Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO IICAPÍTULO IVBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO III

Nociones sobre la organización administrativa de los romanos


Pasaremos a ocuparnos de uno de los pueblos antiguos más célebres. Todo lo que pertenece a los romanos tiene un carácter tal de grandeza y de prestigio, que los pueblos modernos, una vez que encuentran un ejemplo en la historia de esa nación que tanto ruido hizo en el mundo, se creen obligados a imitarlo.

Siempre que se trata en cualquier país y en cualquiera época, de dividir las tierras y de despojar a los grandes propietarios para hacer otros propietarios, se invoca el recuerdo de Roma.

Es de suponerse que los jurisconsultos tienen un conocimiento a poco más o menos exacto del carácter de la constitución romana, de su sistema de impuestos, y de la naturaleza de las leyes relativas ala distribución de la propiedad territorial; pero no es de esperarse que el común de las gentes tenga las nociones exactas y precisas de las leyes agrarias romanas, y que falto de conocimientos y de datos históricos, juzgue que en todos tiempos y en todos casos pueden aplicarse los ejemplos de naciones que existieron más ha de dos mil años.

Roma, digna por cierto de imitarse en muchos capítulos, relativos a sus instituciones, a su sabia legislación, y sobre todo a la energía sin ejemplo, que llamamos por eso romana, de muchos de sus ciudadanos, está muy lejos en lo general de presentar un modelo acabado y digno de seguirse por los pueblos modernos.

No solamente en México, sino en Francia misma, hay graves errores respecto a las leyes agrarias.

De estos errores -dice Antonino Macé- proviene la preocupación, si no general, al menos muy esparcida, de que los tribunos del pueblo con el objeto de aumentar su popularidad y de allanarse el camino para subir a funciones más importantes, tenían en reserva una ley agraria, cuyo objeto principal era despojar a los ricos y enriquecer a los pobres; en una palabra, la división igual de las tierras de la República entre todos los ciudadanos.

¡Cosa singular! -continúa el mismo autor-, esta creencia equivocada, puesta en boga por los historiadores aristócratas y monarquistas, ha sido adoptada por los hombres de una opinión diametralmente opuesta.

Una referencia metódica del sistema administrativo de Roma, hasta donde sea posible por las relaciones y datos que nos han dejado los historiadores, y un estudio imparcial del origen y carácter de las leyes agrarias, será quizás útil, no sólo en la presente cuestión, sino en todas las que en lo sucesivo puedan ofrecerse, relativas a la división y distribución de los terrenos de la República de México.

La historia minuciosa del sistema financiero de Roma sería larga. Hablaremos de ella únicamente en lo que tenga relación con el intento que nos hemos propuesto.

Roma, como todo el mundo sabe, comenzó por ser una reunión, una guarida de bandoleros, y su fundador tuvo un origen fabuloso como el de todos los fundadores de los antiguos imperios. Sin embargo, es necesario tener presente que su gran legislador, al que muchos historiadores designan como una época y no como un hombre, fue el que borrando las huellas primitivas de los bandidos, echó los cimientos de la propiedad. Nacido, dice Michelet, el día mismo de la fundación de la ciudad, Numa simboliza los extranjeros admitidos en Roma desde su nacimiento. Edifica el templo de Jano, abierto durante la guerra y cerrado durante la paz; establece a los salios y a los flaminios, y consagra la propiedad por el culto del dios Término.

En efecto, la idea de la propiedad, dice Marezoll en su curso de derecho romano, es tan antigua como Roma misma. En el curso del tiempo, Roma, ya por un motivo ya por otro, estuvo en guerra con los pueblos vecinos, a los cuales absorbió u obligó a que formaran con ella alianzas en las guerras, o le pagasen un tributo en valores, en especies o en tierras, y desde entonces éste fue uno de los recursos con que se formó el tesoro público, y explicaremos todavía esto más adelante.

Parece que la administración en lo que tocaba a los recursos fijos, anuales y permanentes, para formar el tesoro del Estado, no estuvo arreglada perfectamente sino hasta el reinado de los Antoninos, y juzgando con criterio, no podía ser de otra manera. Las necesidades de la República iban aumentando a medida que crecía el territorio, y el aumento del territorio producía contribuciones de los países vencidos; pero también la necesidad de aumentar las legiones y los gastos del gobierno.

No obstante, hasta cierta época el sistema administrativo de Roma era bien sencillo y relativamente poco dispendioso. Las magistraturas y los primeros empleos civiles y militares se desempeñaban gratuitamente (German Garnier), los gastos del Estado eran poco considerables y no daban materia sino para muy módicas contribuciones. En las emergencias repentinas, y cuando el Estado necesitaba hacer grandes gastos, el celo y el patriotismo de los principales ciudadanos ofrecían a la patria recursos siempre suficientes. Cuando el Senado decretó el año 347 de Roma, que se diese sueldo a la infantería, los patricios se apresuraron a hacer un donativo a la República de una parte de las riquezas que poseían, a fin de ponerla en estado de hacer frente a este nuevo gasto. Era un hermoso espectáculo, dice Tito Livio, el observar la larga fila de carros cargados de cobre bruto que se dirigían al tesoro público.

Durante la segunda guerra púnica, cuando fue necesario levantar nuevas fuerzas, equipar tropas y hacer frente a un enemigo formidable que por todas partes asediaba a Roma, los cónsules propusieron, como se había practicado otras veces, obligar a los ciudadanos a que cada uno, según sus facultades, ministrase el sueldo y los víveres por treinta días a cierto número de remeros. Desde que esta proposición fue conocida del pueblo, excitó violentas murmuraciones. Estamos, decían los descontentos, esquilmados con las contribuciones, los esclavos que debían cultivar nuestras tierras están en los ejércitos o en la marina, y nuestros campos abandonados; que los cónsules vendan nuestras tierras y nuestras personas; pero ninguna autoridad puede obligarnos a que demos lo que no tenemos. Fue en este conflicto supremo cuando el cónsul Valerio Lavinus invitó a los senadores a que diesen los primeros el ejemplo por una contribución voluntaria de todo lo que poseían en oro, plata y moneda de cobre, sin reservarse otra cosa más que su anillo de oro y el de sus esposas, y la cantidad de moneda necesaria para los gastos de la casa. Cada uno respondió a este noble llamamiento con una aquiescencia general y por unánimes aclamaciones. La sesión se levantó inmediatamente, y los senadores disputaban y se atropellaban para inscribirse en las listas que se formaron, hasta el grado que los escribientes no tenían ya ni lugar para escribir, ni los cajeros para recibir el dinero.

La República en otras ocasiones apelaba a los préstamos, no a esos préstamos ruinosos que usan las naciones modernas, y por medio de los cuales, sin título, sin justicia y sin facultad alguna, gravan enormemente a las generaciones venideras, sino real y verdaderamente a suplementos de la cantidad absolutamente necesaria para las urgencias del momento.

Dos años después de la contribución voluntaria colectada por Lavinus, el conflicto y las necesidades de Roma crecían de una manera alarmante. Aníbal, terrible y triunfante, descendió de los Alpes y estableció sus cuarteles en Italia. Roma temía de un momento a otro la destrucción y la servidumbre. Los cónsules tuvieron necesidad de dinero, y lo pidieron a diversos ciudadanos, estipulando que les sería pagado en tres plazos. A principios del año 550 se venció el último tercio, habiendo sido pagados los dos anteriores. Los acreedores se presentaron al Senado, el cual, no pudiendo desconocer la justicia con que reclamaban, pero no teniendo dinero, les ofreció tierras del dominio público, con la condición de que podían devolverlas y percibir la cantidad equivalente en dinero en el momento en que la República pudiera pagarlo.

Sin embargo de todo esto, no se comprende todavía cómo la República romana podía sostener ejércitos tan numerosos, y emprender obras de todo género a cual más costosas y magníficas; pero esta duda se disipa con fijarse en algunos hechos históricos, a los que los autores latinos no dan la importancia que en sí tienen. Tito Livio quIzás es el que con más minuciosidad se fija en ellos, dejando no obstante olvidados los que se refieren a hechos puramente oficiales.

El año 207, Livio Salinator entregó al tesoro de la República tres millones de sextercios. Escipión, a su regreso de España, enteró 14000 libras de plata en barras, y una cantidad considerable de moneda. En el año de 200, el procónsul Léntulo trajo de España 44000 libras de plata y 2400 de oro. El mismo año, Furia, victorioso de los galos, enviQ al tesoro 320000 libras de bronce y 170000 de plata. Manlio, Camelia, Minucia, Sempronio, Marcelo y otros pretores y procónsules, sacaron de la España y de las Galias cantidades considerables de oro y plata. En 178, Tiberio Graco triunfa en España y recoge 40000 libras de plata. En 167, Pablo Emilio, vencedor de Perseo, conduce a Roma un botín tal, que dilataron tres días en entrar los carros que lo conducían. Larga sería la lista de todos los despojos de los pueblos vencidos. España especialmente fue saqueada de una manera tan terrible, que o había en esos tiempos una cantidad fabulosa de plata, o debieron quedarse los habitantes sin una sola moneda. La acumulación de estas sumas, y los despojos de todo género, formaron realmente uno de los ramos del tesoro de Roma.

Bien se concibe que tal sistema no es posible ni compatible con la civilización, y en este punto los romanos se pueden presentar como bárbaros y como opresores de los pueblos vencidos, y no como modelos dignos de imitación. Ninguna nación, culta y civilizada, formaría hoy uno de los más pingües y permanentes ramos de su erario con el fruto de la guerra y con los bienes robados a los pueblos invadidos. La guerra, por el contrario, cuesta hoy cantidades enormes a la nación que la emprende, porque tiene que mantener a sus soldados y respetar la propiedad de los inermes, de los neutrales y de los extranjeros.

Hemos tenido que ocuparnos de indicar ligeramente la organización administrativa de Roma, y la fuente más abundante y conocida del tesoro de esa célebre República. Las tierras formaban otro ramo también abandonado, y su distribución, enajenación y venta, dieron lugar a graves turbaciones y a modificaciones muy importantes en el territorio romano.

A seguir las inferencias y datos históricos recogidos de la antigüedad, el Oriente y el Norte estaban llenos de población, mientras el Occidente estaba a poco menos desierto, o por lo menos habitado por pueblos poco numerosos, y destituidos no sólo de civilización sino de energía. Fueron las colonias venidas de diversos puntos del Oriente las que sucesivamente ocuparon los países desiertos del Occidente. Así puede calcularse que esos primeros colonos fueron los primeros ocupantes.

¿Quiénes eran los romanos? ¿Eran etruscos, pelasgos, troyanos, sabinos? Lo probable es que eran gentes que reconocían todos estos orígenes, y que reunió cualquier acontecimiento. Una vez reunidos, escogieron un lugar en que vivir y un jefe que los gobernara. ¿Ese lugar estaba desierto o las siete colinas estaban ya habitadas por familias, por tribus, por razas distintas? Eso es lo que no es posible saber con perfecta claridad; pero sea de esto lo que fuere, estos primeros pobladores se posesionaron del terreno, y la primera aglomeración de tierras que hubo se llamó ager romanus, tierras de Roma.

Rómulo dividió su pueblo en tribus, y las tribus en curias. Después dividió el suelo en treinta porciones iguales, y asignó a cada curia una de estas porciones. Las tribus eran tres. Cada tribu de diez curias, las que a su vez se dividían en un número de centurias, y cada centuria tenía cien defensores. Cada defensor tenía un lote pequeño de tierra. Las dos yugadas (bina jugera) de los romanos eran equivalentes a una media hectárea de terreno, es decir, que cada defensor tenía aproximadamente lo que se llama una labor entre nosotros, de mil varas por cada lado. Tal fue en realidad la primera ley agraria y la manera con que se dividió el ager romanus.

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