Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XXVIII

Del origen y de las revoluciones de las leyes civiles francesas

(Segundo archivo)


XVI. De la prueba del agua hirviente establecida por la ley Sálica. XVII. Manera de pensar de nuestros padres. XVIII. De cómo se extendió la prueba del duelo. XIX. Nueva razón del olvido de las leyes sálicas, de las leyes romanas y de las capitulares. XX. Origen del pundonor. XXI. Nueva reflexión acerca del pundonor entre los Germanos. XXII. De las costumbres relativas a los duelos. XXIII. De la jurisprudencia de la prueba del duelo. XXIV. Reglas establecidas para el duelo judicial. XXV. De las restricciones puestas al uso del combate judicial. XXVI. Del duelo judicial entre una de las partes y uno de los testigos. XXVII. Del duelo judicial entre una parte y uno de los pares del señor. Apelación de juicio falso. XXVIII. De la apelación de falta de justicia. XXIX. Epoca del reinado de San Luis.


CAPÍTULO XVI

De la prueba del agua hirviente establecida por la ley Sálica

La ley Sálica admitía la prueba del agua hirviente (1). Como esta prueba era demasiado cruel, la ley misma tomaba un temperamento que suavizara su rigor (2): permitía que el emplazado para hacerla rescatara su mano, con el consentimiento de la otra parte. El acusador, mediante una suma fijada por la ley, podía relevar de la dura prueba al acusado contentándose con el juramento de su inocencia hecho por varios testigos: era un caso excepcional en que la ley Sálica aceptaba la prueba negativa.

Esta prueba era una especie de convención que la ley consentía, pero no ordenaba. La ley señalaba una indemnización para el acusador que le permitiera al acusado defenderse con la prueba negativa: podía el acusador satisfacerse con el juramento del acusado, como podía perdonar la injuria o el perjuicio.

La ley adoptaba este temperamento (3) para que antes del juicio, las partes se avinieran dando sus diferencias por zanjadas, una por miedo a la prueba, otra por la perspectiva de una indemnización.

Practicada la prueba negativa, se comprende que no era precisa otra; y por lo tanto el duelo judicial no podía ser consecuencia de esta disposición particular de la ley Sálica.


Notas

(1) Y la admitian también algunas otras leyes de los bárbaros.

(2) Título LV de la ley Sálica.

(3) Idem, ídem.


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CAPÍTULO XVII

Manera de pensar de nuestros padres

Causará asombro el ver que nuestros padres hicieran depender el honor, la fortuna y la vida de los ciudadanos de cosas menos dependientes de la razón que del azar, y que emplearan de continuo pruebas que nada prueban ni tenían nada que ver con la inocencia ni con el delito.

Los Germanos, que no habían sido nunca subyugados (1), gozaban de suma independencia: las familias guerreaban unas con otras por homicidios, robos, injurias (2). Esta costumbre se modificó, sometiendo a reglas estas luchas y haciendo que se efectuaran con autorización del magistrado y en su presencia (3), lo cual era preferible al uso general de batirse por cualquier cosa.

Así como hoy los Turcos en sus guerras civiles consIderan la primera victoria como un juicio de Dios que decide inapelablemente, así también los Germanos miraban el resultado del duelo como fallo de la Providencia, que no podía menos de castigar al delincuente o al usurpador.

Tácito dice que entre los Germanos, cuando una nación quería guerrear con otra, empezaba por hacer un prisionero que pudiese combatir con uno de los suyos; y por el éxito del combate se juzgaba del resultado que habría de tener la guerra. Pueblos capaces de creer que un combate singular podía ser regla para los negocios públicos, bien podían pensar que lo fuera para las diferencias entre particulares.

Gondebaldo, rey de Borgoña, fue de todos los reyes el que dió más extensión a la costumbre del duelo. Este monarca da la razón de su ley en la ley misma: Es, dice, para que nuestros súbditos no presten juramento acerca de hechos obscuros ni caigan en perjurio por hechos ciertos (4). y mientras los eclesiásticos declaraban impía la ley que autorizaba el combate (5), el rey de los Borgoñones consideraba sacrílega la ley que establecía el juramento.

La prueba del combate singular tenía alguna razón fundada en la experiencia. En una nación exclusivamente guerrera, la falta de destreza o de valor supone otros defectos, otros vicios: denota que se ha resistido a la educación recibida, que no se siente el honor y que no se toman por guía los principios que gobiernan a los demás hombres; revela que no se teme el desprecio de las gentes ni a su estimación se da importancia. Por poca vergüenza que se tenga, por humilde que sea la propia cuna, jamás le faltará a un individuo la destreza que debe complementar la fuerza ni la fuerza que debe concurrir con el coraje, pues quien aprecia el honor se habrá ejercitado toda su vida en las cosas indispensables para obtenerlo, ya que sin ellas no se obtiene. Además, en una nación guerrera que honra la fuerza, el valor y las hazañas, los delitos más odiosos no pueden ser otros que la flojedad y la bellaquería, la sutileza y la astucia esto es, la cobardía.

Én la prueba del fuego, después que el acusado había puesto la mano sobre un hierro candente o la había metido en agua hirvIendo se le envolvía en un saco que se sellaba; si al cabo de tres días no quedaba señal de la quemadura, se le declaraba inocente. ¿Quién no comprende que en aquellos hombres, acostumbrados a manejar las armas, la piel ruda y callosa no conservaría tres días después señal apreciable de la quemadura? Y si la conservaba, era prueba de que el hombre era un afeminado. Nuestros campesinos, con sus manos encallecidas, manejan el hierro ardiendo sin hacerse mal; y lo mismo les pasa a las mujeres muy trabajadoras, que podrían resistir el hiero hecho ascua. Volviendo al tiempo antiguo, a las damas acusadas nunca les faltaban campeones que las defendieran (6); y en nación que no conocía el hijo, la clase media apenas existía.

Por la ley de los Turingios (7), la mujer acusada de adulterio no era condenada a la prueba del agua hirviendo sino a falta de un campe6n que sostuviera su causa; y la ley de los Ripuarios no admite la misma prueba sino cuando no hay testigos de justificación (8). Pero una mujer a quien no quisiera defender ninguno de sus parientes, un hombre que no aducía ningún testimonio de su inculpabilidad, quedaban convictos de su culpa.

Digo pues, que dadas las circunstancias de la época y estando en uso la prueba del combate, la del hIerro candente y la del agua hirviendo, había tal acuerdo entre las leyes y las costumbres que las leyes no ocasionaron tantas injusticias como injustas eran; que sus efectos fueron más inocentes que las causas; que no violaron los derechos tanto como ofendían a la equidad; que fueron más absurdas que tiránicas.


Notas

(1) Esto es lo que se desprende de lo que dice Tácito: Onmibus idem habitus.

(2) Dice Veleyo Paterculo que los Germanos decidían todas las cuestiones por medio de la lucha.

(3) Véanse para los tiempos antiguos los códigos de leyes de los bárbaros; y para los tiempos modernos, véase lo que dice Beaumoir sobre la Costumbre de Beauvoisis.

(4) Ley de los Borgoñones, cap. XLV.

(5) Obras de Agobardo.

(6) Beaumonoir, Costumbre de Beauvoisis, cap. LXI. Véase también la Ley de los Anglos, en que la prueba del agua menda era sólo subsidiaria.

(7) Tit. XIV.

(8) Capitulo XXXI, pág. 5.


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CAPÍTULO XVIII

De cómo se extendió la prueba del duelo

De la carta de Agobardo a Ludovico Pío se pudiera deducir que no existía la prueba del duelo entre los Francos, puesto que en dicha carta, después de reprender los abusos de la ley de Gondebaldo, se pide que se juzgue en Borgoña por la ley de los Francos (1). Pero sabiéndose que en aquel tiempo se practicaba en Francia el combate judicial, de aquí la confusión; la cual desaparece recordando que, según he dicho, la ley de los Francos salios no admitía esta prueba y la de los Francos ripuarios la tenía en cuenta (2).

No obstante los clamores de los clérigos, el uso de duelo judicial se iba extendiendo en Francia; precisamente los eclesiásticos fueron los que contribuyeron más a su extensión, y voy a demostrarlo.

Está la demostración en la ley de los Lombardos. Se había introducido ya hacía tiempo una costumbre detestable (se dice en el preámbulo de la constitución de ütón II); la de que, si se tachaba de falso algún título de heredad, bastaba que el posesor del título jurara sobre los Evangelios su legitimidad para tomar posesión; y no hacía falta ningún juicio previo. De este modo los perjuros estaban seguros de ganar (3). Como al coronarse en Roma (4) el emperador Otón I estaba celebrándose un concilio, todos los señores de Italia proclamaron la necesidad de que el emperador diese una ley contra el indigno abuso (5). El Papa Juan XII y el emperador, creyeron conveniente remitir la cuestión al concilio que poco después debía reunirse en Ravena (6). En él renovaron los señores la misma p2tición; pero, pretextando que faltaban algunas personas, hubo un nuevo aplazamiento. Cuando Otón II y Conrado (7), rey de Borgoña, se presentaron en Italia, tuvieron una entrevista en Verona (8) con los señores de Italia (9), y ante las reiteradas súplicas de éstos, el emperador, con el consentimiento de todos, dictó una ley para que se autorizara el duelo cuando alguno presentara un título que otro tachara de apócrifo; que se hiciera lo mismo en las cuestiones de feudos, y que las iglesias quedaran sujetas a la nueva ley, valiéndose de sus campeones para combatir. Se ve que la nobleza pidió la prueba del duelo, por los inconvenientes que ofrecía la introducida por el clero; que éste se mantuvo firme en dos concilios, a pesar de las instancias de los nobles y de la autoridad de Otón; y que, obligados al fin los eclesiásticos a ceder ante el concierto de los príncipes y los señores feudales, se miró el combate judicial como un privilegio de los nobles, como un baluarte contra la injusticia, como una garantía de la propiedad. Se ve, por último, que desde entonces hubo de extenderse la práctica del duelo; y esto sucedió en un tiempo en que los emperadores eran grandes y los Papas pequeños; en una época en la que fueron a Italia los Otones para restablecer la dignidad del imperio.

Haré una reflexión confirmatoria de lo que dije antes: que el establecimiento de las pruebas negativas llevaba consigo la jurisprudencia del combate. El abuso de que los nobles se quejaban, era que un hombre a quien se le decía que sus títulos eran falsos hubiera de defenderse por una prueba negativa, declarando sobre los Evangelios que no eran falsos. ¿Qué hacer para enmendar el abuso de una ley que había sido truncada? Se restableció el uso del duelo.

He hablado de la constitución de Oton II, para dar una idea de las disputas que. surgían entonces entre clérigos y laicos. Antes había habido una constitución de Lotario I (10), dada precisamente por iguales quejas y disputas, la cual ordenaba que el notario jurase la autenticidad del título, y muerto el notario, jurasen los testigos que lo hubieran firmado; sin embargo, el mal no se remedió: fue preciso recurrir al duelo.

Encuentro que antes de esa época, en las asambleas generales de Carlomagno, la nación representó al emperador que era difícil con tales procedimientos que no incurrieran en perjurio el acusador o el acusado, por lo cual era mejor restablecer el combate judicial (11); Y así se hizo.

Entre los Borgoñones se extendió el uso del duelo judicial y se limitó el del juramento. Siendo Teodorico rey de Italia, abolió el combate singular entre los Ostrogodos (12); las leyes de Chindasvinto y Recesvinto parece que pretendían no dejar de él ni memoria. Pero estas leyes tuvieron tan poca aceptación en la Galia Narbonense, que allí se consideró el combate singular como una prerrogativa de los Godos (13).

Los Lombardos, conquistadores de Italia después de vencidos los Ostrogodos por los Griegos, introdujeron allí el uso del combate, pero las primeras leyes que dictaron ya lo restringían (14). Carlomagno (15), Ludovico Pío y los Otones, dieron diversas constituciones generales que aparecen insertas en las leyes de los Lombardos y se adicionan a las leyes Sálicas, las cuales aplicaron el duelo primeramente a los asuntos criminales y después lo extendieron a los negocios civiles. No se sabía qué hacer. La prueba negativa de jurar ofrecía inconvenientes; la del duelo también los tenía; y por eso todo era mudanzas.

Por un lado, se complacían los clérigos en que para todos los negocios seculares se recurriera a ellos (16); y por otro lado, la orgullosa nobleza quería sostener su preeminencia con la espada.

No digo que el clero hubiese introducido el uso de que se quejaba la nobleza, pues en realidad tenía su origen en el espíritu de las leyes de los bárbaros y en la adopción de las pruebas negativas. Pero tratándose de un procedimiento que podía traer la impunidad de tantos criminales, se pensó que convendría servirse de la santidad del templo que asustaría a los culpables y a los perjuros, de donde provino que los eclesiásticos defendieran este uso, aunque ellos eran opuestos a las pruebas negativas. Dice Beaumanoir (17) que estas pruebas no se admtieron nunca en los tribunales eclesiásticos, lo que sin duda contribuyó a su descrédito y a debilitar las disposiciones legales de los bárbaros acerca de este punto.

Así se comprende bien la relación que existía entre el uso de las pruebas negativas y la práctica del duelo. Uno y otro fueron admitidos por los tribunales laicos y rechazados por los tribunales eclesiásticos.

En la elección de la prueba del combate se amoldaba la nación a su genio guerrero; porque al mismo tiempo que se establecía el duelo como un juicio de Dios, se abolían otras pruebas que como juicios de Dios se habían mirado también, tales como la prueba de la cruz; la del agua fría y la del agua hirviendo.

Carlomagno ordenó que si entre sus hijos se suscitaba alguna diferencia, se acudiera para solventarla al juicio de la cruz. Ludovico Pío limitó este juicio a los negocios eclesiásticos, y su hijo Lotario lo abolió en absoluto, como suprimió también la prueba del agua fría (18).

No es de creer que en aquel tiempo, cuando eran tan pocos los usos aceptados universalmente, fuera efectiva desde luego aquella abolición; probablemente continuarían en algunas iglesias las pruebas abolidas, pues las menciona un privilegio de Felipe Augusto (19); pero sería, de todas suertes, un hecho excepcional. Beaumanoir, que alcanzó los tiempos de San Luis y posteriores, hablando de los distintos géneros de pruebas, cita la del duelo judicial y no menciona siquiera ninguna de las otras (20).


Notas

(1) Si placeret domino nostro ut eos transferret ad legem Francorum.

(2) Títulos LIX y LXVII.

(3) Ley de los Lombardos, lib. II, tít. V, cap. XXXIV.

(4) El año 962.

(5) Ab Itailae procesibus est proclamatum, ut imperator sanctus, mutata lege, facinus indignum destrueret. (Ley de los Lombardos, lib. II, tít. LX, cap. XXXIV).

(6) Celebróse el año 967, en presencia del Papa Juan XIII y del emperador Otón.

(7) Era tío de Otón II, hijo de Rodolfo y rey de la Borgoña del lado allá del Jura.

(8) El año 988.

(9) Cum in hoc ab. omnibus imperiales aures pulsarentur. (Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LV).

(10) Véase la Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LV, párr. 33. En el ejemplar que ha servido a Muratori, se le atribuye a Guido y no a Lotario.

(11) Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LV, párr. 23.

(12) Vease Casiodoro, lib. III, epístolas XXIII y XXIV.

(13) In palatio quoque Bera, comes Barcinonensis, cum impeteretur a quodam vocato Sunila, et infidelitatis argueretur, cum codem, secundum legem propriam, utpote quia uterque Gothus erat, equestri praelio congresus est, et victus. (El autor dudoso de la Vida de Ludovico Pío).

(14) Véanse en la Ley de los Lombardos: el lib. I, tít. IV, Y el párr. 25 del tít. IX; el lib. II, tít. XXXV, párrs. 4 y 6, y el tít., LV, párrs. 1, 2 Y 3; los reglamentos de Rotaris y el de LUltprando.

(15) Idem, lib. II, tít. LV, párr. 28.

(16) El juramento judicial se prestaba en las iglesias, y durante algún tiempo hubo en el palacio de los reyes una capilla destinada a los juicios por cosas de palacio. (Véase la Fórmula de Marculfo, lib. I, cap. XXXVIII; las Leyes Ripuarias, tít. LIX, párr. 4 y tít. LXV, párr. 6; La Historia de Gregorio de Tours; fmalmente, la Capitular del año 803 agregada a la ley Salica.

(17) Capitulo XXXIX, pág. 212.

(18) Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LV.

(19) Del año 1200.

(20) Costumbre de Beauvoisis, cap. XXXIX.


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CAPÍTULO XIX

Nueva razón del olvido de las leyes sálicas, de las leyes romanas y de las capitulares

Ya he dicho las razones por las cuales perdieron su autoridad las leyes sálicas, las leyes romanas y las capitulares; añadiré que la causa principal de su descrédito fue la gran extensión de la prueba del combate.

Las leyes sálicas, que no admitían este uso, llegaron a ser inútiles y dejaron de aplicarse; lo mismo sucedió con las leyes romanas, que estaban en igual caso. Ya no se pensó más que en formar la ley del duelo judicial y en crear una jurisprudencia. Las disposiciones de las capitulares también se hicieron inútiles. Así perdieron autoridad todas las leyes, sin que sea fácil precisar en qué momento; fueron relegándose al olvido antes de ser sustituídas por otras.

Semejante nación no necesitaba tener leyes escritas; y las que tenía eran olvidadas fácilmente.

A la menor discusión entre dos partes se decretaba el duelo. Para esto no era necesario saber mucho: todas las acciones civiles y criminales se reducían a hechos que eran, por decirlo así, el motivo del combate. y no sólo se resolvía de esta manera el fondo de la cuestión, sino todos los incidentes e interlocutorios, como dice Beaumanoir (1), quien cita ejemplos.

Paréceme que al comienzo de la tercera dinastía la jurisprudencia estaba reducida a procedimientos; el pundonor lo gobernaba todo. Si el Juez era desobedecido, lo tomaba a ofensa personal y desafiaba al ofensor. En Bourges le decía el preboste al que no acudía a su citación (2): Te he llamado y no has comparecido; me darás satisfacción del agravio; y se batían. Luis el Craso reformó este uso (3).

En Orleáns se recurría al combate judicial en todos los casos de reclamación de deudas (4). Luis el Mozo declaró que esta costumbre no se aplicaría cuando la demanda no pasara de cinco sueldos. Esta ordenanza era una ley local, porque en tiempo de San Luis bastaba que la reclamación pasara de doce dineros (5): Beaumanoir había oído decir a un señor de vasallos que, anteriormente, existió en Francia el abuso de poder alquilar un campeón para que se batiera por el interesado (6). Por esto solo se comprende que el uso der combate judicial había alcanzado una extensión prodigiosa.


Notas

(1) En el capitulo LXI, pág. 309 Y 310.

(2) Carta de Luis el Craso, en 1145; véase en la Colecci6n de las Ordenanzas.

(3) Idem, ídem.

(4) Carta de Luis el Mozo, del año 1168, inserta en la Colección de las Ordenanzas.

(5) Beaumanoir, cap. LXIII, pág. 325.

(6) Costumbre de Beauvoisis, cap. XXVIII, pág. 203.


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CAPÍTULO XX

Origen del pundonor

No faltan enigmas en los códigos de leyes de los bárbaros. La ley de los Frisones concede medio sueldo de composición al que ha sido apaleado (1); por la herida más leve se pagaba más. Con arreglo a la ley Sálica, el ingenuo que pegaba a otro tres bastonazos había de pagar tres sueldos; si le hacía sangre, se le castigaba como si le hubiese herido con un arma y pagaba quince sueldos: la pena se proporcionaba al tamaño de la herida. La ley de los Lombardos establece una escala de composiciones según el número de golpes (2). Hoy, un palo equivale a mil.

La constitución de Carlomagno, inclusa en la ley de los Lombardos, dice que los autorizados por la misma ley para batirse en duelo deben hacerlo con un palo (3). Tal vez se dispuso esto por agradar al clero; quizá para que, ya que tanto se extendía el uso del combate, resultara lo menos cruento posible. En la capitular de Ludovico Pío (4) se reconoce el derecho de batirse con el palo o con las armas. Desde entonces no se batieron a palos más que los siervos (5).

Veo ya nacer y formarse los artículos particulares de nuestro pundonor. Empezaba el acusador por declarar ante el juez que tal individuo había cometido tal acción; el individuo afirmaba que el acusador mentía (6); el juez, en el acto, decretaba el duelo. Así quedó establecida la máxima de que, si se recibe un mentís, hay que batirse.

Cuando un hombre declaraba que combatiría, ya no podía retractarse; y en caso de hacerlo era condenado a cierta pena.

De aquí proviene la regla de que, si el hombre ha empeñado su palabra, el honor no le permite retirarla.

Se batían los caballeros a caballo y con armas; los villanos a pie y con palo. De esto resultó que el palo fuera tenido por instrumento afrentoso, pues el hombre a quien se apaleaba quedaba al nivel de los v1llanos por haber sido tratado como ellos.

Solamente los villanos se batían con la cara descubierta; por eso eran los únicos que podían recibir golpes en la cara. Un bofetón era una injuria que debía lavarse con sangre, pues se había tratado como a un villano al que lo recibía.

Los pueblos germanos no eran menos sensibles al pundonor; y acaso lo eran más. Tanto lo eran, que hasta los parientes más lejanos tomaban parte activa en las injurias, y esto fue el fundamento de sus códigos. La ley de los Lombardos quiere que cuando alguno, acompañado por sus servidores, asesta un golpe a otro que está descuidado, sin más objeto que ponerlo en ridículo, pague la mitad de la composición que pagaría si le hubiera dado muerte; y que si lo ata, le entregue las tres cuartas partes de la misma composición.

Digamos, pues, que nuestros padres sentían vivamente los insultos; pero no distinguían los de una especie particular, como recibir los golpes con determinado instrumento, en cierta parte del cuerpo y dados de cierto modo. Todos los casos particulares se hallaban incluídos en la afrenta de ser apaleado, midiéndose la magnitud del ultraje por la del atropello.


Notas

(1) Additio sapientium Wilemari, tít. V.

(2) Libro I, tít. VI, párr. 3.

(3) Libro II, tít. V, párr. 23.

(4) Adicionada a la ley Sálica el año 819.

(5) Beaumanoir, cap. LXIV, pág. 329.

(6) Idem, pág. 329.


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CAPÍTULO XXI

Nueva reflexión acerca del pundonor entre los Germanos

Entre los Germanos, dice Tácito (1), se tenía por gran infamia el haber perdido el escudo en el combate; y muchos, después de esta desgracia, tanta vergüenza sentían que se daban la muerte. Así, la antigua ley Sálica otorgaba quince sueldos de composición al hombre a quien, para ofenderle, se le acusaba de haber abandonado el escudo (2).

Carlomagno, al reformar la ley Sálica, redujo la composición en este caso a tres sueldos. Como no puede creerse que quisiera aflojar la disciplina militar, el cambio que introdujo debemos pensar que obedeció al cambio que se operó en las armas. Las mudanzas de armamento crearon nuevos usos.


Notas

(1) De moribus Germanorum.

(2) En el Pactus legis salicae.


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CAPÍTULO XXII

De las costumbres relativas a los duelos

Nuestras relaciones con las mujeres están fundadas en la sensualidad, en el gusto de amarlas y ser amados y en el deseo de agradarles, porque ellas son los mejores jueces en algunas de las cosas que constituyen el mérito personal. Este deseo general de agradar produce la galantería, que no es el amor, sino la delicada, la ligera, la perpetua ilusión del amor.

Según las diferentes circunstancias de cada nación y de cada siglo, el amor propende más a una de las cosas indicadas que a las otras dos. Pues bien, en la época de los duelos, digo que predominaba la galantería.

Encuentro en la ley de los Lombardos, que si uno de los campeones llevaba consigo hierbas propias para los hechizos, el juez disponía que las tirase y le obligaba a jurar que no guardaba otras. Esta ley no podía fundarse más que en la opinión común; el miedo, que ha inventado tantas cosas, fue causa de que se imaginaran estas especies de prodigios. Como los hombres iban al combate con recias armaduras y las armas de cierto temple daban gran ventaja al que las esgrimía, se creyó que estaban encantadas las armas de algunos campeones, lo que hizo delirar a mucha gente.

De aquí nació el sistema maravilloso de la caballería. Todos los espíritus se imbuyeron en estas ideas. En los romances figuraban paladines, hadas, nigromantes, caballos alados e inteligentes, hombres invulnerables o invisibles, mágicos que presidían el nacimiento y la educación de personajes ilustres, palacios encantados y desencantados: un mundo nuevo dentro de nuestro mundo, quedando el curso normal de la naturaleza y de la vida para los hombres vulgares.

Paladines siempre armados recorrían un mundo lleno de castillos, de palacios y de bandoleros, cifrando su honor y su ventura en amparar al débil y castigar la injusticia. De esto vino el que en nuestros romances y novelas descuelle tanto la idea del galanteo, fundada en la del amor y unida al sentimiento de la fuerza protectora de la debilidad.

De esta manera nació la galantería, cuando la imaginación forjó los hombres extraordinarios que arrostraban peligros y consagraban toda su existencia a defender la hermosura, la inocencia y la virtud perseguida.

Nuestros libros de caballería fomentaron este afán de gloria y comunicaron a una parte de Europa ese espíritu caballeresco de que los antiguos, así puede afirmarse, apenas tenían idea.

El pasmoso lujo de la gran ciudad de Roma excitó el deseo de los placeres sensuales; el apacible sosiego de los campos de Grecia incitó a describir los sentimientos del amor (1); la idea de los paladines que protegían la belleza, la virtud y la debilidad de las mujeres, llevó naturalmente a la galantería.

Este espíritu se perpetuó con los torneos, que uniendo los derechos del valor y del amor enaltecieron la galantería y acrecentaron su importancia.


Notas

(1) Pueden verse las novelas griegas de la Edad Media.


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CAPÍTULO XXIII

De la jurisprudencia de la prueba del duelo

Tal vez se tenga la curiosidad de ver reducida a principios la monstruosa práctica del duelo judicial y de conocer el conjunto de tan singular jurisprudencia. Los hombres, con razón después de todo, reducen a reglas hasta sus preocupaciones. Difícilmente habrá nada más contrario al buen sentido que la prueba del duelo; pero, concedido esto, es indudable que se estableció con cierta prudencia.

Para poder apreciar la jurisprudencia de aquellos tiempos hay que leer con atención los reglamentos de San Luis, que tantas mudanzas efectuó en el orden judicial. Defontaines fue contemporáneo suyo; Beaumanoir escribió después de él (1); todos los demás fueron posteriores; es preciso, pues, buscar la antigua práctica en las correcciones de que fue objeto.


Notas

(1) En 1283.


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CAPÍTULO XXIV

Reglas establecidas para el duelo judicial

Cuando eran varios los acusadores, éstos se convenían entre sí para que el asunto lo condujera uno sólo (1); y en caso de no llegar a un acuerdo, el juez designaba al que había de proseguir la querella.

Si era un caballero el que acusaba a un villano (2), debía presentarse a pie, con el escudo y un palo; y si iba a caballo y armado como quien era, se le desarmaba y se le quitaba su caballo, dejándole en camisa y obligándole a combatir en tal estado con el villano.

Antes de empezar el duelo, hacía la justicia pregonar tres bandos (3). En el primero se ordenaba que se retirasen los parientes; en el segundo se prevenía a los espectadores que guardaran silencio; en el tercero se prohibía prestar auxilio a ninguno de los contendientes, conminándose a los infractores con penas graves, y hasta con la muerte, si por el auxilio prestado a uno de los combatientes era vencido el otro.

Los ministros de justicia guardaban el campo; y si una de las partes proponía la paz, ellos examinaban la situación en que las dos se encontraban en aquel momento para ponerlos exactamente en la misma si la paz no se concertaba.

Cuando se aceptaba el duelo por crimen o por juicio falso no podía hacerse la paz sin licencia del señor; y cuando una de las partes había sido vencida, tampoco podía haberla sin la conformidad del conde (4), lo que se asemeja a nuestras cartas de gracia.

Pero si el delito era capital y el señor, ganado tal vez por dádivas, consentía la paz, se le obligaba a pagar una multa de sesenta libras y perdía su derecho de castigar al malhechor, que pasaba al conde (5).

Había muchas personas que no podían ni proponer el duelo ni aceptarlo. Pero podían nombrar un campeón, y a fin de que éste se batiera con tanto interés como por causa propia, se le cortaba la mano si era vencido (6).

En el siglo pasado se dictaron penas de muerte contra los duelistas; quizá hubiera bastado condenarlos a perder la mano, pues nada más terrible para un guerrero que sobrevivir a la pérdida de su carácter.

Cuando en un delito capital se efectuaba el lance entre campeones, se ponía a los interesados en un sitio desde el cual no vieran la acción de sus campeones respectivos; y cada uno de aquéllos había de llevar ceñida la cuerda destinada a su propia ejecución, en caso de ser vencido su representante.

El vencido en duelo no siempre perdía la cosa disputada; si el objeto del combate, por ejemplo, era un interlocutorio, no perdía más que el interlocutorio.


Notas

(1) Beaumanoir, cap. 6, págs. 40 y 41.

(2) Idem; cap. LXIV, pág. 328.

(3) Idem, ídem, pág. 330.

(4) Los grandes vasallos tenían derechos especiales.

(5) Beaumanoir, cap. LXIV, pág. 330, dice: perdía su justicia. Estas palabras, en los autores de aquel tiempo, no tienen una significación general, sino limitada a la cuestión de que se habla.

(6) Este uso, que se encuentra en las capitulares, aun subsistía en tiempo de Beaumanoir; véase el cap. LXI, pág. 816.


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CAPÍTULO XXV

De las restricciones puestas al uso del combate judicial

Cuando un hecho era notorio, por ejemplo, si en la plaza pública había sido asesinado un hombre, no se ordenaba la prueba de testigos ni la prueba del duelo, sino que el juez fallaba por notoriedad (1).

Si en el tribunal señorial se había fallado repetidas veces del mismo modo, siendo por lo tanto conocido el uso, el señor rehusaba la concesión del duelo para que las costumbres no se modificaran con las resultas diversas de las lides (2).

Nadie podía pedir el combate por sí o por medio de alguno de su linaje o de su señor ligio.

Si el acusado había sido absuelto, no podía pedir el duelo ningún pariente; porque de lo contrario se hacían interminables todos los litigios.

Si el hombre cuya muerte querían vengar los suyos reaparecía de pronto, no se efectuaba el duelo; tampoco se efectuaba cuando el hecho era imposible por ausencia notoria.

Si el muerto, antes de expirar, disculpaba al acusado y denunciaba a otro, no había combate; pero si no hacía más que lo primero, sin nombrar a nadie, se tomaban sus palabras como un mero perdón otorgado al autor de su muerte, y proseguían los trámites, pudiendo los nobles hasta hacerse la guerra.

Cuando había guerra y uno de los parientes daba o recibía las prendas del combate, cesaba el derecho de la guerra: se presumía que las partes querían seguir los procedimientos ordinarios de la justicia; y si alguna de ellas hubiera continuado la guerra, se la habría condenado a pagar los daños y perjuicios.

Así la práctica del duelo judicial tenía la ventaja de poder convertir una querella general en querella particular, de poner la fuerza en manos de los tribunales y de sujetar a las reglas del estado civil a los que no eran ya gobernados sino por el derecho de gentes.

Lo mismo que hay uña infinidad de cosas muy discretas dirigidas de una manera loca, hay también locuras conducidas con la mayor discreción.

Cuando un hombre retado por un delito (3) probaba que el delincuente era el mismo querellante, no se recibían prendas de combate, pues cualquier culpable hubiera preferido un combate dudoso a un castigo cierto.

No había duelo tampoco en los asuntos que se resolvían por árbitros o por tribunales eclesiásticos, ni cuando se trataba de las mujeres viudas.

Con la mujer no se puede combatir, dice Beaumanoir. Si una mujer desafiaba a alguno sin nombrar campeón, no se recibían las prendas de batalla. Era preciso que la mujer estuviese autorizada por un varón, esto es, por su marido, para poder retar; pero podía ser retada sin dicha autorización.

Si el retado o el retador eran menores de quince años no se efectuaba el duelo. Sin embargo, se podía ordenar en cuestiones de pupilos, con tal que el tutor quisiera arrostrar los riesgos de tal procedimiento.

Los casos en que se permitía el duelo del siervo, creo que eran los que siguen: cuando combatía con otro siervo; cuando había de hacerlo con un hombre libre, y hasta con un caballero, si el siervo era el retado, pues si retaba él podía rehusarse el duelo; y aun el señor del siervo tenía derecho a retirarlo del tribunal. El siervo podía combatir, con licencia del señor, con toda persona franca; y la Iglesia pretendía este mismo derecho para sus siervos (4), en testimonio del respeto que se le debía.


Notas

(1) Beaumanoir, cap. LXI, pág. 308 Y cap. XLIII, pág. 239.

(2) Defontaines, cap. XXII, arto 24. Véase también Beaumanoir, cap. LXI, pág. 814.

(3) Beaumanoir, cap. LXIII, pág. 824.

(4) Habeant bellandi et testificandi licentiam. (Privilegio otorgado por Luis el Gordo en 1118).


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CAPiTULO XXVI

Del duelo judicial entre una de las partes y uno de los testigos

Beaumanoir dice (1) que si un hombre veía que algún testigo iba a declarar contra él, podía recusarlo manifestando a los jueces que la parte contraria se valía de un testigo falso y calumniador, y si el testigo quería sostener la querella, daba las prendas de batalla. No se abría ya ninguna información, porque si el testigo era vencido quedaba sentado que la parte había producido un testigo falso y perdía su pleito.

Era menester que no se dejara jurar al segundo testigo, porque una vez que diera su testimonio habría terminado el asunto por la deposición de dos testigos; pero impedida la del segundo, la del primero resultaba inútil.

Suprimido de este modo el segundo testigo, la parte contraria no podía pedir que fuesen oídos otros y perdía el pleito; pero si había prendas de batalla, podía presentar nuevos testigos (2).

Según Beaumanoir, el testigo podía decir a su parte, antes de prestar declaración: No aspiro a combatir por vuestra querella ni a defenderla; pero si queréis defenderme, yo mantendré con gusto la verdad. La parte quedaba obligada a defender al testigo y si era vencida no perdía el cuerpo (3), pero el testigo era rechazado.

Creo que esto era una modificación de la antigua costumbre, y lo que me hace creerlo es que este uso de retar a los testigos se halla establecido en la ley de los Bávaros y en la de los Borgoñones (4) sin restricción alguna.

He hablado antes de ahora de la constitución de Gondebaldo, de la que tanto se quejaron Agobardo (5) y San Avlto (6). Cuando el acusado, dice Gondebaldo, presenta sus testigos para jurar que no cometió el delito, el acusador puede llamar al duelo a uno de los testigos; porque es justo que quien promete jurar y dice que conoce la verdad, se apreste a combatir por sostenerla. Este rey no le dejaba al testigo ningún subterfugio para evitar el duelo.


Notas

(1) Capítulo LXI, pág. 315.

(2) Beaumanoir, cap. LXI, pág. 316.

(3) Si el combate se efectuaba por medio de campeones, al vencido se le cortaba la mano.

(4) En la de los Bávaros, tito XVI, párr. 2, en la de los Borgoñones, tít: XLV.

(5) Carta a Ludovico Pio.

(6) Vida de San Avito.


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CAPÍTULO XXVII

Del duelo judicial entre una parte y uno de los pares del señor. Apelación de juicio falso

La condición de lo que el combate decidía era acabar el asunto para siempre, ya que no era compatible con otro juicio ni con más procedimientos. La apelación tal como la establecen las leyes romanas y las canónicas, es decir, ante un tribunal más alto para que reforme la sentencia del inferior, no se conocía en Francia. Nación guerrera, gobernada únicamente por el pundonor, ignoraba tal procedimiento; y en su fidelidad al mismo orden de ideas, empleaba contra los jueces los mismos recursos que contra los demás.

Consistía la apelación en un reto a combate singular, que debía concluír en sangre, y no en la invitación a una polémica de pluma, que se introdujo más tarde.

San Luis afirma (1) que en la apelación hay felonía e iniquidad. Beaumanoir nos dice que si un hombre quería quejarse de algún atentado cometido contra él por su señor, debía manifestarle que abandonaba su feudo: hecho lo cual, recurría al soberano y ofrecía las prendas de combate. A su vez el señor renunciaba al homenaje si mandaba a su súbdito ante el conde.

Apelar contra el señor por juicio falso era tanto como decir que había dictado sentencia falsamente, inicuamente; pronunciar estas palabras contra el señor era cometer una especie de delito de felonía.

Por esto, en lugar de dirigir al señor el reto por juicio falso retábase a los pares que constituían el tribunal; así evitaba el querellante el delito de felonía, pues el insulto se dirigía contra los pares a los que podía siempre dar satisfacción.

Acusando a los pares de injusticia, corríase grave riesgo. Si se esperaba a que hubiesen dictado y publicado la sentencia, se tenía la obligación de pelear con todos; si se apelaba antes que todos los jueces hubieran dado su voto, había que combatir con todos los que habían estado concordes en la sentencia. Para salvar este peligro, se le rogaba al señor que diera sus órdenes para que todos los pares votasen en alta voz, al primero que emitiera su parecer y antes que lo emitiera el segundo, se le decía que era falso, calumniador, inícuo, y no había que batirse más que con él.

Según Defontaines (2), antes de tachar de falsedad se esperaba que se emitieran tres votos (3), pero no dice que fuera necesario batirse con los tres votantes ni con todos los que fueran del mismo parecer. Estas diferencias se explican por la diversidad de usos de aquel tiempo, que no eran uniformes. Beaumanoir habla de lo que se hacía en el condado de Clermont; Defontaines de lo que se practicaba en Vermandois.

Cuando uno de los pares o un vasallo feudal manifestaba que sostendría la sentencia, el juez hacía entregar las prendas de batalla y exigía seguridades, además, de que el apelante mantendría la apelación. Pero el par que había sido desafiado no tenía que dar seguridad, porque estaba obligado, si no se batía, a pagar sesenta libras al señor.

Si el apelante no probaba que la sentencia era viciosa, también pagaba al señor una multa de sesenta libras, lo mismo que cada uno de los que habían consentido abiertamente en el fallo.

Cuando un hombre, sobre el cual había sospechas vehementes de que hubiera perpetrado un crimen que merecía la pena capital, era preso y condenado, no podía apelar por falsedad del juicio; de lo contrario, hubiera apelado siempre, bien para prolongar su vida, o bien para hacer la paz.

Si alguno decía que la sentencia era falsa, que era inicua, Y no ofrecía mantenerlo con las armas, era condenado a pagar una multa de diez sueldos en caso de ser noble y cinco si era siervo, por la villanía de sus palabras.

Los jueces o pares que eran vencidos no debían perder la vida ni los miembros; pero se condenaba a muerte al apelante cuando el delito era capital.

El retar a los hombres de feudo por falsedad era con el objeto de evitar que se retase al señor. Pero si éste no tenía pares o no los tenía en número suficiente, podía pedirlos prestados al que era señor suyo (4). Estos pares no tenían obligación de juzgar, si no querían, pudiendo manifestar que sólo concurrían para dar consejo; en este caso, y siendo el señor quien realmente juzgaba y sentencíaba, si se apelaba contra él debía mantener la apelación.

Cuando el señor era tan pobre y desvalido que no podía pedir pares a su inmediato señor, o éste se los negaba, como no podía juzgar él sólo se remetía el asunto al tribunal de su señor inmediato.

Creo que esta sería una de las causas principales de que la justicia se separara del feudo, de lo cual vino la regla de los jurisconsultos franceses: una cosa es el feudo y otra cosa la justicia. En efecto, había una infinidad de hombres de feudo que no tenían a otros por debajo, que no podían formar un tribunal propio, de manera que los negocios en que podían conocer pasaban al tribunal de su señor; así perdieron el derecho de justicia, por no tener la voluntad ni el poder de reclamarlo.

Todos los jueces que habían asistido al juicio debían estar presentes cuando se setenciaba, a fin de que pudieran mantener la sentencia y contestar afirmativamente al que, tachándola de falsa, les preguntara si la mantenían: Porque esto era cuestión de cortesía y lealtad que no admitía ni excusa ni demora (5). Creo que de este modo de pensar procede el uso, existente aún en Inglaterra, de que haya unanimidad en los jurados para condenar a muerte.

Había pues que seguir el parecer de la mayoría; en caso de empate, se sentenciaba en favor del acusado si se trataba de un delito, del deudor si se trataba de una deuda, del demandado si se trataba de una herencia.

Ningún par, dice Defontaines, podía decir que no votaría si no eran más de cuatro (6), o si no estaban todos, o si faltaban por ausencia los más experimentados: sería como si en una batalla no se ayudara al señor cuando no tuviera todos sus hombres a su lado. Pero el señor debía, por decoro de su tribunal, escoger pares instruídos, expertos y valerosos. Digo esto, para que se vea que el deber de los vasallos consistia en combatir y juzgar, y en aquel tiempo juzgar era combatir.

Un señor que litigara contra un vasallo suyo (7) podía apelar de juicio falso contra uno de sus hombres, en caso de condena.

Pero habida cuenta del respeto que el vasallo debía a su señor por la fe dada, como de la benevolencia que el señor debía a su vasallo por la fe recibida, establecíase una distinción: o el señor decía que la sentencia era inicua, o imputaba a su hombre alguna prevaricación de carácter personal. En el primer caso ofendía a su propio tribunal y no podía haber prendas de batalla; en el segundo sí las había, porque el señor atacaba el honor de su vasallo y el que fuera vencido perdía la vida y los bienes para mantener la paz pública.

La distinción expuesta, necesaria en este caso particular, se extendió posteriormente. Beaumanoir dice que si el que apelaba de juicio falso dirigía a uno de los hombres imputaciones personales, había combáte; péro si sólo apelaba contra el juicio, el par a quien pudiera tenerse por apelado era dueño de hacer juzgar el asunto por combate o por derecho. Sin embargo, como la tendencia dominante en los días de Beaumanoir era de restringir el uso del duelo judicial, y como la libertad concedida al apelado, de combatir o no, era contraria a las ideas que del honor se tenían y a la obligación por el señor contraída de salir a la defensa de su tribunal, pienso que la distinción de Beaumanoir debía ser una jurisprudencia nueva para los Franceses.

No digo que todas las apelaciones de juicio falso hubieran de decidirse combatiendo; sucedía con ellas como con las otras. Pero en ellas correspondía la decisión al tribunal soberano.

Las sentencias dictadas en el tribunal del rey no se podían dar por falsas, porque no teniendo par, no siendo nadie igual al rey, no había a quien apelar contra sus decisiones; y no teniendo superior, no se podía recurrir contra su tribunal.

Esta ley fundamental, necesaria como ley política, disminuía, como ley civil, los abusos de la práctica judicial de aquellos tiempos. Cuando el señor temía que tachasen de falsedad a su tribunal o veía que se presentaba alguno con tal objeto, si convenía a la Justicia que no hubiese apelación, podía pedir hombres al tribunal del rey para que la sentencia no pudiera ser tachada. El rey Felipe, dice Defontaines, mandó todo su consejo para juzgar un asunto en la Jurisdicción del abad de Corbie.

Pero si el señor no podía lograr que se le dieran jueces reales podía poner su juzgado en el del rey, cuando dependía de él solo; y si había señores intermedios, se dirigía al superior inmediato, elevándose hasta el rey por conducto de sus señores.

Así, aunque no existiera en aquel tiempo la práctica ni aun la idea de nuestras apelaciones de hoy, se tenía el recurso al rey, que era la fuente de donde manaban todos los ríos y el mar adonde tornaban.


Notas

(1) Establecimiento, lib. II, cap. XV.

(2) Capitulo XXII, arts. 1, 10 y 11.

(3) Para apelar de juicio falso.

(4) El conde no estaba obligado a prestarlos. Véase Beaumanoir, cap. LXVII, págs. 336 y 337.

(5) Defontaines, art. 28.

(6) Se necesitaba este número, a lo menos. Véase Defontaines, cap. XXI, art. 36.

(7) Beaumanoir, cap. LXVII, pág. 337.


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CAPÍTULO XXVIII

De la apelación de falta de justicia

Había falta de justicia cuando en el tribunal del señor se difería, se evitaba o se rehusaba hacer justicia a las partes.

En la segunda línea, aunque el conde tenía muchos inferiores, le estaban subordinadas las personas, pero no la jurisdicción. Estos inferiores, en sus audiencias, tribunales o placitos, juzgaban en última instancia como el mismo conde; toda la diferencia estaba en la división de la jurisdicción; por ejemplo: el conde podía condenar a muerte, fallar sobre la libertad y la restitución de los bienes (1), y el sentenario no podía.

Por la misma razón había causas mayores reservadas al rey, como las que interesaban directamente a la política. Tales eran las discusiones que ocurrían entre los obispos, los abades y los condes; estas diferencias eran juzgadas por los reyes con los grandes vasallos (2).

No tiene fundamento lo que han dicho ciertos autores de que se apelaba del conde al enviado del rey, o missus. dominticus. El conde y el missus teman jurisdicción igual e independIente uno de otro; la diferencia consistía en que el missus tenía sus placitos cuatro meses al año y el conde los otros ocho meses.

Cuando el condenado en una audencia pedía que se le volviese a juzgar, si no era absuelto pagaba quince sueldos de multa o recibía quince palos (3), dados por los mismos jueces que habían fallado el asunto.

Cuando los condes o los enviados del rey no se creían con bastante fuerza para traer a la razón a los grandes, les obligaban a dar caución de presentarse ellos mismos ante el supremo tribunal del rey; pero esto era para juzgar la causa, no para volverla a juzgar. En la capitular de Metz (4) encuentro la apelación de juicio falso ante el tribunal del rey, pero prohibidas todas las demás apelaciones.

El que no conformándose con la sentencia de los juzgadores se abstenía de reclamar contra ella, era encarcelado hasta que prestaba su conformidad (5): y si reclamaba era conducido con guardia segura a la presencia del rey para que resolviera el tribunal real.

No podía ocurrir el caso, al principio, de tener que apelar por falta de justicia, pues en aquellos tiempos, lejos de haber la costumbre de quejarse, de que el conde y las demás personas facultadas para celebrar audiencias, no abriesen puntualmente los tribunales, sucedía al revés: había quejas por exceso de puntualidad; abundan pues las disposiciones que prohiben a los condes y otros jueces inferiores de tener más de tres placitos al año. Menos importaba, pues, corregir su negligencia que contener su actividad.

Pero luego que se formaron innumerables señoríos de poca extensión, estableciéndose diferentes grados de vasallaje, la negligencia de algunos vasallos, que no tenían siquiera el tribunal que les correspondía, fue lo que dió motivo a las apelaciones de esa clase (6) tanto más por cuanto le producían al soberano el gran rendimiento de las multas.

A medida que iba extendiéndose el uso del duelo judicial, hubo lugares, casos y ocasiones en que fue difícil congregar los pares, y la consecuencia fue que descuidó el administrar justicia. Entonces nació el recurso de falta de justicia; y estas apelaciones han sido algunas veces jalones de nuestra historia, porque la mayor parte de las guerras de aquellos tiempos eran motivadas por violación del derecho político, así como las de ahora tienen por causa o por pretexto la violación del derecho de gentes.

Beaumanoir dice, que por falta de justicia nunca había combate; he aquí las razones: al señor no se le podía llamar a duelo por el respeto debido a su persona; tampoco era posible desafiar a los pares del señor; por último, si no había sentencia, no podía tachársela de falsedad e iniquidad. Más todavía: el delito de los pares ofendía tanto al señor como a la parte, y era opuesto al orden que hubiese duelo entre el señor y sus pares.

Probada ante el tribunal superior la falta de justicia, podía retarse a los testigos, con lo cual no se ofendía ni al señor ni a su tribunal.

En caso de que la falta viniera; de los hombres o pares del señor, por haber diferido el admInIstrar Justicia o eludido el sentenciar después de transcurridos los plazos, eran los pares del señor los citados ante el tribunal superior y los que pagaban al señor una multa si quedaban vencidos. Y el señor no podía prestar ningún auxilio a sus hombres; al contrario, les embargaba el feudo hasta que pagaran sesenta libras cada uno.

Si la falta venía de parte del señor, como pasaba cuando no tenía bastantes hombres en su tribunal, o no los había reunido ni encargado a nadie que los reuniera, entonces podía recurrirse al superior inmediato, al señor del señor; pero a éste no se le citaba, por el respeto que se le debía, sino a la parte.

El señor demandaba a su juzgado ante el tribunal del superior, y si triunfaba, se le devolvía la causa además de pagársele una multa de sesenta libras; pero si se le probaba la falta, la pena que tenía era de no entender en el pleito principal, que se juzgaba en el tribunal superior. Esto era, en efecto, lo que se pretendía al denunciar la falta.

Si alguien litigaba contra el señor en su propio tribunal (7), lo que no sucedía sino en asuntos concernientes al feudo, una vez pasados todos los términos legales se requería al señor ante hombres buenos, y se le hacía requerir por el soberano, de quien debía tener el permiso. No se emplazaba por medio de los pares porque éstos no podían emplazar a su señor y sólo podían hacerlo por su señor.

Algunas veces, a la apelación de falta de juicio seguía la de juicio falso: cuando el señor, a pesar de aquella falta, hacía dictar sentencia.

El vasallo que apelaba sin razón, de falta de justicia contra su señor, era condenado a pagarle una multa a su voluntad (8).

Los de Gante apelaron al rey contra el conde de Flandes por falta de justicia; se quejaban de que' hubiera diferido la de su tribunal. Resultó, no obstante, que el conde la había aplazado menos tiempo del que permitía costumbre del condado. Así pues los Ganteses fueron sometidos nuevamente al juicio del tribunal, y el conde les embargó los bienes hasta la suma de sesenta mil libras. Acudieron otra vez al tribunal del rey, solicitando una rebaja en la multa; pero el tribunal falló que el conde podía tomar las sesenta mil libras, y aun más si quería. Beaumanoir asistió a estos juicios.

En los litigios que el señor podía tener contra el vasallo, en cuanto al honor de éste, o a los bienes que no eran del feudo, no había apelación por falta de justicia, pues no se juzgaban en el tribunal del señor, sino en el del superior de éste; porque los hombres, dice Defontaines, no tienen derecho a entrar en juicio sobre el cuerpo de su señor.

He procurado dar una idea clara de estas cosas, que están confusas y obscuras en los autores de aquellos tiempos; y en verdad que sacarlas de aquel caos es tanto como descubrirlas.


Notas

(1) Capitular III del año 812; art. 3, edición de Baluzio, pág. 497; y la Capitular de Carlos el Calvo añadida a la Ley de los Lombardos, lib. II.

(2) Cum fidelibus; Capitular de Ludovico Pio, edic. de Baluzio, pág. 667.

(3) Capitular añadida a la Ley de los Lombardos, lib. II, tit. LlX.

(4) Año 757, edic. de Baluzio, pág. 180, arts. 9 y 10; y Sínodo apud Vernas del año 755, art. 29. Ambas capitulares son del tiempo de Pipino.

(5) Capitular XI de Carlomagno, pág. 423, y la de Lotario Inclusa en la Ley de los Lombardos, lib. II, tít. LII, art. 23.

(6) Hay apelaciones de falta de justicia desde los tiempos de Felipe Augusto.

(7) Reinando Luis VIII, litigaba el señor de Nesle contra Juana, condesa de Flandes, y la requirió para que hiciera Juzgar el pleito en el término de cuarenta dias, apelando luego al rey por denegación de justicia. La condesa respondió que haria juzgar el litigio por sus pares de Flandes. El tribunal del rey acordó que no se remitiese alli y que se citase a la condesa.

(8) Beaumanoir, cap. LXI, pág. 312. El que no era hombre del señor, sólo pagaba una multa de sesenta libras.


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CAPÍTULO XXIX

Epoca del reinado de San Luis

San Luis abolió el combate judicial en los tribunales de sus dominios, según vemos en las ordenanzas que hizo acerca de esto (1) y en los Establecimientos (2).

Pero no lo suprimió en los tribunales de sus barones (3), excepto en el caso de apelación de juicio falso.

Nadie podía tachar de falsedad al tribunal de su señor (4) sin pedir el duelo judicial contra los jueces que habían pronunciado la sentencia. Pero el rey San Luis introdujo la regla de tachar de falsedad sin duelo, novedad que vino a ser una especie de revolución.

Declaró que no podrían tacharse de falsedad las sentencias dadas en los señoríos, porque esto era crimen de felonía. Y claro está que si era felonía contra el señor, con más motivo lo sería contra el rey; pero dispuso que se pudiese pedir rectificación de las sentencias de sus tribunales, no por falsas o inicuas, sino por causar perjuicios. Ordenó, en cambio, que todo el que reclamara contra los tribunales de los barones, lo había de hacer precisamente por tachar de falsedad sus juicios.

No se podía tachar de falsedad a los tribunales de los dominios del rey, como acabo de decir; era necesario pedir rectificación ante el mismo tribunal, y si el bailío no acordaba la reforma, permitía el rey que se apelara a su propio tribunal, o más bien, interpretando los Establecimientos, que se presentara un pedimento o súplica.

Respecto a los tribunales de los señores, si permitió San Luis que pudiera tachárselos de falsedad, fue para que el litigio se llevara al tribunal superior (5) a fin de que se decidiera, no por el duelo, sino por testigos, según la forma de proceder cuyas reglas prescribió.

De suerte que, ya se pudiese tachar de falsedad como en los tribunales de los señores, o ya no se pudiera, como en los de sus dominios, el rey estableció que era lícito apelar sin exponerse a la incertidumbre de un combate.

Defontaines relata los dos primeros ejemplos, por él vistos, en que se procediera sin duelo judicial: fue el uno en un pleito juzgado por el tribunal de San Quintín, que pertenecía al dominio del rey; y el otro en un pleito que se juzgó en el tribunal de Ponthieu, donde el conde, que se hallaba presente, opuso la jurisprudencia antigua; pero en los dos casos se sentenció por derecho.

Se preguntará quizá por qué San Luis estableció un procedimiento diferente para los tribunales de los barones y para los suyos. La razón es esta: San Luis, cuando estatuyó acerca de los tribunales de sus dominios, pudo obrar libremente; no así respecto a los otros, pues hubo de guardar algunos miramientos con los señores, que gozaban la vieja prerrogativa de que los pleitos no se sacaran de su jurisdicción, a menos de exponerse al riesgo de tachar de falsedad a los jueces. Mantuvo San Luis el uso de tachar de falsedad con tal que esto se pudiera hacer sin duelo; es decir, para que se sintiera menos la reforma, quitó la cosa y dejó subsistentes las palabras.

Este uso no fue admitido universalmente en los tribunales de los señores. Beaumanoir dice que en su tiempo había dos maneras de juzgar: la una arreglada al Establecimiento real y la otra según la práctica antigua, pudiendo los señores adoptar libremente cualquiera de las dos, bien que elegida una ya no podían abandonarla para optar por la otra. Y añade que el conde de Clermont se servía de la nueva práctica, a la vez que sus vasallos se atenían a la vieja; la cual podía restablecer el conde cuando quisiera; sino habría tenido menos autoridad que sus vasallos.

Sépase que Francia estaba en aquel tiempo dividida en países del rey y países de los barones, o baronías; o, para valerme de los mismos términos de los Establecimientos de San Luis, en países de la obediencia real y países exentos de esta obediencia (6). Cuando los reyes hacían ordenanzas para sus dominios, obraban por su sola autoridad; pero si habían de ser también para los países de los barones, se hacían las ordenanzas de acuerdo con estos últimos; a lo menos las sellaban o firmaban (7), sin lo cual quedaban en libertad de recibirlas o no, según la conveniencia de sus señoríos.

Los retrovasallos se encontraban en situación idéntica respecto de los grandes vasallos. Ahora bien, los Establecimientos no fueron dados de acuerdo con los señores, aunque prescribían cosas de suma importancia para ellos; por lo mismo no los recibieron sino los que los creyeron ventajosos. Roberto, hijo de San Luis, los admitió en su condado, pero sus vasallos se opusieron a su aplicación.


Notas

(1) En 1260.

(2) Libro I, caps. II y VII: lib. II, caps. X y XI.

(3) Así aparece en los Establecimientos, y en Beaumanoir, cap. LXI, pág. 309.

(4) Es decir, apelar de juicio falso.

(5) Pero si no se tachaba de falsedad y se queda apelar, no se admitía el recurso. Li sire en auroit le recort de sa cour, droit faisant.

(6) Establecimientos, lib. II, caps. X, XI, XV y otros. Véanse además Beaumanoir y Defontaines.

(7) Véase la ordenanza de Felipe Augusto relativa a la jurisdicción eclesiástica; la de Luis VIII sobre los Judíos; la de San Luis acerca de la mayor edad feudal de las hembras y sobre el arrendamiento y rescate de las tierras.


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