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LIBRO XXVII

Del origen y de las revoluciones de las leyes romanas acerca de las sucesiones.


I. De las leyes romanas acerca de las sucesiones.


CAPÍTULO ÚNICO

De las leyes romanas acerca de las sucesiones

Esta materia se refiere a instituciones de antigüedad muy remota, y para conocerla bien me he permitido buscar en las primeras leyes romanas lo que no sé que hasta ahora se haya descubierto en ellas.

Lo que se sabe es que Rómulo distribuyó las tierras de su pequeño Estado entre todos los habitantes del mismo (1); creo que de aquí proceden las leyes romanas sobre sucesiones.

La ley de la división de tierras exigía que los bienes de una familia no pasasen a otra; de esto resultó que sólo hubo dos órdenes de herederos llamados por la ley (2); los hijos y todos los descendientes que estuvieran bajo la potestad del padre, a los que se llamó herederos suyos, y a falta de ellos los varones que fuesen más próximos parientes, a los que se dió el nombre de agnados.

Los parientes por línea femenina, a los que se llamó cognados, no debían suceder, pues habrían hecho pasar los bienes a otra familia.

Resultó, además, que los hijos no debían heredar de su madre ni ésta de aquéllos, por la razón expresada. La ley de las Doce Tablas excluye a tales herederos (3), puesto que llama a la sucesión a los agnados y el hijo y la madre no son tales entre sí.

Mas era indiferente que el heredero del padre, o en su defecto el agnado más próximo, fuese varón o hembra, pues aunque se casara una heredera, los bienes volvían a entrar en la familia de donde habían salido; ya hemos dicho que no heredaban los parientes por parte de la madre.

Aunque los hijos del hijo sucedían al abuelo, no así los hijos de la hija, siéndoles preferidos los agnados para que no pasasen los bienes a otra familia. De suerte que la hija sucedía a su padre, pero no los hijos de la hija.

De este modo, entre los Romanos de los primeros tiempos, las mujeres sucedían cuando esto no alteraba la división de las tierras, pero no cuando podía alterarla.

Tales fueron las leyes sucesorias de la Roma primitiva; y por lo mismo que eran consecuencia natural del reparto de las tierras, se ve que eran de origen romano, es decir, que no formaban parte de las que trajeron las diputaciones enviadas a las ciudades griegas.

Dionisio de Halicarnaso nos dice (4) que Servio Tulio, encontrando abolidas las leyes de Rómulo y de Numa sobre la repartición de tierras, las puso de nuevo en uso y aun las reforzó con otras. Es indudable, pues, que dichas leyes fueran obra de los tres legisladores citados.

Como el orden de sucesión estaba formalmente' establecido por una ley política, sin que los ciudadanos pudieran alterarlo por una disposición particular, no debía permitirse que ninguno hiciera testamento. Sin embargo, siendo muy duro privar de ese consuelo a un hombre en sus últimos instantes, se buscó un medio de conciliar la ley con la voluntad de los particulares, autorizándolos a disponer de sus bienes en asamblea pública; cada testamento, por lo tanto, fue en cierto modo un acto de la potestad legislativa.

Al que hacía testamento, le pérmitió la ley de las Doce Tablas que nombrara sucesor a quien quisiera. La razón de que las leyes romanas restringieran tanto el número de los llamados a suceder ab intestato, no fue otra que la división de tierras; y la que tuvieron para ampliar tanto la facultad de testar, fue que, pudiendo el padre vender sus hijos, era absurdo que no pudiera privarlos de sus bienes (5). Se trataba de efectos diferentes, puesto que dimanaban de principios diversos; tal es en esto el espíritu de las leyes romanas.

Las antiguas leyes de Atenas no permitían que el ciudadano hiciera testamento. Solón (6) otorgó esta facultad a los que no tenían hijos; pero los legisladores de Roma, pensando siempre en la patria potestad, les permitieron testar hasta en perjuicio de los hijos. Preciso es confesar que las antiguas leyes de Atenas eran más consecuentes que las de Roma. El permiso ilimitado que para testar se concedió a los Romanos fue destruyendo poco a poco la disposición política del reparto de las tierras; fue lo que más contribuyó a introducir la funesta diferencia entre las riquezas y la pobreza; lo que reunió muchos lotes en una cabeza misma, con lo que algunos ciudadanos tuvieron demasiado y la mayor parte de ellos no tuvieron nada. Esto originó que el pueblo, privado cada vez más de la parte que le correspondía, pidiera sin cesar una nueva distribución de tierras. Lo mismo la pidió cuando el carácter romano era de frugalidad y de pobreza, como en los tiempos del lujo más desenfrenado.

Como los testamentos habían de hacerse en la asamblea del pueblo, el ciudadano que estaba en el ejército se hallaba imposibilitado de testar. Pero el pueblo concedió a los soldados el derecho de manifestar su última voluntad anté algunos de sus compañeros con la misma validez que si la declarase ante el pueblo reunido (7).

Las grandes asambleas del pueblo solamente se reunían dos veces cada año, y como el pueblo había aumentado y los negocios también, se creyó conveniente permitir que todos los ciudadanos pudieran testar en cualquier momento, en presencia de cinco testigos que fueran ciudadanos romanos (8) ante los cuales el heredero le compraba al testador su familia, es decir, la herencia (9); otro ciudadano tenía la balanza para pesar el precio, pues en Roma no se acuñaba moneda todavía (10). No faltan razones para pensar que los cinco testigos representaban las cinco clases del pueblo, no estando representada la sexta, que ni siquiera la contamos, porque estaba compuesta de gentes que nada poseían.

No debe decirse con Justiniano que estas ventas eran imaginarias: andando el tiempo llegaron a serlo, pero al principio no. La mayor parte de las leyes que en lo sucesivo regularon los testamentos nacieron de estas ventas, como lo prueban los fragmentos de Ulpiano (11). El sordo, el mudo, el pródigo, no podían hacer testamento: el sordo, por no poder oír las palabras del comprador de la familia; el mudo, por no poder expresar el nombre del mismo comprador: el pródigo, porque estándole prohibida la gestión de cualesquiera negocios, mal podía estar facultado para vender su familia. No cito los demás ejemplos.

Como los testamentos se hacían en la asamblea del pueblo, eran actos de derecho político más bien que de derecho privado; de esto resultaba que un hijo no podía hacer testamento mientras estuviera bajo la patria potestad.

En la generalidad de las naciones, los testamentos no exigen mayor número de formalidades que los contratos comunes; y es porque, lo mismo aquéllos que éstos, no son más que la expresión de la voluntad del que otorga o contrata, cosa que pertenece al derecho privado.

Pero en Roma, donde los testamentos se derivaron del derecho público, exigían más formalidades que todos los demás actos (12), lo cual subsiste en las comarcas de Francia que se rigen por el derecho romano.

Siendo el testamento una ley del pueblo, como he dicho, debía hacerse en forma de mandato, con palabras directas e imperativas, como así se las llamó. De aquí nació la regla de que no se podía otorgar ni transmitir la herencia como no fuera en términos de mandato (13), de donde se siguió que en ciertos casos no hubiera inconveniente en hacer una sustitución (14), mandando que la herencia pasase a otro heredero; mas nunca se podía hacer fideicomiso (15), esto es, encargar a alguno, en forma de ruego, que entregase a otro la herencia o parte de ella.

Cuando el padre no instituía ni desheredaba a su hijo, el testamento se rompía; mas era válido aunque no instituyera ni desheredara a su hija. Veo la razón de esta diferencia. No instituyendo heredero ni desheredando al hijo, perjudicaba al nieto, que habría sucedido ab intestato a su padre; pero no instituyendo ni desheredando a la hija, ningún perjuicio causaba a los hijos de ésta, que no habrían de suceder ab intestato a su madre (16).

No proponiéndose las leyes de sucesión de los Romanos más que seguir la ley de la división de las tierras, no restringieron lo bastante la riqueza de las mujeres, dejando así una puerta abierta al lujo. Este mal, que acompaña a la riqueza, comenzó a sentirse entre la segunda guerra púnica y la tercera, y entonces fue dictada la ley Voconia. Como la inspiraron motivos importantes y es poco conocida, porque sólo se han citado algunos de sus preceptos y aun esto de una manera confusa, intentaré aclararla (17).

Cicerón nos ha dado a conocer un fragmento de la ley a que nos referimos, ley en la cual se prohibe instituir heredera a una mujer, esté casada o no (18). El Epítome de Tito Livio, que habla de esta misma ley, no dice más (19). De las palabras de Cicerón (20) y también de las de San Agustín (21), parece desprenderse que la hija, aun siendo única, no puede heredar.

Catón el Viejo contribuyó con toda su influencia a que esta ley se aprobara (22); Aulo Gelio cita un pasaje del discurso pronunciado por aquél (23). Al prohibir que herederan las mujeres, se proponía Catón que no surgiera el lujo, como al tomar la defensa de la ley Opia se propuso atajarlo.

En las Instituciones de Justiniano y de Teófilo se habla de un capítulo de la ley Voconia que limitaba el derecho de legar. Leyendo a dichos autores, no habrá quien no piense que el objeto de aquel capítulo fue evitar que el patrimonio se consumiera en legados hasta el punto de que el heredero se negara a admitir la sucesión. Mas no era ese el espíritu de la ley Voconia. Acabamos de ver que esta ley se proponía impedir que las mujeres sucediesen, y el capítulo que ponía límites a la facultad de legar responde a este pensamiento; porque no habiendo limitación en los legados hubieran podido las mujeres recibir como legatarias lo que no podían recibir como herederas.

La ley Voconia se hizo para evitar la excesiva riqueza de las mujeres; lo que importaba, pues, era privarlas de las grandes herencias, no de las que, por pequeñas, no podían fomentar el lujo. La ley fijaba cierta suma que debía darse a las mujeres incapacitadas para suceder por la ley misma. Cicerón, que es quien lo dice (24), no expresa cuál era aquella suma; pero al decir de Dion, podía elevarse hasta cien mil sestercios (25).

La ley Voconia se hizo para regularizar las riquezas y no para regularizar la pobreza; el mismo Cicerón nos dice que no se aplicaba sino a los inscriptos en el censo (26).

Esto sirvió para eludir la ley, pues dió un pretexto. Los Romanos eran extremadamente formalistas; ya hemos dicho que el espíritu de la República era atenerse a la letra de la ley. Sucedió, pues, que algunos padres dejaron de inscribirse en el censo para poder instituír herederas a sus hijas; y los pretores juzgaron que no se violaba la ley Voconia, puesto que se respetaba su letra.

Un tal Anio Aselo había instituído heredera a su hija única. Podía hacerlo, dijo Cicerón; no se lo prohibía la ley Voconia, porque él no estaba incluso en el censo (27). Si Verres, siendo pretor, había negado a la hija el derecho de heredar, Cicerón sostuvo que había sido sobornado, sin lo cual hubiera opinado como los demás pretores.

¿Qué ciudadanos eran esos que no figuraban en el censo en el que todos debían estar inscriptos? Según la institución de Servio Tulio, que se encuentra en Dionisio de Halicarnaso (28), el ciudadano que no se hacía inscribir en el censo era declarado esclavo. El mismo Cicerón dice que perdía la libertad (29); Zonaras también lo dice. Era necesario, pues, que hubiese alguna diferencia entre no estar en el censo, como lo entiende la ley Voconia, y no estar en él. según el pensamiento de Servio Tulio.

Los que no se habían hecho inscribir en alguna de las cinco primeras clases, con arreglo a sus bienes, estaban fuera del censo; tal era la mente de la ley Voconia; los que no estaban inscriptos ni aun en la sexta, esos eran los excluídos según el espíritu de las instituciones de Servio Tulio. Muchos padres, para eludir la ley Voconia, se sometían a la vergüenza de figurar confundidos con los de la sexta clase, esto es, con los proletarios y los sujetos a la capitación, y aun a la de verse relegados a las tablas de los Cerites (30).

Hemos dicho que la Jurisprudencia de los Romanos no aceptaba los fideicomisos; pero los introdujo la esperanza de eludir la ley Voconia: se instituía un heredero con capacidad legal y se le rogaba que entregara los bienes a una persona excluída por la ley. Este nuevo modo de disponer produjo efectos muy distintos. Unos entregaron los bienes, entre ellos Sexto Peduceo (31): le dejaron una cuantiosa herencia; nadie más que él sabía que el testador le había rogado regalarla una tercera persona, y así lo hizo; buscó a la viuda del testador y le entregó todo el caudal de su marido.

Otros hubo que se guardaron la herencia, y el caso de P. Sextilio Rufo adquirió celebridad por haberlo citado Cicerón en sus debates con los Epicúreos (32). En mi mocedad, dijo, me rogó Sextilio que le acompañara cuando iba a consultar con sus amigos si debía entregar la herencia de Quinto Fadio Galo a su hija Fadia. Estaban reunidos muchos jóvenes con algunos muy graves personajes; todos opinaron que no debía dar a Fadia nada más que lo que le correspondía según la ley Voconia. Sextilio aprovechó el consejo para quedarse con una gran sucesión, de la que no hubiera guardado ni un solo sestercio para sí, de haber preferido lo justo y honrado a lo útil. Puedo creer, añade, que vosotros hubierais entregado la herencia; creo que Epicuro también la hubiese entregado; pero ni él ni vosotros habríais sido fieles a vuestros principios.

Haré algunas reflexiones.

Es una desdicha de la condición humana que los legisladores se vean precisados a dictar algunas leyes que contrarían los sentimientos naturales: fue lo ocurrido con la ley Voconia. La causa de ello es que los legisladores estatuyen mirando a la sociedad más que al ciudadano y más al ciudadano que al hombre. La ley Voconia sacrificaba al hombre y al ciudadano, pues no pensaba más que en la República. Un hombre encarga a su amigo que entregue sus bienes a su hija: la ley despreciaba en el testador los sentimientos de la naturaleza, despreciaba en su hija la piedad filial, no consideraba que el encargado de entregar la herencia había de verse en un trance terrible. Si la entregaba era un mal ciudadano, porque faltaba a la ley; si no la entregaba era un mal hombre. Las personas honradas no son capaces de eludir la ley; pero solamente una persona honrada y de buena índole sería capaz de eludirla, y era buscada para eso por el testador; el encargado tenía que triunfar del egoísmo, de la avaricia y de todas las tentaciones, triunfo que sólo está al alcance de los mejores. Quizá habría un excesivo rigor en estimar que por proceder así era un mal ciudadano; quién sabe si el legislador había logrado en gran parte su objeto, cuando la ley era tal que no habían de eludirla más que los hombres de bien.

Cuando se promulgó la ley Voconia, las costumbres conservaban todavía algo de su antigua pureza. En varias ocasiones se interesó la conciencia pública en favor de la ley y aun se exigió el juramento de observarla (33), de suerte que, por decirlo así, la probidad hacía la guerra a la probidad. Pero en épocas posteriores se corrompieron tanto las costumbres, que los fideicomisarios debieron tener menos energía para eludir la ley Voconia que fuerza esta última para hacerse respetar.

Las guerras civiles hicieron perecer a un infinito número de ciudadanos: en tiempo de Augusto era Roma una ciudad desierta y se hacía preciso repoblarla. Se dieron entonces las leyes Papias, en las cuales no se omitía nada que estimulara al casamiento y a la procreación (34). Uno de los medios empleados fue el aumentar las esperanzas de suceder para aquellos que secundaban los fines de la ley, disminuyéndolas para los que no se prestaban a secundarlos; y como la ley Voconia había incapacitado a las mujeres para suceder, la ley Papia las favoreció.

Las mujeres (35), señaladamente las que tenían hijos, fueron capacitadas para adquirir en virtud de testamento del marido; teniendo hijos, también podían recibir de los extraños mediante un testamento. Era contrario todo esto a lo que disponía la ley Voconia, bien que nunca se abandonó del todo el espíritu de dicha ley. Por ejemplo, permitía la ley Papia que un hombre con un hijo pudiera recibir por testamento la herencia de un extraño (36), pero no concedía lo mismo a una mujer aunque tuviera tres hijos.

Repárese que la ley Papia declaró a la mujer con tres hijos capaz de suceder sólo por testamento de un extraño, dejando en su vigor, en todo lo relativo a la sucesión de los parientes, lo que disponía la antigua ley Voconia. Pero ni aun esto subsistió.

Abrumada Roma con las riquezas de toda las naciones, había cambiado de costumbres; ya no se intentaba reprimir el lujo de las mujeres. Aulo Gelio (37), que vivía en tiempo de Adriano, dice que ya entonces la ley Voconia estaba casi en desuso; la opulencia de la ciudad había acabado con ella. En las sentencias de Paulo (38), jurisconsulto contemporáneo de Niger y en los fragmentos de Ulpiano (39), contemporáneo de Alejandro Severo, se lee también que las hermanas de padre podían suceder, pues sólo estaban excluídos por la ley Voconia los parientes en grado más lejano.

Las antiguas leyes romanas comenzaban a parecer duras, y los pretores ya no atendían sino a consideraciones de equidad, de moderación y de decencia.

Hemos visto que las madres, según las leyes antiguas, no tenían parte en la sucesión de sus hijos; con la ley Voconia hubo una nueva razón para excluírlas. Pero el emperador Claudio les concedió que sucedieran a los hijos perdidos como consolación de su pérdida: el senadoconsulto Tertuliano, hecho en tiempo de Adriano (40), les reconoció esta facultad cuando tuvieran tres hijos, o cuatro. si eran libertas. Es claro que este senadoconsulto no era más que una ampliación de la ley Papia, la cual había otorgado a las mujeres el derecho de heredar a los extraños. Justiniano generalizó el mismo derecho, prescindiendo del número de hijos (41).

Las mismas causas por las cuales se restringió la ley que privaba a las mujeres de suceder, hicieron que poco a poco se abandonara la que impedía la sucesión de los parientes por línea femenina. Estas leyes estaban.en armonía con el espíritu de una buena República, en la que debe procurarse que las mujeres no lleguen a dominar por el lujo, las riquezas o la esperanza de alcanzarlas. En la monarquía es todo lo contrario; como el lujo, necesario en ella, hace que el matrimonio sea gravoso, es menester que la fortuna de la mujer sirva de estímulo para casarse, bien por lo que ella aporte al matrimonio, bien por las esperanzas que tenga de heredar. Por eso en Roma, cuando se restableció la monarquía, se mudó completamente el orden de las sucesiones. Los pretores llamaron a los parientes por línea femenina si no los había por línea de varón, siendo así que por las antiguas leyes nunca eran llamados. El senadoconsulto Orfitiano llamó a los hijos a suceder a la madre; los emperadores Valentiniano, Teodosio y Arcadio (42) llamaron a los hijos de la hija a suceder a su abuelo. Por último, Justiniano emperador hizo desaparecer los últimos restos del derecho antiguo en lo referente a sucesiones; estableció tres órdenes de herederos: los descendientes, los ascendientes y los colaterales, sin distinción entre varones y hembras, ni entre parientes por línea masculina y parientes por línea femenina. Creyó ajustarse a la naturaleza al derogar todo lo que él llamaba estorbos de la jurisprudencia consuetudinaria.


Notas

(1) Dionisio de Halicarnaso, lib. II, cap. III. - Plutarco, en su paralelo de Numa y Licurgo.

(2) Ast si intestatus moritur, cui sunt haeres nec extabit, agnatus proximus familiam habeto. (Fragmento de la Ley de las Doce Tablas en Ulpiano, tit. último.

(3) Instit., tlt. III, >Proemio del senadoconsulto Tertullianum.

(4) En su libro IV, pag. 276.

(5) Dionisio de Halicarnaso prueba (libro II), Y lo prueba por una ley de Numa, que la ley autorizando al padre a vender su hijo hasta tres veces era de Rómulo y no de los decenviros.

(6) Plutarco; véase la Vida de Solón.

(7) Este era el testamento llamado in procinctu, diferente del militari testamento que fue establecido por los emperadores. No estaba escrito ni requería formalidades; era sine libra et tabulis, como dijo Cicerón en el lib. I del Orador.

(8) Ulpiano, tít. X, párr. 2.

(9) Teófilo, Instit., lib. II, tít. X.

(10) No se acuñó hasta el tiempo de la guerra de Pirro. Hablando del sitio de Veyes, dice Tito Livio (lib. IV): Nondum argentum signatmn erat.

(11) Título XX, párr. 13.

(12) lnstit., lib. II, tit. X, párr. 19.

(13) Ticio, sé tú mi heredero.

(14) La vulgar, la pupilar, la ejemplar.

(15) Augusto, por razones particulares. comenzó a autorizar los fideicomisos. (lnstit., lib. II, tít. XXIII, párr. 19).

(16) Ulpiano, Fragmentos, párr. 79 del tít. XXXVI.

(17) Se llama ley Voconia, porque la propuso Quinto Voconio, tribuno del pueblo. - Véase en Cicerón la Arenga segunda contra Verres. - En el Epítome de Tito Livio, donde dice Volumno debe leerse Voconio.

(18) Sanxit ... nequis haeredem viginem neve mulierem faceret. (De Cicerón, en la Arenga segunda contra Verres).

(19) Legem tulit, nequis haeredem mulierem institueret; lib. XLI.

(20) En la Arenga segunda contra Verres.

(21) En la Ciudad de Dios, lib. III.

(22) Véase el Epítome de Tito Livio, lib. XLI.

(23) Véase el lib. XVII de Aulo Gelio.

(24) Nemo censuit plus Fadire dandum, quam posset ad eam lego Voconiam pervenire.

(25) Cum lege Voconia mulieribus prohiberetur ne qua majorem centum millibUs nummum haerediatem posset adire.

(26) Qui census esset; véase la Arenga segunda contra Verres.

(27) Census non erat. (Idem).

(28) Libro IV.

(29) In oratione pro Cecinna.

(30) In Ceritum tabulas referri; arrarius fieri. - Los Cerites eran los habitantes de Crere, pueblo sometido más que aliado de Roma.

(31) Cicerón, de Finibus bonorum et malorum, lib. III.

(32) Véase el lib. II de Finibus bonorum et malorum.

(33) Sextilio dijo que había jurado observarla. (Cicerón. de FinibUs bonorum et malorum, Lib. II).

(34) Véase lo que digo en el lib. XXIII, cap. XXI de esta misma obra.

(35) Acerca de esto, véase Ulpiano, Fragmento, tit. XV.

(36) Quod tibi filiolus, vel filia, nascitur ex me ... Jura parentis habes, propter me scriberis haeres. Juvenal, Sátira IX.

(37) Cap. I del lib. XX.

(38) Libro IV, tít. VIII, párr. 3.

(39) Título XXVI, párr. 6.

(40) Es decir, del emperador Pío, que tomó el nombre de Adriano por adopción.

(41) Leg 2, cod. de Jure liberorum; Instit., lib. III, tit. III, párr. 4 de Senatus-consulto Tertuliano.

(42) Leg 9, cod. de suis et legitimis liberis.


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