Sergio Pannunzio

Sindicalismo

y

anarquismo

Primera edición cibernética, enero del 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Presentación

Este ensayo del controvertido escritor italiano Sergio Pannunzio, nos ofrece una reflexión en torno a las coincidencias y divergencias entre sindicalismo y anarquismo desde un prisma jurídico.

En efecto, Pannunzio, al igual que muchísimos de sus contemporáneos de principios del siglo XX, hubieron de reflexionar y polemizar sobre estos temas que, durante aquellos años, captaron la atención de los medios intelectuales europeos.

Pannunzio desliga por completo el contenido y las finalidades del sindicalismo y del anarquismo. Encuentra, ciertamente, algunas coincidencias, pero concluye que en el fondo el sindicalismo es ajeno al anarquismo.

Los estudiosos de las ideas políticas saben que Sergio Pannunzio terminaría formando parte de las organizaciones fascistas italianas, pero aclaremos que cuando escribió este ensayo aún no se iniciaba en él el proceso interno que le conduciría a adoptar el credo fascista, era incluso considerado como un escritor de avanzada.

Esperamos que la presente edición virtual enriquezca a todo aquel interesado en el estudio de la filosofía jurídica.

Chantal López y Omar Cortés




Sindicalismo y anarquismo

Nunca se pondrán bastante en evidencia las diferencias que hay entre el sindicalismo y el anarquismo. Para comprenderlas, es necesario partir de la diferencia fundamental que existe entre el Estado, concebido en la determinación y configuración política histórico-burguesa, y la autoridad, principio y lazo social perentorio que domina la vida social, independientemente de las aptitudes y formas que revista en los distintos períodos históricos y en los diversos medios sociales.

La diferencia esencial entre el sindicalismo y el anarquismo es la siguiente: mientras que el primero rechazando el Estado, no rechaza al mismo tiempo, toda forma de organización autoritaria de la sociedad, el segundo rechaza de un modo absoluto el principio autoritario en sí, y, por consiguiente, toda forma de autoridad social. La autoridad social es cosa muy distinta del Estado; que el Estado en la sociedad burguesa sea la encarnación de la autoridad social, nadie lo niega. Todo el materialismo histórico está aquí. Son los socialistas los que han propuesto la concepción materialista del Estado bajo una forma categórica y absoluta. Cuando Marx decía que el Estado es el instrumento de poder de la burguesía, afirmaba que toda la autoridad social está en manos de la clase hoy dominadora. El Estado, con arreglo a la crítica marxista, no es el órgano jurídico que une, integra y completa todas las clases sociales, según las antiguas concepciones filosóficas y jurídicas. En el Estado, la crítica marxista ve el interés preponderante de una clase que toma una forma jurídica exterior. El derecho es la expresión de los intereses de la clase directora, intereses que se imponen a los individuos por la fuerza material (que es aquí la sanción jurídica), del Estado; tal es, el derecho considerado histórica y sociológicamente.

El derecho no es, pues, la entidad divina, abstracta e ideal que todos creían. El derecho es algo más real, algo íntimamente ligado a los intereses materiales, egoístas, de un grupo de personas preponderantes en un determinado momento histórico. Hay algunos sociólogos y juristas, cuya concepción se acerca a la concepción materialista del Estado, tal como ha sido formulada por Marx. El profesor Antón Menger sostiene que la ley no es la expresión de los intereses convergentes de una masa social, de una nación, ni la formulación y fijeza del derecho popular en una regla positiva, como afirmaban y siguen afirmando los partidarios de la escuela democrática. La ley sanciona únicamente el interés del grupo preponderante. El derecho público del Estado es el derecho de los poderosos: en las Sociedades modernas, los poderosos son los que poseen, los que detentan los medios de producción, las clases capitalistas. El derecho público del Estado se confunde con el interés de los ricos. Como se ve, hasta un jurista ha llegado a esta concepción heterodoxa de la ley, del derecho público y del Estado, concepción que coincide casi por completo con la concepción materialista de Carlos Marx.

Conviene tener siempre presente que todos estos análisis se refieren a una entidad histórica determinada y precisa: el Estado. Al demostrar que el Estado es el órgano instrumental de los intereses de los directores y al sostener la necesidad de combatirlo hasta en sus elementos más centrales y vitales, el sindicalismo está perfectamente de acuerdo con el anarquismo.

El antimilitarismo, muy común tanto a los anarquistas como a los sindicalistas, es, sin embargo, una consecuencia directa de las premisas antiestatistas del sindicalismo. Si el Estado no es solamente un esquema jurídico, sino una substancia real, un órgano que expresa una función, es porque el Estado se basa en la organización militar. Descomponiendo el poder en sus elementos últimos y más simples, llegamos al poder militar. Sin la fuerza militar organizada en ejército permanente, el Estado sería una abstracción metafísica. Sin la fuerza, no hay derecho. El elemento esencial del derecho es la presión. Cuando el derecho, y ya sabemos en qué consiste, es violado, hay que restablecerlo, deteniendo y oprimiendo a la fuerza violadora.

Los obreros en huelga, que violan la llamada ley del trabajo, saben mejor que nosotros que el respeto a la ley del trabajo, violada, lo imponen las bayonetas; convencidos por experiencia de esta verdad, sienten la necesidad de destruir, de desorganizar la fuerza militar, que es la fuerza fundamental que se opone a sus reivindicaciones y a su derecho.

Sobre este punto, sobre la necesidad del antimilitarismo, el sindicalismo y el anarquismo están de acuerdo. ¿Dónde, pues, surge la discordia? ¿En qué cuestión, las dos concepciones, la sindicalista y la anarquista, divergen y son irreductibles? Ya lo he dicho: en la cuestión de la autoridad social.

Cierto que los anarquistas son enemigos de este intento de demostración. También lo es que hay sindicalistas opuestos a todo principio de autoridad. Pero no conviene referirse a las opiniones de un pensador o de otro, aunque sean las más autorizadas, cuando se trata de establecer conclusiones que tienen una repercusión, no tanto en las esferas ideales y teóricas, cuanto en la práctica, en la actitud política, en la táctica y el método de acción revolucionaria del proletariado.

El gran mérito del sindicalismo consiste en no responder tanto a las apreciaciones, a un sistema de ideas de algunas personas, de un grupo de hombres, o de un partido, cuanto a las exigencias prácticas, objetivas; de confundirse con la práctica y la realidad. El sindicalismo es, ante todo, pragmatista. El sindicalismo es a la vez teoría y práctica. En el sindicalismo, la teoría y la práctica no están divididas, no se contradicen, forman una unidad perfecta. El sindicalismo no pertenece a los anarquistas, como tampoco pertenece a los socialistas ni a los republicanos. El sindicalismo pertenece a los sindicatos. Es preciso, por consiguiente, referirse a éstos y no a las opiniones de algunas personas, para establecer conclusiones. Ahora bien; los sindicatos son realidades objetivas, que existen, que tienen una estructura, una dirección perfectamente determinadas. Nuestras convicciones intelectuales deben nacer de la observación de los sindicatos y de la vida que en ellos se desarrolla. El observador, en el análisis objetivo y científico de la realidad, debe, por consiguiente, estar exento de todo apriorismo, de todo prejuicio filosófico y político. Hemos dicho que el sindicalismo es, ante todo, pragmatista y que se impone por sí mismo como un hecho independiente, por encima y contra las convicciones intelectuales y todos los sistemas políticos formados a priori. El esquematismo mental, la rigidez teórica, el sistema doctrinal, no deberían vacilar un momento en desaparecer, si los hechos observados están en contradicción con la idea preconcebida. Es menester que el hombre político empiece a proceder de esta manera, si no quiere oponerse inútilmente a la corriente irresistible de las cosas. Son los hechos los que se encargan de educar a los hombres, y me parece que los anarquistas no quieren todavía convencerse de esta verdad sumamente sencilla y evidente.

Los anarquistas razonan siempre por introspección. Quieren ser siempre ... ellos mismos. Quieren además reducir toda la realidad exterior a sus razonamientos estrechos e inexorables. En esto, son invencibles. Miden las cosas externas a ellos según su mentalidad específica. Y no sólo quieren ser siempre ellos mismos, sino también establecer una identidad entre sus ideas y los hechos exteriores, que nunca pueden adaptarse a su lógica. La lógica de los hechos no siempre es la lógica de ciertas ideas. Los anarquistas no quieren reconocer nunca la necesidad indispensable de la práctica y de la acción. Son sumamente inadaptables, desean extender su dominio espiritual sobre el mundo externo más de lo posible. Este modo de pensar es el criterio de su manera de obrar, no sólo en lo que atañe a las relaciones íntimas de partido, sino también en lo referente a las relaciones con las masas que quieren educar. Esta es la única explicación de su fanatismo antielectoral y de su prejuicio abstencionista. Pero aquí también estamos en el terreno de los apriorismos, de las ideas preconcebidas, de los prejuicios que se oponen a la realidad moderna, que impone sus exigencias.

Los sindicalistas han procedido de un modo muy distinto. Han reconocido la necesidad de la acción directa, como una necesidad verdaderamente sentida por la clase obrera organizada y no han vacilado un sólo momento en hacer la acción directa, uno de los principios más fundamentales de su concepción revolucionaria.

Pero el reconocimiento de la necesidad de la acción directa no ha producido en los sindicalistas un desprecio sistemático por toda acción electoral y parlamentaria. Los sindicalistas han dado así pruebas de un sentido más fino y perfecto de la realidad, de un sentido complejo y variable, que no puede encerrarle en los estrechos límites de las fórmulas: el sentido de la adaptación divergente, que hace desaparecer la contradicción estéril entre la realidad y la práctica y origina un acuerdo perfecto entre las convicciones y las acciones, que tiene por resultado la unidad y recta dirección de la acción -el verdadero rasgo característico de la política, que no es un juego de ideas, sino de acción.

Quizás insisto demasiado en estas consideraciones de psicología política, que, sin embargo, no son inútiles ni están fuera de lugar, porque contienen implícitamente la respuesta a una objeción hecha por uno de los más claros, de los más distinguidos pensadores y militantes anarquistas italianos. Luigi Fabbri, en el Divenire Sociale (An. II, núm. 13), escribe: Me parece que hay alguna confusión. Lo prueba Sergio Pannunzio con su artículo del Devenir, del primero de Marzo, sobre Socialismo, Liberalismo y Anarquismo. Habla de un régimen sindicalista futuro, que tendrá que admitir un derecho positivo garantizado e impuesto por la autoridad social ... ¡Ay, hasta al régimen sindicalista (¿digo bien?) apunta la linterna del carabinero! Y todo esto para poder decir que el sindicalismo admite la autoridad, mientras que el anarquismo la rechaza, y que los reformistas proceden injustamente al tachar de anarquistas a Pannunzio y sus camaradas ...

¿Cree Fabbri de verdad que, si insisto en la necesidad de poner en evidencia la diferencia que existe entre el Estado y la autoridad social, es para distinguirme de los anarquistas y no caer en desgracia ante los reformistas? No; la cuestión de que se trata es muy distinta.

No diré que me inclino a establecer esta diferencia por mis convicciones personales íntimas, pero sí he de decir que solamente razones políticas precisas y perentorias me han determinado a precisar perfectamente la posición que el sindicalismo toma y debe tomar frente a la anarquía. Y ahora, dejemos los preámbulos y entremos en la discusión de nuestro problema, que tiene una enorme importancia práctica y que es de actualidad política. La cuestión interesa vivamente a la nueva conciencia socialista, en vía de formación. La más reciente literatura socialista ha hecho bien al discutir y poner de manifiesto los verdaderos términos del problema.

¿Cómo debe, plantearse el problema de la anarquía en sus relaciones con el sindicalismo? ¿Sobre el terreno económico o sobre el terreno político? Olivetti (A. O. Olivetti, Problemas del socialismo contemporáneo, Lugano 1906), en su libro discute la posición del socialismo frente a la doctrina anarquista: plantea el problema desde el punto de vista económico y filosófico más que político, sin conseguir darnos una solución de él precisa y exacta. El problema anarquista es, por el contrario, un problema ético y político. El anarquismo no considera tanto la estructura y organización económica de la sociedad futura, como su estructura y organización política y moral. Sabido es que el anarquismo no tiene un programa propio de reconstrucción económica de la sociedad. Ha tomado y toma sus ideas económicas de la doctrina socialista, que es esencialmente una doctrina económica, según la formulación marxista.

El problema anarquista refleja las relaciones políticas que se establecen en una organización social futura; es decir, las relaciones entre individuo e individuo, entre individuo y grupo, entre grupo y grupo y entre estos grupos y un organismo social superior. Los términos del problema anarquista son siempre: libertad y autoridad; lo esencial en la anarquía es la tendencia a un máximum de libertad y a la eliminación de la autoridad, como dice Kropotkin.

El sindicalismo está de acuerdo con el anarquismo en la crítica y la tendencia a destruir el Estado politico actual, pero establece matices. Para ser más precisos, el sindicalismo es antiestatista por definición, pero no antiautoritario. Las premisas antiautoritarias sindicalistas, tienen un valor relativo, en cuanto se refieren a la autoridad burguesa, que es el centro de la organización social actual.

Las premisas antiautoritarias del anarquismo tienen, en cambio, un valor absoluto y categórico; se refieren a toda forma de organización social y politica. El sindicalismo, por consiguiente, no es antiautoritario.

No hay duda de que la organización económica de la sociedad sindicalista deberá tener principios de dirección y coordinación. No podemos concebir el mecanismo de la producción, funcionando de un modo desordenado y ciego.

El organismo económico de una empresa moderna vive en tanto que es una combinación de elementos productivos: capital, tierra, trabajo. En la economía capitalista, la función de combinar los elementos productivos en el organismo de la empresa es casi una característica esencial del patrono. En la economía de las empresas capitalistas el patrono es quien ejerce la vigilancia y la dirección. La existencia del patrono capitalista nos repugna hoy, provoca la protesta y la lucha de los asalariados, aunque, dada la división de los elementos de la producción, la función del patrono, además de responder a simpIes exigencias técnicas de la producción, es un corolario de las condiciones económicas presentes.

El patrono es siempre el capitalista que somete al salario a los obreros, que se apropia de la plusvalía, sacando de esta plusvalía la ganancia de la empresa, después de haber reembolsado el capital y los intereses al capitalista comercial.

Cuando la explotación inherente al organismo de la empresa capitalista sea eliminada por la unificación y la asociación libre de los factores productivos, en posesión ya de los obreros sindicados, seguirá habiendo grupos de productores que tendrán necesidad de un régimen técnico, de una dirección. Un principio autoritario, por decirlo así, que resulte inevitablemente de las imperiosas necesidades técnicas del trabajo y la producción, existirá hasta en el régimen económico obrero, sin clase patronal y sin Estado, instituído por los sindicatos. Habrá una sociedad nueva que no será el Estado, sino lo contrario, el régimen técnico y pedagógico de la actividad humana, el self-gouvernement del trabajo.