Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXXI

Teoría de las leyes feudales entre los francos con relación a las revoluciones de su monarquía.


(Primer archivo)


I. Mudanzas en los oficios y en los feudos. II. De cómo se reformó el gobierno civil. III. Autoridad de los mayordomos de palacio. IV. De cuál era el genio de la nación respecto de los mayordomos. V. De cómo los mayordomos lograron tener el mando de los ejércitos. VI. Segunda época del abatimiento de los reyes de la primera línea. VII. De los feudos en tiempo de los mayordomos de palacio. VIII. De cómo los alodios se convirtieron en feudos. IX. De cómo los bienes eclesiásticos se trocaron en feudos. X. Riquezas del clero. XI. Estado de Europa en tiempo de Carlos Martel. XII. Establecimiento de los diezmos. XIII. De las elecciones para los obispados y las abadías. XIV. De los feudos de Carlos Martel. XV. Continuación de la misma materia. XVI. Confusión de la dignidad real y de la mayordomía.


CAPÍTULO PRIMERO

Mudanzas en los oficios y en los feudos

Los condes, al principio, eran enviados a sus distritos solamente por un año; pero luego empezaron a comprar la continuación en sus destinos. Hallamos ejemplos de ello desde el reinado de los nietos de Clodoveo. Un llamado Peonio (1), que ejercía de conde en la ciudad de Auxerre, mandó a su hijo Mumolo con una cantidad para Gontrán a fin de obtener la prórroga de su oficio. Mumolo entregó el dinero como si fuera suyo y se le nombró a él en sustitución de su padre. Empezaban ya los reyes a corromper sus propias gracias.

Aunque los feudos fueran legalmente amovibles, no se daban ni quitaban caprichosa y arbitrariamente; por lo general, era una de las cosas que se debatían en las asambleas de la nación. Es de creer que la corrupción entró en esta materia como había penetrado en la otra, y que se conservó la posesión de los feudos mediante dinero como sucedía con los condados.

En otro capítulo de este libro (2) demostraré que, independientemente de las donaciones reales que tenían carácter temporal, hubo otras que eran para siempre. Un día quiso la Corte revocar las donaciones que había hecho, y esto provocó un descontento general; así nació aquella revolución tan célebre en la historia de Francia, cuya primera época nos ofrece el espectáculo del suplicio de Brunequilda.

Parece extraño a primera vista que la citada reina, hija, hermana y madre de tantos reyes, célebre aun hoy por obras suyas dignas de un edil romano o de un procónsul, nacida con disposiciones admirables para los negocios públicos, dotada de méritos reconocidos y que habían sido respetados largo tiempo, se viera expuesta de pronto a suplicios tan largos, tan vergonzosos y tan crueles (3), por un rey que no tenía su autoridad bien segura (4); apenas si esto se comprendiera, a no haber ella incurrido en el desagrado del pueblo por alguna raz6n particular. Clotario le imputó la muerte de diez reyes (5); pero de dos de ellos, el autor fue él mismo; algunas fueron debidas a la casualidad o a la maldad de otra reina. Una nación que había dejado morir en su lecho a Fredegonda y aun llegó a oponerse a que se castigaran sus espantosos crímenes (6) debió mirar los de Brunequilda con alguna frialdad.

Montada en un camello la pasearon por delante del ejército, señal segura de que el mismo ejército la odiaba. Fredegario dice que Protario, el favorito de Brunequilda, se apoderaba de lo perteneciente a los señores para con ello enriquecer al fisco; añade que humillaba a la nobleza y no había nadie seguro de conservar el puesto que tenía (7). Conjurado el ejército contra él, se le mató a puñaladas en su propia tienda; y Brunequilda, bien por haber tomado venganza de esta muerte, bien por seguir el mismo plan del privado, se fue haciendo cada día más odiosa (8).

Clotario con la ambición de reinar solo y ardiendo en sed de venganza; temiendo por otra parte morir a manos de los hijos de Brunequilda, si triunfaban éstos, se convirtió en acusador de Brunequilda y logró que se hiciera con la reina un escarmiento feroz.

Warnacario había sido el alma de la conjuración contra ella; le nombraron burgomaestre de Borgoña, y exigió de Clotario que no le privara de su empleo durante su vida. Así no se vió en el caso en que habían estado los señores franceses y esta autoridad comenzó a hacerse independiente del monarca.

La funesta regencia de Brunequilda era lo que más había irritado a la nación. Mientras las leyes conservaron su vigor, nadie pudo quejarse de que se le quitara un feudo, puesto que no se le daba para siempre y quien se lo daba se lo podía quitar; pero cuando se ganaron por la corrupción y las intrigas, provocó descontento y resistencia el ser privado por medios ilícitos de lo que se había adquirido por iguales medios. Si el motivo de las revoluciones hubiera sido el bien público, tal vez no se habría quejado nadie; pero las donaciones se quitaban sin ocultar la corrupción; invocábase el derecho del fisco para prodigar los bienes de éste, no siendo ya las donaciones la recompensa o la expectativa de servicios del Estado. Brunequilda, tan corrompida como los demás, se propuso corregir abusos de la antigua corrupción. No eran sus caprichos los de un ánimo débil; pero los leudos y los altos funcionarios, creyéndose perdidos, la perdieron. Por querer enmendar culpas ajenas, pagó las ajenas y las propias.

Lejos estamos de conocer todos los acontecimientos de un tiempo tan lejano; los forjadores de crónicas sabían de la historia de su tiempo, sobre poco más o menos, lo que de la nuestra saben hoy los aldeanos; así las tales crónicas son por lo general estériles. Sin embargo, tenemos una constitución de Clotario, dada en el Concilio de París para reformar abusos (9), la cual nos revela que aquel príncipe acabó con las quejas que habían motivado la revolución. Por una parte, confirma las donaciones que habían hecho los reyes sus predecesores, y por otra parte, ordena que se restituya a los leudos o fieles todo lo que se les había quitado.

No fue esta la sola concesión que hizo el rey en el Concilio citado; también mandó que se anularan las resoluciones dictadas contra los privilegios eclesiásticos (10), Y moderó el influjo de la Corte en la elección de obispos. Reformó igualmente la administración fiscal, ordenando que se quitaran todos los censos nuevos y que no se cobrara ningún derecho de tránsito que se hubiera establecido después de la muerte de Gontrán, Sigeberto y Chilperico; quedó, pues, abolido cuanto se había hecho durante las regencias de Fredegunda y Brunequilda; y prohibió que sus rebaños pacieran en los montes pertenecientes a particulares. Ahora vamos a ver que la reforma fue aún más general, extendiéndose a los asuntos civiles.


Notas

(1) Gregorio de Tours, lib. IV, cap. XLII.

(2) En el VII.

(3) Crónica de Fredegario, cap. XLII.

(4) Clotario II, hijo de Chilperico y padre de Dagoberto.

(5) Crónica de Fredegario, cap. XLII.

(6) Véase Gregorio de Tours, lib. VIII, cap. XXXI.

(7) Saeva illi fuit contra personas iniquitas, fisco nimium tribuens, de rebus personarum ingeniose fiscum vellens impellere ... ut nullus reperiretur qui gradum quem arripuerat potuisset ad sumere. (Crónica de Fredegario, cap. XXXVII).

(8) Burgundiae farones, tam episcopi, quam creteri leudes, timentes Brunichildem, et odium in eam habentes, consilium inientes, etc. (Idem, cap. XLI).

(9) La dió algún tiempo después del suplicio de Brunequilda, el año 615. Véase la edición de las Capitulares, pág. 21.

(10) Et quod per tempora est hoc praetermissUm est, vel dehinc, perpetualiter observetur.


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CAPÍTULO II

De cómo se reformó el gobierno civil

Se había visto a la nación dando muestras de impaciencia y aun de ligereza en lo relativo a la elección y a la conducta de los gobernantes; se la había visto arreglar diferencias entre sus señores e imponerles paz; lo que nunca se había visto, fué, lo que al fin se hubo de hacer: concentrar sus miradas en la situación, examinar las leyes con serenidad, remediar sus deficiencias y contener la violencia del poder.

Las regencias enérgicas, osadas e insolentes de Fredegunda y de Brunequilda, no tanto espantaron a la nación como le sirvieron de saludable aviso. Fredegunda había defendido sus maldades con sus maldades mismas; había justificado el veneno y los asesinatos con el veneno y los asesinatos, portándose de tal modo, que sus atentados más eran particulares que públicos. Fredegunda causó más males; Brunequilda hizo temerlos mayores. En semejante crisis, la nación no se contentó con poner orden en el régimen feudal, sino que también quiso ordenar la gobernación civil, tan corrompida como el gobierno feudal, pero de corrupción más temible, más perjudicial que éste, no ya por ser más antigua, sino por depender más bien del abuso de las costumbres que del de las leyes.

La historia de Gregorio de Tours y los demás monumentos nos ponen de manifiesto, por un lado, una nación incivil, feroz, brutal; por otro lado, reyes tan bárbaros como la nación. Estos monarcas eran homicidas, injustos y crueles porque lo era toda la nación. Alguna vez pareció que los suavizaba el cristianismo, pero fue por los terrores que infunde a los culpables. De los reyes y de la nación se defendían las iglesias con los milagros, con los prodigios de sus santos, y con la amenaza del infierno. Los reyes no eran sacrílegos, porque temían las penas de los sacrilegios; pero a sangre fría o arrebatados por la cólera cometieron toda clase de crímenes e injusticias; porque estos crímenes e injusticias no les mostraban tan presente la mano de la Divinidad. Los Francos aguantaban reyes homicidas porque homicidas eran también ellos; no les llamaban la atención las injusticias y las rapiñas de los reyes porque ellos también eran injustos y rapaces. En verdad que no faltaban leyes, pero los reyes las hacían inútiles con sus praeceptiones (1), que las suspendían o las suprimían, siendo algo parecido a los rescriptos de los emperadores romanos, bien por imitación de los mismós hecha por los reyes, bien por sugerírselos su propia naturaleza. Léese en Gregorio de Tours que cometían asesinatos; que fríamente mandaban matar a los acusados sin oírlos siquiera; que expedían las tales precepciones para que se ejecutaran las cosas más ilegales: matrimonios ilícitos, privación de su derecho a los parientes, alteración del derecho de sucesión trasladándolo a quien no lo tenía, licencia para casarse con monjas. Cierto que no dictaban leyes a medida de su voluntad, pero suspendían la práctica de las vigentes.

El edicto de Clotario dió satisfacción a tantos desafueros. Ya no se pudo condenar a nadie sin haberlo oído (2); los parientes heredaron según las prescripciones de la ley. Se anularon todas las precepciones que autorizaban los casamientos con viudas, con solteras o con religiosas, y aun se castigó severamente a los que las habían obtenido y hecho uso de ellas. Sabríamos mejor, quizá, lo que acerca de esto se mandaba en el citado edicto si no se hubiera perdido en el transcurso del tiempo el artículo 13 y los que siguen. Tenemos otra constitución del mismo príncipe, que se refiere a su edicto, la cual corrige punto por punto los abusos de las precepciones.

Es cierto que Baluzio, no hallando en esta constitución ni la fecha en que fue dada ni el nombre del lugar en que se diera, se la atribuye al primer Clotario. Sin embargo, es de Clotario II, y lo demostraré con tres razones.

1° Se dice en ella que el rey conservará las inmunidades que su padre y su abuelo habían concedido a las iglesias. Ahora bien, ¿qué inmunidades pudo otorgar a las iglesias Childerico, abuelo de Clotario I, que no era cristiano y que vivió antes de constituírse la monarquía? Pero atribuyendo este decreto a Clotario II, nos encontramos con que su abuelo fue Clotario I, quien hizo a las iglesias inmensas donaciones para expiar la muerte de su hijo Cramno, al que mandó quemar con su mujer y sus hijos.

2° Los abusos que esta constitución corrige subsistieron después de la muerte de Clotario I y aun se extremaron en el débil reinado de Gontrán, en el cruel de Chilperico y en las abominables regencias de Fredegunda y Brunequilda: ¿Cómo, pues, hubiera soportado la nación unos agravios que ya estaban solemnemente proscriptos, sin quejarse nunca de que se repitieran? ¿Cómo no hizo entonces lo que más adelante, cuando obligó a Chilperico II, renovador de las antiguas violencias (3), a ordenar que se observaran la ley y las costumbre en los juicios según se practicaba antiguamente?

3° Por último, esta constitución, dictada para impedir las vejaciones, es imposible que date de Clotario I, puesto que durante su reinado no hubo quejas sobre el particular y la autoridad del rey estaba muy bien sentada, sobre todo en la época en que se supone que se hizo aquella constitución; pero conviene muy bien a los acontecimientos ocurridos en tiempo de Clotario II, los mismos que fueron causa de una revolución en el estado político del reino. Es preciso pues aclarar la historia con las leyes y las leyes con la historia.


Notas

(1) Órdenes que enviaba el rey a los jueces para que consintieran, o hicieran ellos mismos, cosas contrarias a la ley.

(2) Véase Gregorio de Tours, lib. IV, pág. 227; véanse también las Capitulares, edición de Baluzio, tomo I, pág. 22.

(3) Chilperico II comenzó a reinar el año 670.


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CAPÍTULO III

Autoridad de los mayordomos de palacio

Clotario II se había comprometido a no quitarle a Warnacario el empleo de mayordomo durante su vida. La revolución tuvo otro efecto: antes, el mayordomo lo era del rey; después, lo fue del reino. El rey lo nombraba, el reino lo elegía. Antes de la revolución, Protario fue nombrado mayordomo por Teodorico; Landerico lo fue por Fredegunda; pero después tuvo la nación el derecho de elegir (1).

No deben, por lo tanto, confundirse, como lo han hecho algunos autores, los nuevos mayordomos de palacio con los que ejercían esta dignidad antes de la muerte de Brunequilda, es decir, los mayordomos del rey con los del reino. Se ve en la ley de los Borgoñones que, entre éstos, el cargo de mayordomo palatino distaba de ser uno de los primeros del Estado; tampoco fue un cargo eminente en la primera época de los reyes francos.

Dagoberto reunió toda la monarquía, la unificó: la nación tuvo confianza en él y no le dió mayordomo. Este monarca se consideró absolutamente libre; y confiando, además, en la autoridad que le daban sus victorias, volvió a seguir el plan de Brunequilda; pero le fue tan mal, que los leudos de Austrasia no quisieron pelear con los Esclavones, se dejaron batir, se volvieron a sus casas y las marcas de aquella provincia fueron presa de los bárbaros.

Entonces Dagoberto ofreció a los Austrasianos la cesión de Austrasia a su hijo Sigeberto, dándole un tesoro, y entregar la gobernación del reino y del palacio a Cuniberto, obispo de Colonia, y al duque Adalgisio. Fredegario en su crónica no entra en el detalle de las convenciones que se hicieron; lo que se sabe es que el rey las confirmó en sus cartas, viéndose Austrasia libre de peligro.

Dagoberto, al sentir que su fin estaba próximo, recomendó a AEga su mujer Nentequilda y su hijo Clodoveo. Este joven fue elegido rey por los leudos de Neustria y de Borgoña. AEga y Nentequilda gobernaron el palacio; devolvieron todos los bienes de que se había apoderado Dagoberto, y se acabaron entonces las quejas en Neustria y en Borgoña como antes habían cesado en Austrasia.

A la muerte de AEga la reina Nentequilda comprometió a los señores de Borgoña para que eligiesen mayordomo a Floacato (2). Este escribió a los obispos y a los señores principales del reino de Borgoña prometiéndoles conservarles para siempre, esto es, durante su vida todos sus honores y dignidades; confirmó su promesa con juramento y de aquí data el comienzo de la administración del reino por los mayordomos de palacio.

Fredegario, el cronista, como era Borgoñón se detiene mucho más en lo tocante a los mayordomos de Borgoña que en lo referente a los de Austrasia y de Neustria; sin embargo, las mismas convenciones se pactaron en Neustria y en Austrasia que en Borgoña, y por las mismas razones. En virtud de ellas, la nación creyó más seguro depositar el poder en manos de un mayordomo elegido, a quien podía imponerle condiciones, que en manos de un rey, cuya Corona era hereditaria.


Notas

(1) Crónica de Fredegario, cap. XXV. Gesta regum francorum, cap. XXXVI. - Vida de Carlomagno, Eginhard, Capitulo XLVIII.

(2) Crónica de Fredegario, cap. LXXXIX.


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CAPÍTULO IV

De cuál era el genio de la nación respecto de los mayordomos

Un gobierno en el que la nación, teniendo un rey, elegía la persona que debía ejercer el poder real, parece una cosa bien extraordinaria; sin negar que las circunstancias influyeran, yo creo que los Francos trajeron de muy lejos sus ideas respecto de esta cuestión.

Eran descendientes de los Germanos, de quien dice Tácito que, en la elección de rey, se guiaban por su nobleza, como en la elección de caudillo no miraban más que su virtud (1). He aquí los reyes de la primera línea y los mayordomos de palacio; aquéllos hereditarios, éstos colectivos.

Aquellos príncipes que en la asamblea de la nación se ofrecían por caudillos de una empresa a los que se determinaran a seguirlos, no puede dudarse que reunían en sí la autoridad del rey y el poder del mayordomo. Por su nobleza eran reyes; por su valor, causa de que les siguieran muchos, adquirían el poder del mayordomo. En virtud de la dignidad real, estuvieron nuestros primeros reyes a la cabeza de los tribunales y de las asambleas, con cuyo consentimiento legislaban; y en virtud de la dignidad de duque o de caudillo, guiaron expediciones y mandaron ejércitos.

Para conocer en esto el genio de los Francos, basta fijar la vista en la conducta de Arbogasto, Franco de nación, a quien Valentiniano dió el mando del ejército; su conducta consistió en encerrar al emperador en su palacio, no permitiendo que nadie hablara con él de ningún asunto civil ni militar. Hizo entonces Arbogasto lo que después hicieron los Pipinos.


Notas

(1) Reges ex nobilitate, duces ex virtute summum. (Tácito, De moribus Germanorum).


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CAPÍTULO V

De cómo los mayordomos lograron tener el mando de los ejércitos

Mientras los reyes mandaron los ejércitos, la nación no pensó nunca en elegir un caudillo. Clodoveo y sus cuatro hijos se pusieron al frente de los Francos y los llevaron de victoria en victoria. Teodobaldo, hijo de Teodoberto, príncipe joven, débil y enfermizo, fue el primer rey que se quedó en su palacio. No quiso emprender una expedición a Italia contra Narsés, y tuvo que pasar por la vergüenza de que los Francos buscaran caudillos que los condujeran. De los cuatro hijos de Clotario I, Gontrán fue el que menos se cuidó del mando de los ejércitos (1); imitaron su ejemplo otros monarcas, entregando la dirección de las tropas a varios jefes o duques (2).

De aquí nacieron inconvenientes sin número: no hubo ya disciplina, no se supo obedecer, los ejércitos fueron azote de su propio país, pues ya iban cargados de despojos antes de pisar la tierra enemiga. Viva pintura la que de estos males traza Gregorio de Tours (3): ¿Cómo hemos de alcanzar la victoria, decía Gontrán, cuando no conservamos lo que nuestros mayores adquirieron? Nuestra nación no es ya la misma. ¡Es singular! Estaban en la decadencia desde los nietos de Clodoveo.

Era, pues, natural que al fin se nombrara un solo duque; su autoridad sobre aquella multitud de señores y leudos que habían olvidado sus obligaciones, le permitiría restablecer la disciplina militar y llevar contra el enemigo a una nación que ya no guerreaba sino contra sí misma. Y se dió el poder a los mayordomos de palacio.

La primera función de estos mayordomos fue el gobierno económico de las casas reales. También tenían, con otros empleados, el gobierno político de los feudos (4), y al fin mandaron ellos solos. Más adelante se encargaron de las cosas de la guerra y del mando de las tropas, quedando estas funciones unidas, necesariamente, a las que ya tenían. En aquellos tiempos era más difícil reunir los ejércitos que mandarlos: ¿quién mejor para conseguirlo que el que disponía de las mercedes? En nación tan independiente y guerrera más convenía invitar que obligar por fuerza a combatir: bastaba hacer esperar los feudos que vacasen por muerte del poseedor, conceder gracias continuas y hacer que se disputaran las preferencias: ¿quién más a propósito para mandar el ejército que el superintendente del palacio?


Notas

(1) Ni siquiera quiso comandar la expedici6n contra Gondebaldo, que se decía hijo de Clotario y pedia su parte del reino.

(2) En alguna ocasión, hasta en número de veinte. (Gregorio de Tours, libs. V, VIII Y X). - Dagoberto siguió idéntica marcha, enviando contra los Gascones hasta diez duques y varios condes que no dependian de ningún duque. (Véase Fredegario, cap. LXXVIII).

(3) Libro VIII, cap. XXX, y lib. X, cap. III.

(4) Véase el segundo suplemento de la Ley de los Borgoñes, tit. XIII; véase Gregorio de Tours, lib. IX.


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CAPÍTULO VI

Segunda época del abatimiento de los reyes de la primera línea

Desde el suplicio de Brunequilda, administraron el reino los mayordomos, siempre bajo la autoridad de los reyes; aunque eran ellos los que dirigían la guerra, los reyes figuraban al frente de los ejércitos: el mayordomo y la nación combatían a sus órdenes. Pero la victoria del duque Pipino, vencedor de Teodorico y de su mayordomo (1), acabó de degradar a los reyes; degradación confirmada por la victoria de Carlos Martel (2) sobre Chilperico y su mayordomo. Dos veces triunfó Austrasia de Neustria y de Borgoña; y como la mayordomía de Austrasia estaba aneja en cierto modo a la familia de los Pipinos, se elevó esta familia sobre todas las demás. Temiendo que alguien se apoderase de la persona de los reyes para promover disturbios, los tuvieron en un sitio real casi como en reclusión; los mostraban al pueblo tan sólo una vez al año. Allí dictaban sus decretos, que eran los del mayordomo, y contestaban a los embajadores, siempre que los mayordomos querían. Es el tiempo a que se refieren los historiadores cuando nos hablan del gobierno de los mayordomos, que gobernaban a los mismos reyes.

El entusiasmo delirante de la nación por la familia de Pipino llegó hasta el punto de elegir mayordomo a su nieto, niño todavía; lo instituyó mayordomo de un Dagoberto, poniendo un fantasma al lado de otro fantasma (3).


Notas

(1) Véase Anales de Metz, por los años 687 y 688.

(2) Idem, hacia el año 719.

(3) Véase el continuador anónimo de Fredegario, sobre el año 714.


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CAPÍTULO VII

De los feudos en tiempo de los mayordomos de palacio

He de hacer algunas reflexiones acerca de los feudos. Para mí, no ofrece duda que en tiempo de los mayordomos fue cuando los feudos se hicieron hereditarios. En el tratado de Andelly (1), Gontrán y su sobrino Childeberto se obligan a mantener las liberalidades otorgadas por sus predecesores a la iglesia y a los feudos; y se concede permiso a las reinas, a las hijas y a las viudas de los reyes para disponer por testamento y para siempre de las cosas que hubieran recibido del fisco (2).

Marculfo escribía sus fórmulas en tiempo de los mayordomos (3). En muchas de ellas se ve que los reyes donaban a la persona y a los herederos (4), y como las fórmulas son imágenes de las acciones corrientes de la vida, prueban que una parte de los feudos eran ya hereditarios hacia el fin de la primera línea. Claro es que en aquel tiempo no se tenía la idea de lo que es un dominio inalienable, cosa muy moderna y entonces desconocida en la teoría y en la práctica.

Acerca de este punto, luego daré pruebas de hecho; y si señalo un tiempo en que ya no había beneficios para el ejército ni fondo alguno para mantenerlo, habrá de convenirse en que los antiguos beneficios habían sido enajenados. Esta es la época de Carlos Martel, quien fundó nuevos feudos que es necesario distinguir de los primeros que hubo.

Cuando los reyes empezaron a hacer donaciones vitalicias, bien por haber entrado la corrupción en el gobierno, bien por obligarles la constitución a otorgar continuas recompensas, era natural que comenzaran a dar a perpetuidad los feudos más bien que los condados. Privarse de algunas tierras era poca cosa; renunciar a los grandes oficios era perder la potestad.


Notas

(1) Véase el edicto de Clotario II, del año 615, art. 16. Está incluso el tratado en el libro IX de Gregorio de Tours.

(2) Ut si quid de agis fiscalibus vel speciebus atque proesidio pro arbitrii sui voluntate, lacere aut cuiquam conferre voluerint, lixa stabilitate perpetuo conservetur.

(3) Véanse las fórm. 24 y 34 del lib. I.

(4) Véanse las fórm. 14 y 17 del mismo libro.


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CAPÍTULO VIII

De cómo los alodios se convirtieron en feudos

En una fórmula de Marculfo (1) se ve el modo de convertir en feudos los alodios. El propietario daba su tierra al rey, y éste se la devolvía en usufructo; el donante designaba al rey sus herederos.

Para encontrar las razones que tal vez habría para desnaturalizar de esta suerte los alodios, necesito rebuscar en verdaderos abismos las viejas perrogativas de aquella nobleza, en la sepultura de once siglos donde yacen cubiertas de polvo, sudor y sangre.

Los poseedores de feudos gozaban de grandes ventajas. La composición que recibían por daños era mayor que la de los hombres libres. Según aparece en las fórmulas de Marculfo, el vasallo del rey tenía el privilegio de que quien lo matase pagara seiscientos sueldos de composición, cuando no se pagaban más de doscientos por la muerte de un ingenuo, fuese franco, o bárbaro, u hombre que viviese bajo la ley sálica, y cien sueldos por la muerte de un Romano (2). Era lo establecido por la ley sálica y por la ley de los Ripuarios.

No era este el único privilegio que tenían los vasallos del rey. Sépase que cuando a un hombre se le citaba a juicio, como no compareciera se le emplazaba ante el rey; y si persistía en la desobediencia o en su contumacia, quedaba excluído de la real protección y fuera de la ley sin que nadie pudiera recibirlo en su casa ni aun darle pan. Si era un hombre de condición ordinaria se le confiscaban sus bienes; si era vasallo del rey no se le confiscaban. Al primero, por su contumacia, debía reputársele convicto de delito; al segundo no se le consideraba convicto aun siendo contumaz. El primero estaba sujeto, aun por leves faltas, a la prueba del agua hirviendo; el segundo lo estaba solamente en caso de homicidio. Estos privilegios fueron aumentando cada día, y la capitular de Carlomagno concede a los vasallos del rey el honor de que no pueda hacérseles jurar personalmente, sino por boca de sus propios vasallos. Al que tenía estos honores, si no se presentaba en el ejército, la única pena que se le imponía era la de abstenerse de carne y vino por tanto tiempo como había faltado; pero el hombre libre que dejaba de ir con el conde había de pagar sesenta sueldos o quedar en servidumbre hasta que los pagara.

Fácilmente se concibe, pues, que los Francos y más aún los Romanos si no eran vasallos del rey quisieran llegar a serlo; y que, para no verse privados de sus dominios, imaginaran el medio de dar su alodio al rey, tomarlo en feudo y designar sus herederos. Este uso fue en aumento, sobre todo en el período de turbulencias de la segunda línea, cuando cada uno tenía necesidad de un protector y quería formar cuerpo con otros señores, entrando, por decirlo así, en la monarquía feudal por no haber ya una monarquía política.

Lo mismo siguió ocurriendo en la tercera línea, según se ve en muchas cartas (3), ya dando el alodio para volver a recibirlo, ya declarándolo alodio y reconociéndolo feudo. A estos feudos se les llamaba feudos de recobro.

Esto no quiere decir que los poseedores de feudos los gobernaran como buenos padres de familia; aunque procuraban conseguirlos, después los administraban como suele hacerse en nuestros días con los usufructos. Así Carlomagno, el príncipe más vigilante y más celoso que hemos tenido, redactó numerosos reglamentos para impedir que los dueños o usufructuarios de feudos los asolaran en inmediato beneficio propio (4). Lo que esto prueba es que en tiempo de Carlomagno los beneficios, en su mayor parte, eran aún vitalicios y que, por consiguiente, se cuidaba más de los alodios que de los beneficios, lo cual no impedía que se prefiriera ser vasallo del rey que ser hombre libre.

Sé que Carlomagno se lamenta en una capitular (5) de que en algunos parajes hubiese personas que daban sus feudos en propiedad y luego los redimían en igual forma; pero no afirmaré yo que no se prefiriese una propiedad a un usufructo; lo que digo es que, si podía convertirse un alodio en feudo hereditario, resultaba muy ventajoso el hacerlo.


Notas

(1) Libro I, fórmula 13.

(2) Ley Sálica, tit. XLIV, arts. 1 y 4; Ley de los Ripuarios, tit. VII.

(3) Véase las que cita Du Cange en la palabra alodis y las que inserta Galland en el Tratado del franco alodio, pág. 14 Y siguientes.

(4) Capitulares de los años 802, 803, 806, y una de año dudoso.

(5) En la quinta del año 806, art. 8.


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CAPÍTULO IX

De cómo los bienes eclesiásticos se trocaron en feudos

Los bienes fiscales no debieron tener otro destino que el de emplearse en las mercedes hechas por los reyes para invitar a los Francos a nuevas empresas, las cuales a su vez aumentaban los bienes fiscales; y ese era, como he dicho, el espíritu de la nación, pero las mercedes tomaron otro camino. Tenemos un discurso de Chilperico, nieto de Clodoveo, donde aquel rey se quejaba de que sus bienes habían sido casi todos dados a las iglesias. Nuestro fisco, decía, se ha quedado pobre; las riquezas nuestras han pasado a las iglesias; los que reinan son los obispos; ellos están en la grandeza y no nosotros.

Esto hizo que los mayordomos, no atreviéndose con los señores, despojaran a las iglesias; y una de las razones alegadas por Pipino para entrar en Neustria, fue el haber sido invitado por los eclesiásticos, para reprimir las usurpaciones de los reyes, es decir, de los mayordomos, que se iban apoderando de los bienes de las iglesias (1).

Los mayordomos de Austrasia habían tratado a las iglesias con más moderación que los de Neustria y de Borgoña; bien se conoce en las crónicas, en las que los frailes no cesan de admirar la devoción y liberalidad de los Pipinos. Ellos mismos habían ocupado los principales puestos de la iglesia, por lo cual les decía Chilperico a los obispos: Un cuervo no le saca los ojos a otro cuervo.

Pipino se apoderó de Neustria y de Borgoña; sin embargo, como había tomado por pretexto la defensa de las iglesias oprimidas por los reyes y los mayordomos, no podía despojarlas sin contradecirse; pero la conquista de dos grandes reinos y la destrucción del partido contrario, le produjo más de lo preciso para contentar a sus guerreros.

Pipino se hizo dueño de la monarquía protegiendo al clero; su hijo Carlos Martel no tuvo más remedio que oprimirlo, sin lo cual no hubiera podido sostenerse. Este príncipe, viendo que los bienes reales y fiscales habían pasado, en gran parte, a la nobleza, y que el clero recibía donaciones de los ricos y de los pobres adquiriendo para sí muchos de los bienes alodiales, acabó por despojar al clero; y como ya no quedaban feudos del primer repartimiento, formó nuevos feudos (2). Tomó para sí y para sus capitanes lo que era de las iglesias, y aun las iglesias mismas, poniendo coto a un abuso que, a diferencia de los males ordinarios era tanto más fácil de curar cuanto más extremado.


Notas

(1) Anales de Metz, año 687.

(2) Karolus plurima juri ecclesiastico detrahens, pre día fisco sociavit, ac deinde militibus dispertivit. (Ex Crhonico Centulensi, lib. II).


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CAPÍTULO X

Riquezas del clero

Tanto fue lo que el clero recibió, que necesariamente pasaron muchas veces por sus manos: durante las tres primeras líneas, todos los bienes del reino. Pero si los reyes, los nobles y aun el pueblo tuvieron medio de darles todos sus bienes a los clérigos, también encontraron el medio de quitárselos. Hizo la devoción que se fundaran iglesias, pero el espíritu militar las dió a la gente de guerra para que las repartiera entre sus hijos. ¡Cuántas tierras salieron del dominio de los eclesiásticos! Los reyes, pródigamente, derraman sobre ellas sus liberalidades; pero vienen los Normandos, y saquean, maltratan, persiguen especialmente a los frailes y a los clérigos, buscan las abadías y las ermitas, ensañándose en los sacerdotes por achacarles la destrucción de sus ídolos y todas las violencias de Carlomagno, que les había obligado a refugiarse en el Norte. Eran odios que no había extinguido el transcurso de cuarenta o de cincuenta años. Así las cosas, la clerecía perdió cuantiosos bienes, sin que apenas hubiese clérigos que volviesen a pedirlos. Pudo, pues, la piedad de la tercera línea hacer abundantes donaciones porque tenía sobradas tierras. Las opiniones dominantes, las creencias difundidas en aquellos tiempos habrían dejado a los laicos sin propiedad ninguna si hubieran sido más dóciles o menos interesados, pero si los eclesiásticos eran ambiciosos, los laicos no lo eran menos; si donaba el moribundo, no se conformaba el sucesor. Todo se volvía disputas entre señores y obispos, los nobles y los abades; sin duda apremiaron demasiado los seglares a los clérigos, cuando les obligaron a ponerse bajo la protección de algunos señores, que los defendieron por un momento para oprimirlos en seguida.

Otra policía más ordenada, la de la tercera línea, permitió a los eclesiásticos aumentar sus bienes. Aparecieron los calvinistas y acuñaron moneda con todo el oro y la plata que en las iglesias había. ¿Cómo el clero podía tener seguridad para sus bienes y para sus templos? Ni la existencia la tenía segura. Mientras se ocupaba en materia de controversia, le quemaban sus archivos. ¿De qué servía reclamar a una nobleza arruinada, que todo lo había perdido o lo tenía hipotecado de mil maneras? El clero, sin embargo, no cesaba de adquirir: ha adquirido siempre, ha devuelto siempre y adquiere todavía.


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CAPÍTULO XI

Estado de Europa en tiempo de Carlos Martel

A Carlos Martel, que acometió la empresa de despojar al clero, le favorecían las circunstancias. Los hombres de guerra le amaban y le temían; contaba con el pretexto de sus guerras con los moros (1); si el Clero le aborrecía, él no lo necesitaba; pero el Papa necesitaba de él y le tendía los brazos. Conocida es la célebre embajada que le envió Gregorio III. Las dos potestades se entendían por mutuo interés: el Papa necesitaba de los Francos para que lo sostuvieran contra los Lombardos y los Griegos; Carlos Martel necesitaba del Papa, que le servía para humillar a los Griegos, suscitar enojos a los Lombardos, hacerse más respetable en la nación y acreditar los títulos que tenía y los que él y sus hijos podrían adjudicarse. Por lo tanto era su empresa de éxito seguro.

San Euquerico, obispo de Orleáns, tuvo una visión que dejó pasmados a los príncipes. Debo mencionar aquí la carta que los obispos congregados en Reims le escribieron a Luis el Germánico (2): había entrado éste en las tierras de Carlos el Calvo y la carta de los obispos reunidos es oportuna para hacernos conocer cuáles eran en aquellos tiempos el estado de las cosas y la disposición de los ánimos. Dicen los obispos que habiendo sido San Euquerico arrebatado al cielo, vió a Carlos Martel atormentado en el infierno por orden de los santos que han de asistir con Jesucristo al juicio final; que había sido condenado por despojar a las iglesias de sus bienes, con lo que habían recaído en él todos los pecados de aquellos que para redimirse habían dotado a las iglesias; que Pipino mandó, con tal motivo, celebrar un concilio episcopal, que dispuso la entrega a las iglesias de todos los bienes eclesiásticos, pero que no habiendo podido recogerlos todos para hacer la entrega, a causa de sus disensiones con el duque de Aquitania, dispuso que se hicieran en favor de las iglesias cartas precarias del resto (3), y que los laicos pagaran el diezmo de las tierras que tenían de las iglesias y doce dineros por cada casa; que Carlomagno se abstuvo de hacer donaciones con los bienes de la Iglesia, y aun dictó una capitular comprometiéndose a no hacerlas nunca, ni él ni sus sucesores, que todo lo que aseveran está escrito y que algunos de ellos se lo oyeron contar a Ludovico Pío, padre de los dos reyes.

El reglamento del rey Pipino, de que hablan los obispos, databa del Concilio celebrado en Leptines (4). La iglesia obtenía con él la ventaja de que los que se hallaran en posesión de bienes suyos no los poseyeran sino a título precario; por otra parte le entregaban el diezmo y doce dineros por cada casa que le hubiera pertenecido. Esto, empero, no pasaba de ser un paliativo y el mal subsistió.

Pipino tuvo que hacer otra capitular (5), mandando a los que disfrutaban dichas ventajas que pagaran el diezmo y el canon prevenidos, y que mantuviesen en buen estado las casas del obispado o del monasterio, so pena de perder aquellos bienes. Carlomagno renovó los reglamentos de Pipino (6).

Lo que dicen los obispos en la misma carta, de que Carlomagno prometió, por sí y por sus sucesores, no repartir a la gente de armas los bienes de la Iglesia, está conforme con la capitular de aquel príncipe dada en Aquisgrán el año 803 para desvanecer los temores de los eclesiásticos; pero las donaciones hechas anteriormente se conservaron. Los obispos agregan, con razón, que Ludovico imitó el proceder de su padre y no dió a los soldados los bienes de la Iglesia.

Pero se reprodujeron los abusos, tanto que en tiempo de los hijos de Ludovico, hacían los laicos su voluntad en las iglesias; establecían en ellas sacerdotes, o los expulsaban, sin consentimiento de los obispos (7). Se repartían las iglesias entre los herederos (8) y cuando lIegaban éstas a un estado vergonzoso, a los obispos no les quedaba más recurso que sacar de ellas las reliquias (9).

La capitular de Compiegne (10) dispone que el enviado del rey podría visitar cualquier monasterio con el obispo, en presencia de su poseedor (11). Esta regla general prueba que el abuso también era general.

No es que faltaran leyes para la restitución de los bienes eclesiásticos. Precisamente el Papa reprendió a los obispos, acusándolos de negligentes en sus reclamaciones; los obispos escribieron a Carlos el Calvo diciéndole que no habían sentido la reconvención porque no eran culpables, y recordándole que las asambleas de la nación habían acordado repetidas veces la devolución de los templos y de los monasterios.

Continuaron las disputas; vinieron los Normandos y los pusieron de acuerdo.


Notas

(1) Véase los Anales de Metz.

(2) Año 858; está en la edición de Baluzio, tomo II, pág. 101.

(3) Praecaria quod precibus utendum conceditur, dice Cujacio en sus notas sobre el libro I de los Feudos. En un diploma del rey Pipino dado a principios de su reinado, se ve que no fue este príncipe el primero que estableció cartas precarias, pues cita alguna anterior. El diploma puede verse en el tomo V de los Historiadores de Francia, de los Benedictinos, art. 6.

(4) El año 743. Véase el lib. V de las Capitulares, art. 3, pág. 825.

(5) Que fue la de Metz, del año 758.

(6) Véase la capitular del año 803, dada en Worms. edic de Baluzio, pág. 411; y asimismo la del año 794, dada en Francfort, relativa a las reparaciones de las casas.

(7) Constitución de Lotario I, en la Ley de los Lombardos, lib. III, ley I, párr. 43.

(8) Idem, párr. 44.

(9) Idem.

(10) Dada en 868, reinando Carlos el Calvo; edic. de Daluzio, pág. 203.

(11) Cum concilio et consensu ipsius qui locum retinet.


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CAPÍTULO XII

Establecimiento de los diezmos

Los reglamentos del tiempo de Pipino habían sido para la Iglesia más bien una esperanza que una realidad; y así como Carlos Martel encontró todo el patrimonio público en manos de los clérigos, Carlomagno encontró los bienes de los clérigos en manos de los soldados. No podía obligarse a los actuales poseedores a restituír lo que habían recibido, y las circunstancias del momento lo hacían más imposible que lo era ya por naturaleza. Por otro lado, no debía dejarse desaparecer el cristianismo por falta de ministros, de templos y de instrucción (1).

Esta fue la causa de que Carlomagno estableciera los diezmos (2), nuevo género de propiedad que ofrecía la ventaja de ser dada singularmente a la Iglesia, por lo cual era más fácil reconocer en lo sucesivo las usurpaciones.

No ha faltado quien suponga la institución de los diezmos de fecha más remota; pero las autoridades invocadas para señalar distintas fechas me parece que atestiguan contra los que las señalan. Todo lo que dice la constitución de Clotario es que no se cobrarán ciertos diezmos sobre los bienes de la Iglesia; de modo que la Iglesia en aquel tiempo, lejos de percibir los diezmos, se contentaba con no pagarlos. El segundo concilio de Macón (3), celebrado en el año 585, al ordenar que se paguen diezmos, dice, es verdad, que antiguamente se pagaban, pero dice también que entonces no se pagaban ya.

¿Quién duda que se leyera la Biblia antes de Carlomagno y se predicaran las donaciones y ofrendas del levítico? Pero yo digo que una cosa es predicarlos y otra que se establecieran.

Los reglamentos de la época del rey Pipino sujetaron al pago de los diezmos y a la reparación de las iglesias a los que tenían en feudo bienes eclesiásticos. Ya era mucho el obligar a los señores feudales a dar ejemplo a todos, con una ley cuya justicia no podía discutirse.

Carlomagno hizo más, pues vemos en la capitular de Villis (4) que sujeto sus propios bienes al pago de los diezmos, lo que fue otro ejemplo todavía más alto.

Pero la plebe no suele abandonar sus intereses por el estímulo de los ejemplos. El sínodo de Francfort (5) le presentó un argumento más decisivo para pagar los diezmos, pues en él se dió una capitular donde se dice que, durante la última hambre, se observó que las espigas no tenían trigo por haberlo devorado los demonios en castigo de que no se hubieran pagado los consabidos diezmos. Y se mandó entonces que pagaran el diezmo, no ya los que poseían bienes eclesiásticos, sino todo el mundo.

El proyecto de Carlomagno, sin embargo, no prosperó por el momento: la carga pareció excesivamente abrumadora (6). Entre los Indios, el pago de los diezmos había entrado en el plan de la fundación de su República: pero entre nosotros era una carga que no había entrado en el establecimiento de la monarquía. Esto se ve en las disposiciones añadidas a la ley de los Lombardos (7), que muestran lo que costó el introducir los diezmos por las leyes civiles; de las dificultades que hubo para introducirlos por las leyes eclesiásticas, puede juzgarse por los diferentes cánones de los concilios.

El pueblo consintió por fin en pagar diezmos, con la condición de poder redimirlos. No lo permitieron, ni la constitución de Ludovico Pío (8) ni la de su hijo (9) el emperador Lotario.

Las leyes de Carlomagno sobre el establecimiento de los diezmos fueron obra de la necesidad: no tuvo parte en ellas la superstición.

El dividir los diezmos en cuatro partes: para la fábrica de las iglesias, para los pobres, para el obispo y para los clérigos, prueba suficientemente que el propósito era dar a la Iglesia la estabilidad que habia perdido.

El testamento de Carlomagno revela que su intención era de enmendar los daños causados por su abuelo (10). Hizo tres partes iguales de sus bienes muebles; dispuso que dos de ellas se subdividieran en veintiuna partes para las veintiuna metrópolis del imperio, debiendo repartirse cada una entre la metrópoli y todos los obispados dependientes de la misma. El tercio restante lo dividió en cuatro partes: una para sus hijos y nietos, dos para obras pías y la última para agregarla al tercio legado a las metrópolis y a los obispos, Sin duda consideraba el bien inmenso hecho a la Iglesia, como una merced más bien que una devoción.


Notas

(1) En las guerras civiles que se suscitaron en tiempo de Carlos Martel, se donó a los laicos los bienes de la iglesia de Reims. Se dejó que la clerecía viviera como pudiera, está escrito en la Vida de San Remigio. (Surio, tomo I, pág. 279).

(2) Ley de l0s Lombardos, lib. III, tít. III, párrs. 1 y 2.

(3) Canone V, ex tomo primo conciliorum antiquorum Galile, opera Jacobi Sirmundi.

(4) Artículo 6, edíción de Baluzio, pág. 332. Esta capitular se dió el año 800.

(5) Se celebró en tiempo de Carlomagno, el año 794.

(6) Véase entre otras la capítular de Ludovico Pío del año 829, contra los que no cultivan las tierras para no pagar el diezmo: Nonis quidem et decimis, unde et genitor noster et nos frequenter, in diversis placitis, admonitionem fecimus.

(7) Entre ellas la de Lotario, libro III, tít. III, cap. VII.

(8) La del año 829.

(9) Ley de los Lombardos, lib. III, tít. III, párr. 8.

(10) No el testamento que se encuentra en Goldasto y Baluzo, sino una especie de codicilo que trae Eginhardo.


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CAPÍTULO XIII

De las elecciones para los obispados y las abadías

Pobres las iglesias, abandonaron los reyes la elección de obispos, abades y beneficiados (1). Ni los reyes se cuidaron tanto de nombrarlos ni los pretendientes de buscar su apoyo. Así recibía la Iglesia una especie de compensación: ganaba en independencia lo que había perdido en bienes materiales.

Y si Ludovico Pío le dejó al pueblo romano el derecho de elegir los Papas (2), esto fue una consecuencja lógica del espíritu de aquellos tiempos. Se aplicó a la silla de Roma lo que se hacía con todas las demás.


Notas

(1) Véase la capitular de Carlomagno del año 803, art. 2, que está en Baluzio, pág. 379. Véase el edicto de Ludovico Pío, del año 834, en Goldasto, Constitución imperial, t. I.

(2) Esto se consigna en el célebre canon Ego Ludovicus, el cual es visiblemente apócrifo. Está incluído en la edición de Baluzio, pág. 591, hacia el año 817.


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CAPÍTULO XIV

De los feudos de Carlos Martel

No me propongo averiguar si Carlos Martel, cuando daba en feudo bienes de la Iglesia, los daba de por vida o a perpetuidad. Lo que tengo averiguado es que en tiempo de Carlomagno (1) y de Lotario I (2) los hubo de por vida que pasaban a los herederos, y éstos se los repartían. Encuentro, además, que unos bienes se dieron en alodio y otros en feudo (3). Ya he dicho que los poseedores de los alodios estaban sujetos al servicio, lo mismo que los poseedores de los feudos. Sin duda fue esta una de las causas de que Carlos Martel diera en alodio como daba en feudo.


Notas

(1) Véase la capitular del año 801, tomo I, pág. 360.

(2) Véase la Ley de los Lombardos, lib. III, tít. I, párr. 44.

(3) Véanse la constitución de Lotario y la capitular de Carlos el Calvo del año 846, cap. XX, in villa Sparnaco; véanse también la capitular del año 853, sínodo de Soissons y la de 854, apud Attiniacum, inserta en la edición de Baluzio, tomo I, pág. 76; puede verse, además, la capitular primera de Carlomagno (año dudoso), arts. 49 y 56, comprendida en la edición citada, tomo I, pág. 519.


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CAPÍTULO XV

Continuación de la misma materia

Debe notarse que una vez convertidos los bienes de la Iglesia en feudos, y los feudos en bienes de la Iglesia, éstos y aquéllos tomaron recíprocamente algo de la naturaleza de lo uno y de lo otro. Así es que los bienes de la Iglesia gozaron de los privilegios feudales y éstos participaron de los que tenían los bienes de la Iglesia: tales fueron los derechos honoríficos en las iglesias que se crearon entonces. Y como estos derechos han ido siempre anejos a la alta justicia, con preferencia a lo que en el día se llama el feudo, se deduce que las justicias patrimoniales estaban establecidas en el mismo tiempo que estos derechos.


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CAPÍTULO XVI

Confusión de la dignidad real y de la mayordomía

El orden de las materias me ha llevado a alterar el de los tiempos, de suerte que he hablado de Carlomagno antes de referirme a la época famosa de la traslación de la Corona a los Carlovingios, efectuada en tiempo de Pipino; acontecimiento que se tiene por más notable en nuestros días que cuando se realizó.

Los reyes no tenían autoridad, pero se llamaban reyes. Autoridad efectiva era la del mayordomo; pero el título de rey era hereditario y el de mayordomo era electivo. Aunque en los últimos tiempos hubiesen los mayordomos sentado en el trono al que quisieran de los Merovingios, nunca tomaron un rey de otro linaje; no se había borrado del corazón de los Francos la antigua ley que daba la Corona siempre a una familia. Más apego tenían a la dinastía que a la persona del rey; el monarca, en aquella monarquía, era poco menos que un desconocido; pero no así la dignidad real. Pipino, hijo de Carlos Martel, creyó conveniente confundir las cosas uniendo la autoridad de mayordomo y la dignidad real. Antes era el mayordomo electivo y el rey hereditario; al comienzo de la segunda línea, la Corona fue a la vez hereditaria y electiva: electiva, porque el rey elegido era designado por el pueblo; hereditaria, porque la elección del pueblo no salió jamás de una familia.

El padre Le Cointe, a pesar del testimonio de tantos monumentos, niega que el Papa autorizara tamaña alteración; una de las cosas que alega es que hubiera sido una injusticia. Es admirable, en verdad, que un historiador juzgue de lo que han hecho los hombres por lo que hubieran debido hacer. Discurriendo así, no habría historia.

Sea como fuere, lo cierto es que desde la victoria del duque Pipino reinó su familia y cesó el reinado de los Merovingios. Cuando su nieto Pipino fue coronado rey, todo se redujo a una ceremonia más y un fantasma menos: Pipino adquirió los ornamentos reales, sin que hubiera mudanza en la nación.

Cuando coronaron rey a Hugo Capeto, comenzando la tercera línea, el cambio fue mayor, porque se pasaba de la anarquía a un gobierno cualquiera; pero al tomar Pipino la Corona, se pasó de un gobierno al mismo gobierno.

Pipino, al ser coronado, no hizo más ni menos que cambiar de nombre; el caso de Hugo Capeto no fue lo mismo, porque un gran feudo unido a la Corona, puso término a la anarquía.

En Pipino, el título de rey se unió a las más altas funciones; en Hugo Capeto, el mismo título quedó unido al mayor feudo.


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