Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XXVIIICONCLUSIÓNBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XXIX

Respeto a la propiedad territorial - Protección a la agricultura


La tierra es la madre amorosa y común de los hombres; la tierra es el origen, la causa, el objeto, el fin, el remate de toda producción, de toda riqueza. Es una providencia visible y palpable, y de ella deriva prodigiosamente la vida de los pueblos. Así pensaban los fisiócratas; y así en el fondo, por más vueltas que se le den al asunto, es la verdad. Entre nosotros hay un desprecio tal a la tierra, es decir, a la agricultura, única y verdadera riqueza que poseemos, que cuando se dictan algunas leyes, los propietarios deben llenarse de terror, porque o son para gravarlos con contribuciones excesivas, o para expropiarlos, o para obligarlos a que se cuiden a sí mismos, o para arrancarles sus sirvientes o labradores y convertirlos en soldados.

Así hemos pasado un periodo de más de cincuenta años, obrando de una manera brutal y bárbara en esta materia, como si hubiéramos vivido en los siglos oscuros de las conquistas de los hombres del norte.

El propietario que vive o que cree vivir en una sociedad civilizada, para que se protejan su vida y sus intereses, se encuentra repentinamente con que tiene que ser responsable de los robos que se cometen, y se ve en la necesidad de batirse y ser herido y maltratado por los ladrones el día mismo que ha pagado la contribución.

La revolución, de una docena de años a esta parte, ha tomado un carácter que podremos llamar impío y destructor. Cualquier malvado tiene el derecho de llamarse coronel o general, y con tal de que reúna cincuenta o cien hombres es el árbitro y el dueño de todas las haciendas que recorre. Se apropia los mejores caballos, mata los toros más finos, sus hombres desperdician las semillas y aniquilan sus sembrados, y el hacendado se cree muy feliz si todo paró en esto y escapó con vida.

En las fronteras, desde el Tratado de la Mesilla, los indios salvajes, empujados por los Estados Unidos, han venido a acabar con toda la riqueza agrícola de esa región, y a sembrar la muerte y el espanto en nuestros campos. ¿Qué capital, qué trabajo puede ponerse por nuestros ciudadanos con causas tan desastrosas de muerte y de aniquilamiento, y con qué palabras bien precisas y bien acerbas del idioma castellano puede calificarse una ley que imponga una contribución a los terrenos no cultivados, y se crea que este es un medio de hacer a las gentes más activas y laboriosas, o se les obligue por este medio indirecto a dividir su propiedad? La verdad es que estas cuestiones apenas enunciadas en nuestras últimas fajas necesitan un profundo estudio de parte de los economistas, y una meditación grande de parte de los propietarios territoriales y de los gobernadores y legisladores.

Lo único que debemos admirar es que nuestro país, cuando hemos así no sólo descuidado, sino maltratado el elemento principal de la producción, haya quedado en pie, como suele decirse. Todo debería ser hambre, ruina y desolación. Algo sentimos de esto. No todo lo que era de esperarse.

Un sistema unitario de seguridad completa y defensa mutua. Una colonización indígena, promovida por el gobierno general y llevada a cabo con paciencia, con ardor y por medio de contratos voluntarios o de deslinde de terrenos baldíos.

Una protección decidida a la clase agricultora, exceptuándola del servicio militar y asignándole sólo el de seguridad; las exposiciones anuales; la igualdad y moderación en las contribuciones; la liquidación y consolidación de la deuda que tenga por origen las exacciones que se han exigido a los agricultores, arrebatándoles por fuerza sus ganados y sus semillas; la uniformidad en el cobro de impuestos en los diversos Estados a las producciones agrícolas; los premios a los que cultiven los cereales con más perfección y se distingan en la mejora y progreso de las razas de los animales útiles al hombre; en una palabra, y para decirlo de una vez, crear una administración agrícola y unirse estrechamente los propietarios con el gobierno y éste con ellos, para fundar el adelantamiento del país en un sentimiento, que es el de la mejora y el interés mutuo, conforme con la naturaleza y con las aspiraciones de la humanidad. El propietario deberá ser el custodio del suelo, el defensor de la paz pública, el apoyo del orden, mientras la autoridad lo que tiene que hacer es respetar la propiedad, hacer efectivas las doctrinas del derecho constitucional moderno, proteger por medio de una legislación prudente todos los muchos ramos que abraza el cultivo de la tierra, la mejora de los granos, de las plantas, de los árboles y de los ganados, y dejar en todo lo demás la libertad más completa, para que se desarrollen los tres elementos constitutivos de la riqueza pública: el capital, la tierra y el trabajo.

La fórmula más fácil, más cómoda, más propensa a la arbitrariedad y la que puede cubrir y autorizar los despojos más violentos, es la expropiación por causa de utilidad pública. En efecto, en todas las constituciones republicanas y en todas las legislaciones de las monarquías se encuentra consignada y no podría ser de otra manera. La utilidad y la comodidad de un particular deben estar necesariamente subordinadas a la utilidad y a la comodidad pública; pero como presentada esa fórmula en una latitud desconocida equivalía a declarar que nadie era dueño de nada, las constituciones de los países libres, y la legislación de los países monárquicos, la han concretado a una minuciosa y sabia reglamentación, y la han encerrado en unos límites tales que ha quedado reducida a lo que en las sociedades se juzga absolutamente necesario e indispensable. Los casos de expropiación por causas de utilidad pública, se reducen a muy pocos y señalados.

Si en una plaza sitiada la autoridad sabe que hay depósitos de grano o de cualquier otro género de materias adecuadas para el alimento de los habitantes, tiene derecho de tomar ese depósito y distribuirlo. Si obra arbitrariamente, como acontece en la guerra, no hay grandes formalidades que observar; pero colocados en el terreno de la ley, la propiedad que ocupe debe ser valuada en el precio legal, debe ser recibida por facturas o inventarias, y el dinero que importe entregado previamente a su legítimo dueño. Si el tesoro está exhausto, una contribución igualmente designada debe colectarse para ese gasto, pues de lo contrario resultaría que uno solo, o muy pocos individuos, soportarían las cargas que deben repartirse por vía de impuesto entre todos los ciudadanos.

La construcción de un teatro, de un museo, de una academia, de una escuela, no son causas para la expropiación.

Tampoco la de un palacio, sea para el congreso de una República o para un rey absoluto. Todo el mundo sabe la anécdota del molino de San Souci, y se trataba de Federico el Grande y de un pobre molinero.

La fundación de una población tampoco es causa de expropiación y fácilmente se puede señalar el abuso. Bastaría que cincuenta personas o menos pensaran despojar a un propietario de las mejores tierras, del uso de las aguas, y de las huertas y árboles, para que pudieran hacerlo a cualquiera hora. No tenían más trabajo que decir que querían fundar una población, presentar un mal dibujado plano, indicar el terreno, sin cuidarse de quién era el dueño, repartírselo en seguida y sentar sus reales, como quien dice, en la mejor y más valiosa parte de la propiedad ajena. ¿Dónde iría a parar una sociedad donde así se procediera y donde los mismos que hoy fundaban de una manera tan violenta un pueblo, serían más adelante despojados por otras iguales razones y un idéntico derecho? Esto sería un retroceso que no puede admitirse una vez conocido y adoptado el derecho constitucional.

Ya hemos indicado que en tiempos de guerra y en casos extremos, las expropiaciones son violentas y en la realidad impuestas por la fuerza; pero en un periodo tranquilo y normal no nos ocurre otro caso sino el de la construcción de caminos carreteros o de fierro.

Los caminos carreteros generalmente en todos los países son construidos por cuenta del Estado, y los propietarios rara vez rehúsan dar una bien pequeña porción de su terreno para que se construya el camino, porque las vías de comunicación, es sabido, facilitan el comercio y la industria. Se avalúa el terreno por dos peritos y un tercero en caso de discordia, se les paga antes su valor, y todo queda concluido.

Los caminos de fierro están sujetos a otros procedimientos. Generalmente son construidos por compañías de particulares, y éstos se arreglan convencionalmente con los propietarios y les pagan su terreno, porque si el camino de fierro es evidentemente una mejora, también es no sólo una especulación como cualquiera otra, sino un verdadero, positivo y dañoso monopolio, que no se disminuye sino cuando se construyen otras líneas o cuando una vía de agua, que es la más barata, le forma una competencia. En caso de resistencia de algún propietario, la compañía ocurre a la autoridad, y entonces se procede a la expropiación.

¿Pero en los casos que hemos mencionado y en muy pocos otros que pudieran ocurrir, como la apertura de un canal, la construcción de un acueducto, etcétera, se procede así violentamente y por la simple voluntad de cualquier autoridad? De ninguna suerte. Ningún particular puede expropiar a otro, y así las compañías necesitan estar legalmente constituidas. Es una autoridad señalada de antemano por la ley la que puede comenzar el acto, y a él debe proceder el informe de una junta de propietarios, el plano del terreno que se necesita, la calificación de la urgencia de la obra por peritos competentes, el parecer de los ingenieros, la aprobación de la autoridad superior, el avalúo, el juicio contradictorio, quién sabe cuántas cosas más, y sobre todo, el previo pago de la cosa o terreno expropiado. Fucart, por ejemplo, entre otros autores (Elementos de derecho político y administración), trae un largo capítulo relativo a este asunto, y remitimos a él a todos los que quieran estudiar este punto con detenimiento.

Nuestra Constitución, como lo hemos sentado en el capítulo respectivo, contiene la fórmula usual, pero no la ha reglamentado, de manera que no es posible mientras no se dicte esta ley constitucional, ni atenerse a las reglas antiguas, ni inventar arbitrariamente otras nuevas.

Corresponde indudablemente a la sabiduría de los legisladores -dice Kent- (Comentarios de las leyes americanas), determinar cuándo la utilidad pública exige la ocupación de la propiedad privada; pero si una legislatura tomara la propiedad de Juan para dársela a Pedro, la ley sería inconstitucional y nula.

La declaración de nuestra Corte Suprema de Justicia en casos análogos, ha sido conforme con el espíritu y letra de nuestra Constitución y con la doctrina de este sabio jurisconsulto.

No hablamos más de los ataques a la propiedad con lo que se llaman confiscaciones, préstamos forzosos, alojamientos y bagajes, porque todo ello no pertenece a ningún derecho ni a ninguna legislación, sino que es sólo el brutal resultado de las pasiones políticas y la consecuencia forzosa de las guerras civiles.

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