Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO VIII

De la corrupción de los principios en los tres gobiernos

I.- Idea general de este libro. II.- De la corrupción del principio de la democracia. III.- De la igualdad extremada. IV.- Causa particular de la corrupción del pueblo. V.- De la corrupción del principio de la aristocracia. VI.- De la corrupción del principio de la monarquía. VII.- Prosecución del mismo asunto. VIII.- Peligro de la corrupción del principio del gobierno monárquico. IX.- La nobleza es inclinada a defender el trono. X.- De la corrupción del principio del gobierno despótico. XI.- Efectos naturales de la bondad y de la corrupción de los principios. XII.- Continuación del mismo asunto. XIII.- Efecto del juramento en un pueblo virtuoso. XIV.- De cómo el menor cambio en la constitución acarrea la pérdida de los principios. XV.- Medios más eficaces para la conservación de los tres principios. XVI.- Propiedades distintivas de la República. XVII.- Propiedades distintivas de la monarquía. XVIII.- La monarquía en España es un caso particularísimo. XIX.- Propiedades distintivas del gobierno despótico. XX.- Consecuencia de los capítulos anteriores. XXI.- Del imperio Chino.


CAPÍTULO PRIMERO

Idea general de este libro

La corrupción de cada régimen político empieza casi siempre por la de los principios.


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CAPÍTULO II

De la corrupción del principio de la democracia

El principio de la democracia degenera, no solamente cuando se pierde el espíritu de igualdad, sino cuando se extrema ese mismo principio, es decir, cuando cada uno quiere ser igual a los que él mismo eligió para qUé le mandaran. El pueblo entonces, no pudiendo ya sufrir ni aun el poder que él ha dado, quiere hacerlo todo por sí mismo, deliberar por el Senado, ejecutar por los magistrados, invadir todas las funciones y despojar a todos los jueces.

Desaparece la virtud de la República. El pueblo quiere hacer lo que es incumbencia de los magistrados: ya no los respeta. Desoye las deliberaciones del Senado: pierde el respeto a los senadores y por consiguiente a los ancianos. Cuando a los ancianos no se los respeta, no se respeta ni a los padres: luego los maridos no merecen ya ninguna deferencia ni los maestros ninguna sumisión. Todos se aficionarán a este libertinaje: no respetarán a nadie ni las mujeres, ni los niños, ni los esclavos. Perdida la moral, se acaban el amor al orden, la obediencia y la virtud.

En El Banquete de Jenofonte puede verse una pintura muy candorosa de una República en la que el pueblo ha abusado de la igualdad. Cada convidado va, por turno, dando la razón por la cual está contento de sí. Yo estoy contento de mí, dice Carmides, por mi pobreza; cuando era rico, tenía que adular a los calumniadores, pues sabía que más daño me podían hacer ellos a mí que yo a ellos; la República me pedía siempre alguna nueva suma; no podía aumentarme. Desde que soy pobre, he adquirido autoridad: nadie me amenaza; puedo irme o quedarme; soy yo quien amenaza, pues los ricos se levantan de su asiento para dejármelo a mí. Antes era un esclavo, ahora soy un rey; antes pagaba una contribución a la República; ahora la República me da el sustento. En fin, no tengo nada que perder y tengo esperanza de adquirir.

El pueblo cae en esta desgracia cuando aquellos a quien se confía, para ocultar su propia corrupción, procuran corromperlo. Para que el pueblo no vea su ambición, le hablan sin cesar de la grandeza del pueblo; para que no descubra su avaricia, fomentan la del pueblo sin cesar.

La corrupción irá en aumento, así entre corruptores como entre corrompidos. El pueblo se repartirá los fondos públicos; así como ha entregado a la pereza la gestión de los negocios públicos, añadirá a la pobreza el lujo y sus encantos. Pero ni la pereza ni su lujo le apartarán de su objeto, que es el tesoro público.

No hay que admirarse de que, por dinero, venda los sufragios. No puede dársele mucho al pueblo sin sacarle más; pero tampoco puede sacársele algo sin transformar el Estado. Cuanto más parezca sacar provecho de su libertad, más próximo estará el momento de perderla. Se forman tiranuelos con todos los vicios de uno solo. Y la poca libertad que quede llega a hacerse inaguantable: surge un solo tirano, y el pueblo pierde hasta las ventajas de su corrupción.

Dos excesos tiene que evitar la democracia: el de la desigualdad, que la convierte en aristocracia o la lleva al gobierno de uno solo, y el de una igualdad exagerada que la conduce al despotismo, como el despotismo acaba por la conquista.

Es verdad que los corruptores de las Repúblicas griegas no siempre acabaron por hacerse tiranos. Es que eran más dados a la elocuencia que al arte militar; y además, había en el corazón de todo griego un odio implacable a cuantos combatían el régimen republicano. Por eso la anarquía degeneró en aniquilamiento en vez de trocarse en tiranía.

Pero Siracusa, que estaba rodeada de numerosas oligarquías pequeñas, cambiadas en tiranías (1); Siracusa, que tenía un Senado (2), del cual apenas hace mención la historia, experimentó desgracias que la corrupción ordinaria no produce. Aquella ciudad, siempre sumida en la licencia o en la opresión (3), igualmente minada por la libertad y por la servidumbre, recibiendo la una y la otra como una tempestad, siempre determinada a una revolución al menor impulso extraño, tenía en su seno un pueblo inmenso que siempre estuvo en esta cruel alternativa: darse un tirano o serlo el.


Notas

(1) Véase eu Plutarco la Vida de Timoleón y la Vida de Dion.

(2) Se alude al de los Seiscientos, del que habla Diodoro de Sicilia.

(3) Expulsados los tiranos, hicieron ciudadanos a los extranjeros y a los soldados mercenarios, lo que encendió guerras civiles. (Aristóteles, Política, lib. V, cap. III) - Las pasiones y rivalidades de dos magistrados, cambiaron la forma de esta República. (ldem, ídem, lib. V, cap. IV.) Debida al pueblo la victoria lograda contra los Atenienses, la República se transformó. (ldem, ídem).


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CAPÍTULO III

De la igualdad extremada

No está más lejos el cielo de la tierra que la verdadera igualdad de la igualdad extremada. El espíritu de la primera no consiste en hacer de modo que todo el mundo mande o que nadie sea mandado, sino en obedecer y mandar a sus iguales. La libertad verdadera no estriba en que nadie mande, sino en estar mandados por los iguales.

En la naturaleza, los hombres nacen iguales; pero esa igualdad no se mantiene. La sociedad se la hace perder y sólo vuelven a ser iguales por las leyes. Tal es la diferencia entre la democracia ordenada y la que no lo está, que en la primera todos son iguales como ciudadanos, y en la segunda lo son también como magistrados, como senadores, como jueces, como padres, como maridos, como patronos.

El asiento natural de la virtud se encuentra al lado de la libertad; pero no está tan distante de la libertad extrema como de la servidumbre.


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CAPÍTULO IV

Causa particular de la corrupción del pueblo

Los grandes éxitos, sobre todo aquellos a que el pueblo contribuye en mucho, le dan un orgullo tan desmesurado que se hace imposible conducirlo. Celoso de los magistrados, acaba por encelarse de la magistratura; enemigo de los gobernantes, no tarda en serlo también de la constitución. Así la victoria de Salamina, en la lucha con los Persas, corrompió la República de Atenas (1); y la derrota de los Atenienses perdió a la República de Siracusa (2).

La de Marsella no pasó jamás por grandes alternativas de triunfos y reveses, no conoció los contrastes de rebajamiento y esplendor: por eso se gobernó siempre con sabiduría y conservó sus principios.


Notas

(1) Aristóteles, Política, lib. V, cap. IV.

(2) Idem.


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CAPÍTULO V

De la corrupción del principio de la aristocracia

La aristocracia se corrompe cuando el poder de los nobles se hace arbitrario: siendo así, ya no hay virtud posible ni en los que gobiernan ni en los gobernados.

Si las familias gobernantes observan las leyes, la aristocracia es una monarquía que tiene varios monarcas y que es muy buena por su propia índole; todos esos monarcas resultan ligados por las leyes. Pero si no las observan, la aristocracia es un Estado despótico en manos de varios déspotas.

En este caso, la República no subsiste más que entre los nobles y para los nobles. Está la República en la clase que gobierna y el Estado despótico en las clases gobernadas; lo cual produce entre éstas y aquélla la división más profunda.

La corrupción llega al colmo cuando los títulos o las funciones son hereditarios (1): ya los privilegiados no pueden tener moderación. Como sean pocos, su poder aumenta, pero disminuye su seguridad: de suerte que, aumentado el poder y disminuyendo la seguridad, el exceso de poder es un peligro para el déspota.

En la aristocracia hereditaria, el gran número de próceres hará menos violenta la gobernación; pero como falta la virtud, se caerá en un espíritu de flojedad y abandono que dejará sin vigor la autoridad del Estado y embotará sus resortes (2).

Una aristocracia puede mantener intacta la fuerza de su principio, si las leyes son tales que hagan sentir a los nobles, más que los goces del mando, sus riesgos y fatigas; o si es tal la situación del Estado que siempre haya algo que temer; que venga de dentro la seguridad, de fuera la incertidumbre.

Así como en la confianza están la gloria de la monarquía y su seguridad, en la República sucede lo contrario: es menester que tema alguna cosa (3). El temor a los Persas mantuvo las leyes entre los Griegos. Cartago y Roma se temían la una a la otra y por lo mismo pudieron afirmarse. ¡Es singular! Cuanto mayor es la seguridad en los Estados, más fácilmente se corrompen, como en las aguas inmóviles y tranquilas.


Notas

(1) En este caso, la aristocracia se trueca en oligarquía.

(2) La de Venecia es una de las Repúblicas que mejor han corregido, por sus leyes, los inconvenientes de la aristocracia hereditaria.

(3) Justiniano atribuye a la muerte de Epaminondas la extinción de la virtud en Atenas. Faltando la emulación, derrocharon en fiestas los caudales públicos.


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CAPÍTULO VI

De la corrupción del principio de la monarquía

Si las democracias llegan a su perdición cuando. el pueblo despoja de sus funciones al Senado, a los magistrados y a los jueces, las monarquías se pierden cuando van cercenando poco a poco los privilegios de las ciudades o las prerrogativas de las corporaciones. En el primer caso, se va al despotismo de todos; en el segundo, al despotismo de uno solo.

Lo que perdió a la dinastía de Tsin y de So-ui, dice un autor chino, fue que en lugar de limitarse como sus predecesores a una inspección general, única digna del soberano, quisieron los príncipes gobernarlo todo. La causa que aquí señala el autor chino, es precisamente la que produce la corrupción de todas las monarquías.

La monarquía se pierde, cuando el príncipe supone que muestra más su poder cambiando el orden de cosas que ajustándose a lo establecido; cuando separa a algunos de sus funciones naturales para dárselas a otros; y cuando se atiene más a sus caprichos que a sus voluntades.

La monarquía se pierde cuando el príncipe, refiriéndolo todo a sí mismo, piensa que su capital es el Estado, su Corte la capital, y su persona la Corte.

Se pierde, por último, cuando el príncipe desconoce su autoridad, su situación, el amor de sus pueblos; cuando no se penetra de que un monarca siempre debe creerse en seguridad, como un déspota debe creerse en peligro.


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CAPÍTULO VII

Prosecución del mismo asunto

El principio monárquico se corrompe cuando las primeras dignidades son marcas de servidumbre; cuando se priva a los grandes del respeto de los pueblos, haciéndolos viles instrumentos del poder arbitrario.

Se le corrompe igualmente, o más aún, cuando se pone el honor en contradicción con los honores, esto es, cuando el honor y las distinciones llegan a hacerse incompatibles, pudiendo una persona cubrirse al mismo tiempo de infamia y de dignidades (1).

También se corrompe cuando el príncipe cambia su justicia en severidad; cuando se pone en el pecho una cabeza de Medusa, como hacían los emperadores romanos; cuando toma el aspecto amenazador y terrible que hacía dar a sus estatuas Comodo.

El principio de la monarquía se pervierte cuando almas cobardes se envanecen por las grandezas resultantes de su servilismo; cuando creen que todo se lo deben al príncipe, lo hacen todo por él y nada por la patria.

Pero si es verdad (como se ha visto en todos los tiempos) que a medida que aumenta el poder del príncipe disminuye su seguridad, ¿no será un crimen contra él, un crimen de lesa majestad, degradar su poder y corromperlo hasta hacerlo cambiar de naturaleza?


Notas

(1) En el reinado de Tiberio se levantaron estatuas y se les dieron las insignias del triunfo a delatores, lo que rebajó tanto esas distinciones que los que las merecian las desdeñaban. (Dion, Fragmentos de las virtudes y los vicios). - Véase en Tácito (Anales, lib. XV). cómo Nerón dió las insignias triunfales a Petronio Turpiliano, a Tigiliano y a Nerva por el descubrimiento de una conjuración imaginaria. Véase también (Anales, lib. XIII) cómo los generales se esquivaban de ir a la guerra porque despreciaban los honores. Pervulgatis triumphi insignibus.


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CAPÍTULO VIII

Peligro de la corrupción del principio del gobierno monárquico

No es lo malo que un Estado pase de un gobierno moderado, como de la monarquía a la República o de la República a la monarquía. Lo peligroso es caer de ún gobierno moderado al desenfrenado despotismo.

La mayor parte de los pueblos de Europa están gobernados todavía por las costumbres, por el sentido moral. Pero si un día, por prolongado abuso del poder o por efecto de una gran conquista, se estableciera el despotismo en cierto grado, ya no habría moralidad ni costumbre ni clima capaces de contenerlo. Y en esta Europa, en esta bella parte del mundo, recibiría la naturaleza humana, a lo menos por algún tiempo, los insultos que se le hacen en los tres restantes continentes.


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CAPÍTULO IX

La nobleza es inclinada a defender el trono

La nobleza británica se hundió con Carlos I, sepultándose bajo las ruinas del trono; y antes de eso, cuando Felipe II hizo oír a los franceses la palabra libertad, la Corona fue sostenida por esta nobleza que tiene a honra el obedecer al rey, pero que mira como la mayor infamia el compartir su poder con el pueblo.

Se ha visto a la casa de Austria esforzándose con gran ahinco en oprimir a la nobleza húngara. Ignoraba cuán útil había de serle algún día. Buscaba en aquellos pueblos el dinero que no estaba allí, sin ver hombres que sí estaban. Cuando tantos príncipes se repartían entre ellos sus Estados, las partes componentes de su monarquía, inmóviles y sin acción iban cayendo, por decirlo así, las unas sobre las otras. No había más vida que la de aquella nobleza, que se indignó, lo olvidó todo para combatir y creyó que lo más glorioso era perecer y perdonar.


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CAPÍTULO X

De la corrupción del principio del gobierno despótico

El principio del gobierno despótico se corrompe sin parar, porque está corrompido por su naturaleza.

Los demás gobiernos perecen, porque accidentes particulares violan su principio; el despótico sucumbe por su vicio interno, si causas accidentales no impiden que el principio se corrompa. No subsiste, pues, sino cuando circunstancias derivadas del clima, de la religión o del genio del pueblo han tenido fuerza bastante para imponerle orden, o una regla. Estas cosas pesan, influyen en su naturaleza, pero sin cambiarla: conserva su ferocidad, aunque por algún tiempo esté domesticada.


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CAPÍTULO XI

Efectos naturales de la bondad y de la corrupción de los principios

Cuando se han corrompido los principios del gobierno, las mejores leyes se hacen malas y se vuelven contra el Estado; cuando los principios se mantienen sanos, aun las leyes malas hacen el efecto de las buenas: la fuerza del principio suple a todo.

Lós Cretenses, para tener a los primeros magistrados sumisos a las leyes, sujetos siempre a la dependencia de las mismas, se valían de un medio muy singular: la insurrección. Una parte del pueblo se sublevaba (1), ponía en fuga a los magistrados y luego los obligaba a descender a la condición privada. Todo esto se hacía en virtud de una ley, que establecía el derecho de insurrección contra el abuso de autoridad. Esta ley, que autorizaba la sedición para impedir las demasías del poder, parece que había de acabar con cualquiera República. No destruyó, sin embargo, la República de Creta; he aquí por qué (2):

Entre los antiguos, cada vez que se quería citar un pueblo amante de su patria, se recordaba al pueblo de Creta. Platón decía (3): El nombre de la patria, tan amado por los Cretenses. Y Plutarco: Daban a la patria un nonibre que expresa el amor de una madre a sus hijos (4). Ahora bien, el amor lo explica y lo enmienda todo.

En Polonia también es legal la insurrección. Pero los inconvenientes resultantes de esas leyes han hecho ver que el pueblo de Creta ha sido el único en estado de emplear semejante remedio con buen éxito.

Los ejercicios gimnásticos, usuales entre los Griegos, respondían a la bondad del principio de gobierno. Los Lacedemonios y los Cretenses fueron los que, abriendo sus academias famosas, pusieron tan alto el nombre de los Griegos. El pudor empezó por alarmarse, pero al fin cedió a la utilidad pública (5).

Los gimnastas eran una institución admirable; tenían aplicación al arte de la guerra, en tiempo de Platón. Pero cuando los Griegos perdieron la virtud, degeneraron en todo y destruyeron hasta el arte militar: no bajaban a la palestra para adiestrarse, sino para corromperse (6).

Según nos cuenta Plutarco (7), los Romanos de su tiempo creían que tales juegos habían sido la causa principal de la decadencia y de la servidumbre en que se hallaban los Griegos. Era lo contrario: de la servidumbre resultó la corrupción de aquellos ejercicios. En tiempo de Plutarco, los sitios en que los jóvenes combatían desnudos los hacían cobardes, afeminados, propensos a un amor indigno; pero en tiempo de Epaminondas, los ejércitos de la lucha les hacían ganar a los Tebanos (8) la batalla de Leuctra.

Hay pocas leyes que no sean buenas en tanto que el Estado conserve sús principios; como decía Epicuro hablando de las riquezas, lo que está corrompido no es el licor, sino el vaso.


Notas

(1) Aristóteles, Política, lib. II, cap. I.

(2) Empezaban siempre por reunirse contra los enemigos exteriores, lo cual se llamaba sincretismo. (Plutarco, Obras morales, pág. 88).

(3) República, lib. IX.

(4) Obras morales, en la parte que trata de si el hombre de edad debe mezclarse en los negocios públicos.

(5) Platón, La República, lib. V. - La gimnástica se dividía en dos partes, la danza y la lucha. En Creta, en Lacedemonia y en Atenas, la danza era una preparación, un ejercicio propio de los que aun no tenían la edad de ir a la guerra. La lucha era imagen de la guerra, dice Platón (Las Leyes, lib. VII); y aplaude a los antiguos por no haber establecido más que dos danzas, la pacífica y la pírrica. Esta última se aplicaba al arte militar.

(6) ...Aut libidinosoe ... Leceas Lacedoemonis paloestrtas. (Marcial).

(7) Obras morales.

(8) Plutarco, Obras morales.


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CAPÍTULO XII

Continuación del mismo asunto

En Roma se designaba a los jueces entre la clase de senadores. Los Griegos otorgaban este privilegio a la clase militar. Druso la dió a los senadores y a los militares; Sila a los senadores solamente; Colta a los senadores, a los militares y a los tesoreros; César excluyó a estos últimos. Antonio hizo de los decurios senadores, équites y centuriones.

Cuando una República se ha corrompido, no se puede remediar ninguno de los males originados por la corrupción a menos de atajarla y volver a los principios; cualquiera otra corrección es inútil, o un nuevo mal. Mientras Roma conservó sus principios fundamentales, pudieron estar los juicios en manos de senadores sin que hubiera abusos; pero cuando estuvo corrompida, se anduvo siempre mal, fuese cual fuere la clase a la que estuvieran encomendados los juicios. Los senadores, los tesoreros, los équites o los centuriones, todos carecían igualmente de virtudes.

Cuando el pueblo romano consiguió tener parte en las magistraturas, pudo pensarse que sus aduladores iban a ser los árbitros del gobierno. Pero no: se vió que el pueblo que hizo comunes a patricios y plebeyos todas las magistraturas, elegía siempre a los patricios. Porque era virtuoso, era magnánimo; porque era libre, desdeñaba el poder. Pero cuando hubo perdido sus principios, cuanto más poder tuvo, menos escrúpulos tenía; hasta que al fin llegó a ser su propio tirano y esclavo de sí mismo, perdiendo la fuerza de la libertad para caer en la debilidad de la licencia.


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CAPÍTULO XIII

Efecto del juramento en un pueblo virtuoso

No ha habido pueblo en que la disolución tardara tanto en llegar, como el pueblo romano; en que la templanza y la pobreza fueran tanto tiempo respetadas (1).

El juramento, en aquel pueblo, tuvo tanta fuerza, que fue la mejor garantía del cumplimiento de las leyes. Por cumplirlo, hizo el pueblo romano lo que nunca hubiera hecho por la gloria ni por la patria.

Cuando Q. Cincinato, cónsul, quiso levantar un ejército contra los Ecuos y los Volscos, se opusieron los tribunos; y entonces Q. Cincinato, exclamó: ¡Pues bien! ¡acudan a alistarse bajo mis banderas los que el año pasado prestaron juramento a mi predecesor! (2). En vano los tribunos pregonaron que aquel juramento había prescrito; que cuando se alistaron, Cincinato era un particular; que para un nuevo cónsul era preciso un nuevo juramento: el pueblo, más religioso que los que pretendían guiarlo, acudió al llamamiento sin tener en cuenta los distingos y las interpretaciones de sus propios tribunos.

A la invasión de Aníbal, cuando se supo en Roma la derrota de Canas, el pueblo temeroso quiso huír de la ciudad y refugiarse en Sicilia: Escipión le hizo jurar que no saldría de la ciudad, y el temor de violar su juramento pudo más que todos los temores (3). Roma fue como un barco sujeto por dos anclas en medio del temporal: la religión y el deber.


Notas

(1) Tito Livio, lib. I.

(2) Tito Livio, lib. III. - El cónsul anterior, P. Valerio, había muerto al comenzar el año; los llamados eran los soldados de Valerio, y Cincinato, nuevo cónsul, tenía derecho a llamarlos a las armas, puesto que estaban alistados para aquella misma guerra. (Crévier).

(3) Tito Livio, lib. XXII, cap. LIII.


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CAPÍTULO XIV

De cómo el menor cambio en la constitución acarrea la pérdida de los principios

Aristóte1es (1) nos habla de la República de Cartago como de una República ordenada y bien regida.

Polibio (2) nos dice que en la segunda guerra púnica se resentía Cartago de que el Senado había perdido su autoridad. Tito Livio (3) nos cuenta que cuando Aníbal regresó a Cartago vió que los magistrados y los altos personajes se habían aprovechado de los fondos públicos abusando de su poder. La virtud de los magistrados se desvaneció al perder su autoridad el Senado; todo naufragó a la vez.

Recuérdese lo ocurrido en Roma con la censura; hubo un tiempo en que se hizo bastante fastidiosa, pero se la sostuvo porque era más su lujo que su corrupción. Claudio la debilitó, y debido a esta debilidad llegó a ser mayor la corrupción que el lujo. Al fin se abolió la censura por sí misma, si es que así podemos expresarnos. Alterada, suprimida, restablecida, cesó al cabo definitivamente cuando se hizo inútil, esto es, en los reinados de Augusto y de Claudio.


Notas

(1) República, lib. II, cap. XI.

(2) Historia, lib. VI.

(3) Cien años después, aproximadamente.


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CAPÍTULO XV

Medios más eficaces para la conservación de los tres principios

Acerca de esto no podré hacerme entender hasta que se hayan leído los cuatro capítulos siguientes.


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CAPÍTULO XVI

Propiedades distintivas de la República

Está en la naturaleza de la República el que tenga un pequeño territorio; sin esto, con dificultad subsistiría. En una República de gran extensión territorial, hay grandes fortunas y, por consiguiente, poca moderación en los espíritus; son demasiado grandes los intereses que habrían de ponerse en manos de un ciudadano; los intereses se particularizan; un hombre entiende que puede ser feliz, grande y glorioso sin su patria, y acaba por creer que puede serlo sobre las ruinas de su patria.

En una gran República, el bien común se sacrifica a mil consideraciones; está subordinado a excepciones; depende de accidentes. En una República pequeña, el bien público se siente más, es mejor conocido, está más cerca de cada ciudadano; los abusos en ella son menos extensos y por consecuencia menos protegidos.

Lo que hizo que Lacedemonia subsistiera tanto tiempo, fue que después de todas sus guerras se quedó siempre con su territorio, sin aumento alguno. El único objeto de Lacedemonia era la libertad; la única ventaja de su libertad era la gloria.

Tal fue el espíritu de las Repúblicas griegas: contentarse con sus territorios y con su leyes. Atenas se dejó ganar por la ambición, pero fue más bien para mandar en pueblos libres que para gobernar pueblos esclavos, más para ser lazo y cabeza de la unión que para romperla. Todo se perdió cuando fue proclamada la monarquía, forma de gobierno cuyo espíritu es el engrandecimiento material.

En una sola ciudad es difícil que pueda subsistir otro gobierno que el republicano, salvo en circunstancias especiales (1). El príncipe de tan pequeño Estado tiende naturalmente a oprimirlo, porque tendría mucho poder y pocos medios de gozarlo o de hacerlo respetar; pesaría pues demasiado sobre sus pueblos. Por otra parte, ese príncipe sería fácilmente oprimido por una potencia extranjera y hasta por una rebeldía interior; en cualquier instante podrían sus súbditos reunirse y revolverse contra él. Ahora bien, cuando el príncipe de una ciudad se ve echado de su ciudad, pleito concluído; si tiene varias ciudades, no está más que comenzado el pleito.


Notas

(1) Por ejemplo, cuando un pequeño soberano se mantiene entre Estados poderosos, por la rivalidad entre estos últimos; pero es una existencia precaria.


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CAPÍTULO XVII

Propiedades distintivas de la monarquía

Un Estado monárquico no debe ser ni de muy extenso ni de muy reducido territorio. Siendo muy limitado, se formaría en República; siendo muy extendido, los magnates, ya poderosos por sí mismos, no estando a la inmediata vista del monarca, teniendo cada uno su pequeña Corte, libres de exacciones por las leyes y por la costumbre, quizá dejarían de obedecer; no temerían un castigo que habría de ser demasiado lento y harto lejano.

Así Carlomágno, apenas había fundado su imperio cuando hubo de dividirlo; bien por no obedecerle sus gobernadores de provincias, bien porque, para hacerlos obedecer mejor, creyera útil dividir su imperio en varios reinos.

A la muerte de Alejandro se dividió su imperio. ¿Cómo era posible que obedecieran a la autoridad imperial los grandes de Grecia y de Macedonia, caudillos de los conquistadores esparcidos por los vastos países conquistados?

A la muerte de Atila se disolvió su imperio; los reyes que lo formaban, cuando faltó la mano que los contenía, ¿era posible que se encadenaran nuevamente?

El rápido establecimiento de un poder sin límites es, en tales casos, el único medio de evitar la descomposición: nueva desgracia, añadida a la del engrandecimiento.

Los ríos corren a perderse en el mar; las monarquías van a perderse en el mar del despotismo.


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CAPÍTULO XVIII

La monarquía en España es un caso particularísimo

Que no se cite el ejemplo de la monarquía española; es un caso excepcional y más bien comprueba lo que he dicho. Por conservar la posesión de América, hizo España lo que no hace el despotismo: destruír a los habitantes (1).

España quiso aplicar el despotismo a los Países Bajos; tan luego como lo abandonó, crecieron mucho las dificultades. Por un lado, los Valones no querían ser gobernados por los Españoles; por otro lado, los soldados españoles no querían ser mandados por oficiales valones (2).

Se mantuvo en Italia, enriqueciéndola, arruinándose por ella. Los mismos que hubieran querido sacudir el yugo del rey de España, no querían renunciar al dinero de los españoles.


Notas

(1) Desalmados y crueles fueron algunos de los conquistadores, mas no es cierto que los habitantes fueran destruídos. La raza indígena es todavía la más numerosa entre las que pueblan el continente que los españoles conquistaron. La parte de América sometida a otras naciones es la que ha visto desaparecer la raza india, casi en absoluto.

(2) Leclerc, Historia de las Provincias Unidas.


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CAPÍTULO XIX

Propiedades distintivas del gobierno despótico

Un gran imperio supone una autoridad despótica en el que gobierna. Es menester que la prontitud de las resoluciones compense la distancia de los lugares en que se han de cumplir; que el temor impida la negligencia del gobernador o magistrado que ha de darles cumplimiento; que la ley esté en una sola cabeza, y que pueda cambiarse de continuo como cambian sin cesar las circunstancias y los accidentes, que se multiplican siempre en un Estado en proporción de su grandeza y de su extensión territorial.


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CAPÍTULO XX

Consecuencia de los capítulos anteriores

Si es propiedad natural de los Estados pequeños el ser gobernados en República, de los medianos el serlo en monarquía, de los grandes imperios el estar sometidos a un déspota, he aquí la consecuencia que se deduce: que para conservar los principios del gobierno establecido, es necesario mantener al Estado en la magnitud que ya tenía, pues un Estado cambiará de espíritu a medida que crezcan o mengüen sus dimensiones, que se ensanchen o se estrechen sus fronteras.


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CAPÍTULO XXI

Del imperio Chino

Antes de terminar este libro, he de responder a una objeción que ha podido hacerse a lo que llevo dicho.

Nuestros misioneros nos hablan de la China como de un vasto imperio admirablemente gobernado, por la combinación de su principio con el temor, el honor y la virtud. He hecho, pues, una vana distinción al establecer los principios de los tres gobiernos.

Ignoro qué puede entenderse por honor en un pueblo regido a bastonazos (1).

En cuanto a la virtud de que nos hablan nuestros misioneros, tampoco nos dan noticia de ella nuestros comerciantes: basta consultar lo que nos cuentan de las exploraciones, fraudes y pilladas de los mandarines (2). Aparte de los negociantes, apelo al testimonio del grande hombre milord Anson.

Tenemos además las cartas del P. Parennin acerca del proceso que el emperador hizo formar a príncipes de la sangre neófitos (3), que le habían desagradado. Esas cartas nos muestran un plan de tiranía seguido constantemente, la inhumanidad por regla, esto es, a sangre fría.

Tenemos también lo que nos dicen Mairan y el propio Parennin sobre el gobierno de China y las costumbres chinescas. Después de algunas preguntas y respuestas muy sensatas, se desvanece lo maravilloso.

¿No podría ser que los misioneros se hubieran engañado al juzgar por una apariencia de orden?

A menudo sucede que hay algo de verdad, aun en los mismos errores. Circunstancias particulares, quizá únicas, pueden hacer que el gobierno de China esté menos corrompido de lo que debiera estar. Causas diversas, en su mayor parte debidas al clima físico, han podido influír en las causas morales hasta hacer prodigios.

El clima de China es tal que favorece prodigiosamente la propagación de la especie humana. Las mujeres son de una fecundidad tan pasmosa que no hay en toda la tierra otro ejemplo semejante. La tiranía más cruel no detiene el progreso de la propagación. Allí no puede decir el príncipe, como Faraón decía: Oprimamos con prudencia. Más bien se vería obligado a formular el deseo de Nerón, de que el género humano no tuviera más que una cabeza. A pesar de la tiranía, China se poblará más y más, por la fuerza del clima, y acabará por triunfar del despotismo (4).

China, como todos los países en que se produce arroz, está sujeta a pasar años de hambre; en China son frecuentes. Cuando el pueblo se muere de hambre, se dispersa para buscarse la vida; por todas partes se forman cuadrillas de tres, cuatro o cinco bandoleros, que son al principio exterminadas; surgen otras más nutridas, y suelen ser extérminadas también. Pero siendo tantas las provincias, y algunas tan lejanas, quedan cuadrillas que engruesan poco a poco y se hace difícil acabar con ellas. Al contrario, son ellas las que se fortalecen y se organizan, forman un cuerpo de ejército, caen sobre la capital y su jefe sube al trono.

Así es castigado el mal gobierno en China; el desorden nace de que el pueblo carece de subsistencias. En otros países no se remedian tan rápidamente los abusos, porque sus efectos son menos sensibles: el príncipe no es advertido de una manera tan súbita como en el Celeste imperio.

El monarca chino estará muy lejos de pensar, como nuestros reyes, que si gobierna mal será castigado en la otra vida; lo que sin duda piensa es que, si su gobierno es malo, perderá su trono y su cabeza.

Como, a pesar de lo que se hace con los niños (5), la población de China aumenta siempre, se hace necesario un trabajo infatigable para conseguir que la tierra produzca lo preciso; esto exige gran cuidado por parte del gobierno, interesado en que todo el mundo pueda trabajar sin ver frustrado su esfuerzo. Debe ser un gobierno doméstico más que un gobierno civil.

He aquí lo que ha producido la reglamentación tan ponderada. Se ha pretendido que a la vez reinaran las leyes y el despotismo, cuando con el despotismo no hay leyes ni reglamentos: no cabe más que la fuerza. En vano ese despotismo, escarmentado por sus desaciertos, ha querido encadenarse: convertidas en arma sus cadenas, se hace aún más terrible.

China, pues, es un Estado despótico; y su principio es el temor. Puede ser que en las primeras dinastías, cuando el imperio no era tan extenso, declinara el gobierno un poco de su espíritu: hoy, no.


Notas

(1) El palo gobierna en China, dice el padre Duhalde.

(2) Entre otras, véase la Relación de Lange.

(3) De la familia de Surniama, Cartas edificantes.

(4) Esta profecía de Montesquieu se ha realizado: el secular imperio se ha transformado en República. Cierto es, como ha dicho Pi y Margall, que la República es aún opresión y tiranía; pero el progreso humano, aunque lento, es incesante.

(5) Véase la Memoria de un Tsongtou.


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