostil a esta ley. Si el Estado no posee el poder de hacer ejecutar la ley, ésta no será observada, y la acción del Estado será desconsiderada, anulada. La razón de Estado necesita, por tanto, de un poder capaz de reprimir toda tentativa de rebelión contra la constitución y las leyes del Estado. Toda la organización judicial para castigar los atentados dirigidos contra las bases, el orden, las leyes del Estado, la policía para vigilar la observancia de las leyes, el ejército para reprimir la revuelta si estalla, para proteger al Estado contra los ataques de otros Estados, todo ello son consecuencias necesarias del principio fundamental de la existencia del Estado.

Si estos servicios públicos, como se les ha llamado hasta hoy, son necesarios para la existencia material de todo Estado, la escuela y la iglesia oficiales no son menos necesarias para su existencia moral. Es preciso que las inteligencias acepten esta dominación absoluta del Estado como la cosa más natural del mundo. Así, toda la enseñanza pública, por la Escuela y por la Iglesia, está fundada sobre el respeto absoluto de todo lo que se aproxima al Estado. y en el Estado obrero, al que se asigna como carácter esencial la función de regulador económico, toda la organización de la propiedad, de la producción, del cambio, de la circulación, será, en las manos de la mayoría o de la minoría en posesión de la dirección de los asuntos, un medio de dominación tan poderoso como las funciones políticas, jurídicas, policiales, militares, ejercidas actualmente por los burgueses. del poder. Más que los burgueses, los obreros, dueños del Estado, se mostrarán implacables contra toda acción dirigida contra su Estado, porque creerán haber realizado el más perfecto ideal.

El Estado obrero, pues, respecto al problema de la organización social, no nos parece una solución conforme a los intereses de la humanidad; ésta no sería emancipada porque el instrumento de trabajo, la organización del trabajo, ciertos servicios públicos, fueran del dominio del Estado o de la Comuna; el reparto equitativo de los frutos de la producción, el beneficio de una mejor instrucción y educación, los goces de la vida social, estarían, en efecto, mejor asegurados para cada uno que en el orden de cosas actual, pero la autonomía completa del individuo y del grupo no sería realizada y, para que el hombre sea emancipado, es preciso que lo sea como trabajador y como individuo.

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Plantear la cuestión de reorganización social empleando la fórmula sometida a las deliberaciones del Congreso de Bruselas es inevitablemente desviar las inteligencias respecto a los verdaderos términos de la cuestión, esto es, significaba concluir de antemano en el Estado obrero.


Dos principios nuevos: colectivismo y federalismo

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Dos principios, de una consecuencia histórica inmensa, se han desprendido de los debates y las luchas intestinas que han agitado nuestra Asociación: el principio de la propiedad colectiva como base económica de la nueva organización social, y el principio de autonomía y de federación como base de la agrupación de individuos y colectividades humanas. Para investigar cuál sería la nueva organización social, por qué, en lugar de comprender las consecuencias necesarias de la aplicación de los dos principios antes mentados, preguntarse lo que sería servicio privado y servicio público, por qué y cómo serían hechos estos servicios públicos, si se razona de forma correcta hubiese debido decirse: nos encontramos en presencia de la necesidad de transformar la propiedad individual en propiedad colectiva: ¿cuál es el medio más práctico para operar esta transformación? Que los trabajadores tomen posesión directa de los medios de trabajo que han hecho funcionar en beneficio de la burguesía y que deben ahora hacer funcionar en su propio provecho. Esta medida revolucionaria es superior en la práctica a todos los decretos de las asambleas dictatoriales que se creerían autorizadas a dirigir la revolución o la emancipación integral de las clases trabajadoras; y la acción espontánea de las masas populares, de donde ella puede salir, es, desde los primeros actos de la revolución, la afirmación práctica del principio de autonomía y de federación, base de toda agrupación social. Con los privilegios económicos de la burguesía han hecho naufragar, en esta tempestad revolucionaria, todas las instituciones del Estado, en medio de las cuales la burguesía mantiene sus privilegios.

Estudiemos ahora las consecuencias, desde el punto de vista de la organización social, de una revolución semejante. En una localidad cualquiera, los diferentes cuerpos de oficio son dueños de la situación: en tal industria, el utillaje utilizado es de mínimo valor; en tal otra, es de un valor considerable y de una utilidad más general; si el grupo de los productores empleados en esta industria debe ser propietario del utillaje utilizado, este propietario puede crear un monopolio para un grupo de trabajadores, en detrimento de los otros grupos. Las necesidades revolucionarias que han empujado a los grupos de trabajadores a una acción idéntica les dictan igualmente pactos de federación, en medio de los cuales se aseguran mutuamente las conquistas de la revolución; estos pactos, necesariamente, serán comunales, regionales, internacionales, y contendrán las garantías suficientes para que ningún grupo pueda acaparar por él solo los beneficios de la revolución. Es así como la propiedad colectiva nos parece debe ser completamente comunal, regional e internacional, siguiendo el desarrollo y la importancia más o menos general de tal rama de la actividad humana, de tal riqueza natural, de tales instrumentos de trabajo acumulados por un trabajo anterior.

En cuanto a la constitución de los grupos productores, la espontaneidad de los intereses revolucionarios que les han dado nacimiento será el punto de partida de su organización y del desarrollo de esta organización desde el punto de vista de la organización social. Habiéndose agrupado libremente para la acción revolucionaria, los trabajadores continuarán este libre agrupamiento para la organización de la producción, del intercambio, de la circulación, de la instrucción y de la educación, de la higiene, de la seguridad; y lo mismo que, en las luchas revolucionarias, la actitud hostil de un individuo en tal grupo, de un grupo en tal comuna, de una comuna en tal región, de una región en la internacional, no han podido evitar la marcha triunfante de la revolución, del mismo modo el aislamiento, cuando se trate del desarrollo de las conquistas de la revolución, no podrá parar la marcha progresiva de las masas trabajadoras actuando libremente.


La federación de comunas reemplaza al Estado

Nótese bien la diferencia esencial entre el Estado obrero y la federación de comunas. El Estado determina lo que es servicio público y la organización de ese servicio público; he aquí la actividad humana reglamentada. En la federación de comunas, hoy el zapatero trabaja en una habitación de su casa; mañana, por la aplicación de un descubrimiento cualquiera, la producción de calzados puede ser centuplicada y simplificada a la vez: entonces los zapateros se unen, se federan, establecen sus talleres, sus manufacturas, y entran así en la actividad general. Lo mismo ocurre con todas las ramas de la actividad humana: lo que está restringido se organiza de una manera restringida; lo que es general, de una manera general, tanto en los grupos como en las comunas y federaciones. Es la experiencia, la vida de cada día, puesta al servicio de la libertad y la actividad humanas.

¿Qué han llegado a ser, en esta organización, los servicios públicos del Estado actual, su legislación, su jurisdicción, su policía, su ejército, su escuela y su iglesIa oficiales? El libre contrato ha reemplazado a la ley; si hay conflictos, son juzgados por tribunales en los grupos donde estallan los conflictos; y respecto a las medidas de represión, no tienen ya su razón de ser en una sociedad fundada sobre la libre organización, no pudiendo la organización y la acción de tal grupo, en modo alguno, dañarme, si la organización y la acción del grupo al que pertenezco son igualmente respetadas, y si esta organización y esta acción pueden difícilmente separarse de los intereses de la humanidad emancipada después que la revolución social haya barrido todas las consecuencias prácticas del burguesismo. Un servicio de seguridad podrá tal vez aún tener su utilidad temporal, pero no podrá ser ya una institución con un carácter general, indispensable, vejatorio, opresivo, como en el orden actual.


Las grandes corrientes de la revolución social

Es indiscutible que la cuestión, desde el punto de vista práctico, se dilucidará siguiendo el grado de desarrollo socialista de las masas trabajadoras de cada país, y también siguiendo los primeros pasos más o menos decisivos de la revolución social. Hoy, sólo los ignorantes o gentes de mala fe afirman que la solución del problema social puede producirse de otro modo que por la revolución. Estamos contentos al constatar que nuestros hermanos alemanes, pese al carácter legal de su agitación socialista actual, están de acuerdo con nosotros en este punto. Pero la revolución puede producirse de dos maneras: puede tener por fin inmediato, y por base de acción a la vez, la conquista por las clases trabajadoras del poder político en el Estado actual y la transformación de este Estado burgués en Estado obrero; puede, por otra parte, tener como fin inmediato, e igualmente como base de acción, la destrucción de todo Estado y el agrupamiento espontáneo y federativo de todas las fuerzas revolucionarias del proletariado. Si la acción revolucionaria puede variar de un país a otro, es igualmente susceptible de variación en las comunas de un mismo país: aquí, la comuna conservará esencialmente un carácter autoritario y gubernamental, e incluso burgués; en otra parte, el escobazo será completo. Si comprendemos la situación actual de los pueblos en los diferentes Estados civilizados y de las concepciones diversas sobre estás materias aún en curso, se comprenderá que es inevitable que la revolución presente un carácter de extremada variedad: todas las teorías socialistas, el comunismo, el colectivismo, el mutualismo, reciben una aplicación más o menos restringida o general, según las grandes corrientes que siga la revolución.

¿Cómo podría ser de otro modo, si hoy vemos a un país grande como Alemania defender la idea del Estado obrero, y a otros como Italia y España, la idea de federación de comunas? Esta diversidad de tendencias revolucionarias ha sido, para la burguesía, causa de que se acuse al socialismo de impotencia. Con un poco de clarividencia, empero, es fácil constatar que, si existen divergencias en la concepción de una nueva organización social, las clases obreras están cada vez más unidas para hacer desplomarse el edificio burgués. Y esta divergencia no puede ser una causa de impotencia, sino, por el contrario, una causa de fuerza, en el sentido de que los grupos trabajadores, realizando su concepción particular y respetando las realizaciones de las concepciones de otros grupos, tendrán todos un mayor interés en el triunfo de la revolución. ¿En qué frenará eso la marcha revolucionaria del proletariado que los alemanes realizan de Estado obrero, mientras que los italianos, los españoles y los franceses realizan la federación de comunas? ¿Y en qué, si en Francia ciertas comunas conservan la propiedad individual, mientras que la propiedad colectiva triunfa en otras?


La federación de comunas lo hará

Hechas estas reservas, tenemos, sin embargo, la convicción de que la organización más favorable para el desarrollo de los intereses de la humanidad acabará por imponerse por doquier, y que las primeras manifestaciones revolucionarias serán determinantes para el ulterior desarrollo de las etapas de la revolución. Llevamos esta convicción hasta afirmar que será la federación de comunas la que saldrá con más fuerza de la revolución social.

Se ha reprochado a esta federación de comunas el ser un obstáculo para la realización de una entente general, de una unión completa de los trabajadores, y el no presentar, desde el punto de vista de la acción revolucionaria, el mismo poder de acción que el Estado.

Pero ¿cómo practicarán la solidaridad los grupos de trabajadores libremente federados en la Internacional, cómo se entenderán, cómo se pondrán de acuerdo? La misma situación económica les empuja a la práctica de la solidaridad. ¿Cómo será ésta, cuando la acción se libere de todas las trabas que le opone el orden social?

¿Cómo aumentará la Internacional su poder de acción si es una federación, si se desgarra tan pronto como un consejo general quiere hacer de ella un Estado? Los trabajadores tienen odio a la autoridad, quieren ser libres, y no serán fuertes si no es por la práctica de esta ancha y completa libertad.

Sí; nuestra Asociación ha sido la prueba de la fecundidad del principio de autonomía y de la libre federación; y es por la aplicación de este principio por la que la humanidad podrá marchar hacia nuevas conquistas para asegurar el bienestar moral y material de todos.


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Notas

(1) Extraído de Miklós Molnár, El declive de la I Internacional, 1963 (traducción en Cuadernos para el Diálogo, Madrid).

(2) Cfr. Louis Bertrand, Cesar de Paepe, sa vie, son oeuvre, Bruselas, 1909. Véase también del mismo autor Histoire de la démocratie et du socialisme en Belgique depuis 1830, Bruselas, 1906-1907, 2 volúmenes (nota de M. Molnár).

(3) En Histoire du socialisme européen, París, 1948; p. 151 (nota de M. Molnár).

(4) El barón de Colins (1783-1859) en sus primeras obras (Le Pacte social, 1835, Socialisme rationnel, 1849) , proclamó un socialismo esencialmente colectivista sobre la base de la apropiación comunal del suelo. Su principal discípulo, Louis de Potter, publicó, entre otras cosas, en 1850, un Catéchisme social.

(5) Extraído de César de Paepe, De l'organisation des services publics dans la societé future, 1874, presentada al Congreso de Bruselas de la Internacional (llamado autiautoritario). Los subtítulos son nuestros.

(6) Comunicación presentada al Congreso jurasiano de Vevey los días 1 y 2 de agosto de 1875 por la sección de grabadores y ornamentadores de buril del distrito de Courtelary (los subtítulos son nuestros).

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