Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoAdvertencia de Manuel PaynoCAPÍTULO IIBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO I

Nociones primitivas y simples de propiedad. Generalidades. Doctrinas de Thiers


Lo tuyo y lo mío. Ésta es la historia en compendio de la propiedad. Es tan fácil, tan perceptible para todo el mundo, que parece que teoría tan sencilla la llegan a comprender hasta los animales irracionales. No obstante, la tierra, el dinero, los ganados, las cosas más insignificantes han sido disputadas, pretendiendo unos ser dueños de estos bienes, y defendiendo otros, con más o menos razón, una cosa idéntica. El derecho de la fuerza unas veces, y otras la política, el influjo y el poder han trastornado y cambiado las bases naturales de la propiedad. Los unos dicen que la propiedad la adquiere el primer ocupante; para otros no hay más propiedad que el trabajo; para una escuela nueva, la posesión es el todo: nadie tiene derechos individuales de propiedad, y el mundo lo hizo Dios para todos los hombres. Jurisconsultos y publicistas muy distinguidos, han escrito volúmenes enteros sobre la propiedad, y en realidad lo que parece más sencillo en la forma, es lo más intrincado en el fondo. Se cuestiona sobre el primitivo derecho de los propietarios, sobre las modificaciones a que está sujeto según la legislación de cada país, sobre el derecho eminente de los príncipes, sobre los privilegios de los municipios y de las compañías industriales o mercantiles, sobre la oportunidad y legalidad de la expropiación por causa de utilidad pública, sobre las cosas que parecen más claras y tal vez más insignificantes.

En las ciencias, en la literatura, en la religión misma, las discusiones son toleradas y las innovaciones sancionadas. El hombre que no tiene una evidencia de lo futuro, se deja guiar de conjeturas más o menos probables; pero nadie admite, ni por un solo instante, que le quiten lo que legítimamente posee, nadie conviene en que ni por las leyes, ni por lo que se llama reformas, ni por ningún otro motivo, aun cuando sea revestido de las más pomposas imágenes, el fruto de su trabajo, de su herencia, de su patrimonio, de su industria ni de su talento, pase a otras manos, ni en parte, ni en todo, sin dejarle antes una compensación equivalente. Aun las cosas inmateriales, como son todas las concepciones del entendimiento, antes de pasar a una forma material y práctica, componen una categoría de propiedad de que el hombre no dispone sin gran precaución y parsimonia. Este es, por ejemplo, el secreto, y este secreto, si confiado a otro es revelado, constituye una falta moral de las más graves, que las leyes no castigan con multas ni cárcel, pero que el hombre mismo castiga con el desprecio; por eso los secretos tan importantes relativos a las ciencias físicas, es decir, los descubrimientos y adelantos, no han pasado a ser propiedad pública sino por la voluntad del dueño de ellos.

Todavía más. En los mismos agentes de la naturaleza que llamamos elementos y que son comunes a todos, porque de otra manera no podría comprenderse la vida, establecemos impensada pero necesariamente, una categoría aunque limitada, una propiedad. La luz, el aire mismo, lo disputamos a cada paso; en cuanto al agua, que llamaremos industrial, ni se diga. ¿Qué otra cosa son las repetidas y largas cuestiones judiciales que se suscitan cuando una persona eleva una pared frente a otra, sino disputas de la propiedad de la luz? ¿Quién puede negarme el derecho de que suba una pared, si puedo, tan alta como la torre de Babel? Pues inmediatamente lo impiden los mil vecinos a quienes dejo sus cuartos a oscuras si estaban en posesión de una ventana. ¿Qué otra cosa son las disposiciones de las municipalidades sobre la anchura de las calles y la extensión de las plazas, sino la apropiación en beneficio común de un cierto espacio y de una cierta cantidad constante de aire puro, que circule e influya en la salud y bienestar de los que viven en los edificios? ¿Qué habitantes en el mundo, por respetuosos que fueran a las autoridades, consentirían en que en virtud de una ley se les tapasen todas las puertas y ventanas, dejándoles sólo una estrecha abertura para comunicarse; o qué gobierno, por tirano que fuese, podía ni aun soñar tan absurda disposición? Pues en esos casos, no habría otra cosa sino una cuestión de propiedad en la luz y en el aire. La ley era un ataque directo a esa propiedad, y hemos puesto estos casos absurdos e imposibles, porque todo ataque que se dé a la propiedad, cualquiera que sea la forma con que se revista, en el fondo es tan absurdo y tan monstruoso, como el que acabamos de señalar como un ejemplo.

Y sin embargo de ser todo esto tan obvio, tan claro, no pasan cinco, ni diez años, sin que ya en un país, ya en otro, ya por un motivo, ya por otro, se presenten esas aberraciones del entendimiento, y esos trastornos del buen sentido que hacen dudar hasta de la cultura y de la civilización de los pueblos.

La propiedad es una necesidad de la vida, parece todavía más, que es una parte esencial de la armonía física y moral del mundo. Con la creación nació la propiedad. A los peces les tocaron las aguas, al hombre y a los otros animales la tierra, a las aves el viento. Quitad por un momento esta gran distribución de la naturaleza, y destruiréis enteramente el orden físico. Sumergid al hombre en el agua, sacad al pez del mar, obligad al pájaro a que atraviese andando las mismas distancias que con el auxilio de las alas, y veréis por todas partes introducido el desconcierto y la muerte.

De la observación de la naturaleza, nace el verdadero método para demostrar los derechos del hombre en la sociedad. Toda acción de la naturaleza, en su estado simple y sencillo, sin la añadidura de las pasiones, bien fácil de distinguirse y de marcarse, produce una acción también primitiva y natural de la propiedad, y estas acciones no sólo son bien marcadas en nuestra época de civilización, sino sancionadas precisamente por esa deidad que se llama libertad, y tras de la cual los pueblos van aun a costa de su sangre.

Hablar, pensar, escribir, trabajar para vivir, ir y venir, y existir libremente, he aquí las primeras y naturales propiedades que la naturaleza da al hombre desde que nace. Poned una mordaza al que hable, parad aunque sea por cinco minutos la acción del pensamiento, prohibid en los tribunales, en las tribunas, en las cátedras, el uso de la palabra, encerrad a los hombres dentro de una ciudad amurallada o en una cárcel, poned trabas a los trabajadores o prohibid tales o cuales industrias ... ¿qué constituye todo esto? Precisamente lo que se llama tiranía, es decir, lo contrario, lo opuesto a la libertad y al progreso.

Y todo esto que nos parece hoy sencillo y natural, ha sido y es frecuentemente trastornado y tergiversado en las sociedades, tomando unas veces el pretexto del orden, y otras el de la libertad misma.

La previa censura, los pasaportes, cordilleras y filiaciones, la prohibición de reunirse para objetos lícitos, los monopolios, todos estos no son más que ataques a la propiedad.

El análisis aun de las cosas más fútiles e insignificantes, nos guiará al conocimiento de las primeras y rudimentales nociones de la propiedad, siguiendo, como hemos dicho, la marcha ordinaria y sencilla de la naturaleza. Hemos dicho al principio, que en el niño y el anciano estaba igualmente impreso y formando una de las series de ideas innatas, el conocimiento de la propiedad. Dadle a un niño un juguete, con el cual acostumbre divertirse. QUitádselo después y veréis que ejerce en su esfera todo el género de resistencia posible, sin temor de todas las fuerzas superiores que lo pueden dominar y aun aniquilar. Toda esta resistencia no significa más que el sentimiento de la propiedad y la defensa de ella.

A medida que el hombre crece, el sentimiento de la propiedad aumenta progresivamente. El vestido, los muebles, los pocos libros de recreo o de estudio, la modesta y estrecha habitación en el colegio, la medalla que premió su estudio, todo esto forma un mundo pequeño de propiedad que produce un sentimiento de bienestar con todo el conocimiento, o mejor dicho, la certeza de que debe modificarse y cambiarse. Más adelante, el hombre desea ser el propietario de un caballo, de un carruaje, de un reloj, de un gabinete de estudio, de un juego de instrumentos de su profesión. El círculo se ensanchó ya, y ese mundo pequeño de propiedad que comienza con el juguete del niño, se ensancha hasta el gabinete del ingeniero, del abogado o del arquitecto. Decid por una ley, por un decreto, por una proclama, que los gabinetes de estudio sean comunes, que el ingeniero, bajo el pretexto de utilidad pública, tiene obligación de prestar sus instrumentos al primero que se los pida, que el abogado debe abrir su biblioteca y dejar que el primero que pase tenga derecho de coger sus mejores libros, bajo el pretexto de que así se difunde la instrucción en el pueblo, y veréis inmediatamente qué defensa tan enérgica y tan vigorosa hacen el niño, el estudiante, el ingeniero y el abogado, y cómo todos convienen en sostener lo que llaman su derecho y su libertad de poseer sin contradicción, los muebles y útiles de que están en plena posesión y perfecto dominio.

Las golondrinas, dice un célebre historiador francés, que constrUyen sus nidos, reconocen una propiedad en ellos, y vuelven en la buena estación al hogar donde criaron a sus polluelos.

No son las aberraciones del entendimiento, ni las falsas doctrinas, ni las dañosas teorías, ni los funestos y escandalosos ataques contra la propiedad, patrimonio exclusivo de nuestro país; antes bien esas ideas ilógicas y perjudiciales, han venido atravesando el océano procedentes de países viejos, donde la civilización ha echado profundas raíces, y donde hay para todas las grandes cuestiones grandes inteligencias que arrojan la luz del razonamiento en cuanta discusión difícil y oscura se presenta a ser debatida en la arena política.

En 1848 comenzaba el grande historiador Thiers uno de sus más notables libros, con una amarga queja, más bien, con una terrible acusación contra el buen sentido y la civilización del pueblo francés.

Pues que la sociedad francesa -decía- ha llegado a un estado de perturbación moral, que las ideas más naturales, más evidentes y más universalmente reconocidas, se ponen en duda y son audazmente negadas, que nos sea permitido demostrarlas como si no fuesen conocidas y tuviesen necesidad de demostración.

En 1848 crujió la monarquía constitucional francesa y cayó. También crujió y cayó en pocos días la República, con todo y el prestigio de la lira armoniosa de Lamartine, de ese hombre a cuyo entierro han concurrido cuatro carruajes, y que bastante bueno y bondadoso, murió creyendo en la bondad humana. Las tres palabras mágicas del poeta: Libertad, Igualdad, Fraternidad, fueron una ininteligible confusión para ese pueblo francés, eterno zoilo y despiadado crítico de cuantos países y de cuantas instituciones hay sobre la faz de la tierra.

Sea, pues, que el torrente que se desbordaba en 48 asustara a ese antiguo y reflexivo pensador, sea que un hombre de ciencia y de estudio tenga costumbre de demostrar en cualquier cosa, desde las más sencillas y triviales nociones hasta los problemas más complicados, es el caso que Mr. Thiers, con esa claridad, dote especial de su elevada inteligencia, comenzó como Adam Smith en su época, por sentar cosas tan triviales y al mismo tiempo tan necesarias para conocer los fundamentos de la propiedad, del trabajo y de la organización consiguiente de las sociedades humanas, que su misma sencillez llamó fuertemente la atención, como la había llamado Smith en Inglaterra, años antes, contando cándida y minuciosamente a los sabios y orgullosos lores en qué consistía que el precio del pan no fuese igual al de la carne, y por qué se prefería el criar gordos bueyes en los prados en vez de dedicar las tierras al cultivo de los cereales. Todas estas cosas, cuando pasa algún tiempo, admiran por la misma simplicidad de su mecanismo. Parece que todo el mundo las sabe y, sin embargo, nadie fija la atención hasta que un hombre privilegiado las cuenta y las analiza. ¿Qué noción más sencilla, más perceptible que la redondez de la tierra? Todos los que viven en la orilla de la mar, se han cansado de ver salir de entre las ondas primero el gallardete de un barco, después el palo más alto, después los otros, y finalmente el velamen y el casco entero. ¡Y cuántos años han pasado, y cuántos libros se han escrito, y cuántas acaloradas disputas para llegar a una conclusión tan vulgar, tan fuera de duda: La tierra es redonda!

Thiers, más minucioso que nosotros en las ideas que por vía de introducción hemos salpicado aquí y acullá, sentó esta atrevida a la vez que exacta y sencilla doctrina: El hombre desde que nace, aunque sea el más pobre y mísero de los nacidos, es desde luego propietario.

¿De qué es propietario? Nada menos que de los miembros locomotores con que lo ha dotado la naturaleza, de sus facultades intelectuales, de ese otro agente poderoso que se llama voluntad. He aquí la propiedad primitiva.

Nudus in nuda humo, tal es el estado en que el hombre ha sido arrojado a la naturaleza, según Plinio el antiguo; y sin embargo, ¿queréis conocer la grande sencillez de la doctrina de Thiers? Pensad solamente, que los pies y las piernas llevan al hombre a las montañas, a las selvas, a los hielos, a los mares, a los desiertos, a todas partes; y de esta locomoción de la humanidad, del uso de esta propiedad, a la que se aplica la de las manos para toda especie de mecanismos, por complicados que sean, y la del entendimiento para coordinar todas las funciones de los órganos locomotores, resulta la cosmografía, la geografía, la navegación, la botánica, la química, las ciencias todas; y para percibir todo esto con más claridad, no hay más sino echar la vista a los países donde esta propiedad ha sido atacada, y observar el atraso, o cuando menos, el estado estacionario de la civilización.

Sin analizar detenidamente esta doctrina, es imposible formarse, por ejemplo, una idea precisa y científica del plagio, que ha invadido a veces la Italia y la España, y que pasó desgraciadamente a nuestro país, porque todo lo bueno y lo malo en lo moral, es preciso que dé vuelta y circule en el mundo.

Lo primero que hace el plagiario es atacar la propiedad primitiva del hombre. Es necesario que la víctima vaya con los ojos vendados, en cierto caballo, más despacio o más aprisa; que no se mueva sino con el consentimiento de la voluntad ajena; que calle o hable aunque no quiera; en fin, que todo lo que la naturaleza le dio de poder y de libertad en su propia organización, quede, por tiempo tal vez indefinido, bajo el imperio de voluntad extraña. Nadie, con excepción de las víctimas, ha pensado en lo grave, en lo terrible que es esto, y basta demostrarlo con un ejemplo histórico. Un tirano de Suiza puso su sombrero en un palo en la plaza pública para que todos los que pasasen lo saludasen. ¿Qué importaba todo esto? En el fondo era una verdadera simpleza, hija del orgullo más estúpido; pero realmente era un ataque a la propiedad primitiva. Se obligaba al hombre libre a que ejecutara un acto de locomoción que no consideraba ni justo ni necesario, y esto dio origen a la independencia de un pueblo. La prueba mayor de tiranía que se cita del Doctor Francia, es la de que obligaba a los ciudadanos a encerrarse a las ocho de la noche en su casa. A ningún gobernante después de Gessler ha ocurrido prevenir que los ciudadanos se rían o caminen con un brazo levantado, o anden a brincos, o cualquiera otra de esas cosas. En cuanto a los plagiarios, comienzan con ese ataque a la propiedad primitiva, y es tan eficaz por ser tan terrible y tan duro, que concluyen por obtener cantidades que superan a veces no sólo a las economías, sino a los recursos todos del paciente.

Un análisis semejante explica la alarma, la conmoción, la inquietud, el estado terrible de la sociedad, que siente que este mal es más grave que la guerra civil, que la peste, que el sitio de una plaza, que los terremotos mismos; y estos sufrimientos de una sociedad en la cual apenas han sido atacados unos cuantos individuos, no es más que la expresión común de la defensa de la propiedad, y para que esta defensa sea eficaz, cuando no bastan los medios ordinarios, se acude a remedios extraordinarios, y ve la luz pública una ley draconiana como la que acaba de expedir el Congreso. Toda esta explicación es necesaria para comprender cómo la propiedad es lo que podríamos llamar el verbo, la sustancia misma, elemento preciso de la vida de las sociedades.

Raros e interesantes fenómenos presenta el estudio de la propiedad. Es una especie de sustancia química, única y privilegiada, que aunque se mezcle con otras sustancias, apenas se la decanta cuando vuelve a aparecer pura, íntegra, con su misma acción, su misma fuerza, su misma composición primitiva. Vamos a verlo.

Desde el momento que el plagiario ha consumado su atentado contra la propiedad y ha recibido el fruto de él, es un nuevo propietario. Este hombre ya rico, acomodado, pasando en la sociedad como un hombre probo y trabajador, supuesta la ignorancia de sus crímenes, sería el juez más terrible contra los plagiarías. Él seguramente querría vivir seguro en su hacienda, transitar libremente los caminos con su dinero o sus letras en el bolsillo; la idea sola de que podrían vendarle los ojos, montarlo en un caballo, dejarlo sin comer tres días, suspenderlo a un árbol, y arrancarle, por fin, sus bienes, lo volvería frenético y buscaría sus armas para acribillar al que intentara tal ataque. Todo esto no es más que el sentimiento innato de la propiedad, sentimiento que se trasmite necesariamente con las cosas, con los valores, con los objetos que se adquieren. En este caso no hay más que el vicio del origen. Supongamos que el plagiario tuvo una familia, que sus hijos, ignorantes de todo, trabajadores y honrados por su parte, heredaron una gran fortuna, y que las víctimas también ignoraron al verdadero autor del atentado. ¿Qué sucede entonces? La propiedad volvió a ser neta, incuestionable; el que la ataque, por más que para Dios sólo sea conocido el origen bastardo, para la sociedad y para la ley, comete un nuevo atentado, un plagio que no disminuye de gravedad por más que en los arcanos oscuros del pasado se conserve la funesta historia de esos caudales.

Pues aun en el caso de que sea cogido el plagiario, aparece o quiere aparecer inocente, y se presenta en el juicio con el carácter inequívoco de Un propietario primitivo, a quien por una acusación injusta se le priva de su libertad, del uso de su inteligencia y de sus miembros locomotores.

A medida que se entra en un análisis minucioso, queda el entendimiento más sorprendido de los verdaderos fenómenos que se desarrollan en estos casos. ¿Qué otra cosa es el juicio de un plagiario sino la averiguación contradictoria del derecho de propiedad en la cosa que se pretende usurpada? ¿Qué abogado en ningún país y ante ningún tribunal del mundo, defiende en conciencia el robo, la usurpación y el plagio?

Para comprender bien estos juicios, es necesario pensar que hay dos acciones enteramente distintas y por esto enteramente contradictorias. La justicia desde que se apodera de una persona por cualquier causa, la supone culpable, por más que sea esto contrario a la opinión de algunos jurisconsultos. La inducción lógica es ésta: pues que tal hombre es aprehendido y reducido a prisión, luego hay motivo para ello.

La acción del defensor es la contraria. Siempre supone no sólo coacción, sino injusticia en la autoridad, y entabla una defensa precisa y especialmente para asegurar la propiedad del supuesto reo. ¿Por qué se le priva de su libertad, por qué del uso de su inteligencia, por qué del ejercicio de sus brazos y piernas? Que se le absuelva, que se le ponga en libertad, que se le restituya, en una palabra, su propiedad, es la aspiración del defensor, y para esto promueve cuantos recursos le permiten las leyes, e invoca cuantas doctrinas cree favorables, de modo que precisamente el abogado que con escándalo quizá de la sociedad que le rodea, es el defensor de los plagiarios, es precisamente el más acalorado defensor del derecho de propiedad. El mayor triunfo del plagiario es el día en que la justicia lo declaró absuelto y libre, y no tanto porque le volvió el uso de sus miembros locomotores, sino porque dijo ante la sociedad entera: Este hombre no atacó la propiedad. Este hombre no es culpable de haberse apropiado nada ajeno. De modo que la única garantía real y positiva del plagiario y del ladrón es el mismo derecho de propiedad. Aniquilemos todas las nociones de este derecho, y no habrá defensa posible para los acusados de estos delitos. Si las defensas de los crímenes contra la propiedad y si las sentencias absolutorias de los jueces no se pudiesen mirar por este lado filosófico, realmente serían detestables, y una sociedad donde tuviesen elocuentes y poderosos defensores los delitos que más perturban el orden moral de las cosas, podría decirse que no estaba definitivamente constituida. Y no hablemos de los casos de calumnia y de conocida y averiguada inocencia, sino de aquellos como el de Benítez, en que los hechos públicos y las pruebas materiales parece que rechazan todo género de defensa.

Esto quiere decir en sustancia, y es menester tenerlo bien presente, que todas las cosas relativas al grande y extenso derecho de propiedad son tan delicadas, que aun cuando parece que hay no solamente motivo sino razones de justicia para atacarla en esta o en la otra forma, esto no se hace sin un severo juicio contradictorio; juicio y recurso que no niega la ley sino por razones muy graves y por determinado periodo a los criminales cogidos infraganti. ¿Qué recursos, qué defensas, qué amparo, qué consideraciones, qué garantías, qué respeto no se deberá tener por el propietario notoriamente inocente, pacífico, dueño por el trabajo, por la herencia, por la sanción de multitud de leyes antiguas y modernas, de ciertos bienes, de ciertas cosas, de ciertos derechos de que ha estado por un largo periodo de años y está en plena y pacífica posesión?

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