Índice de La lucha por el derecho de Rudolf von IheringCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Tengo que renunciar a desarrollar aquí este tema tan interesante como fecundo de la patología del sentimiento del derecho, pero me serán permitidas algunas reflexiones.

La excitabilidad del sentimiento del derecho no es la misma en todos los individuos, sino que se debilita y se acrecienta, según la medida en que ese individuo, ese estamento, ese pueblo experimentan la significación del derecho como una condición de su existencia moral, y no sólo del derecho en general, sino también de los diversos componentes jurídicos. En relación con la propiedad y el honor, se ha indicado esto más arriba, como tercera relación incluyo todavía el matrimonio -¡cuántas reflexiones se vinculan a la manera como individuos, pueblos, legislaciones diversas se comportan frente al adulterio!

El segundo elemento en el sentimiento del derecho: la fuerza de acción, es mero asunto del carácter; el comportamiento de un individuo o de un pueblo frente a un agravio al derecho es la piedra de toque más segura de su carácter. Si entendemos por carácter la personalidad plena, que descansa en sí misma, que se afirma a sí misma, no hay ninguna base mejor para probar esa cualidad que cuando la arbitrariedad lesiona a la vez el derecho y la persona. Las formas en que reacciona el sentimiento del derecho y de la personalidad lesionados, bajo la influencia de la emoción, en acción salvaje, apasionada, o en resistencia moderada, pero persistente, no son en modo alguno decisivas de la intensidad de la fuerza del sentimiento del derecho, y no habría mayor error que el de atribuir al pueblo salvaje o al ignorante, en el cual la primera forma es la normal, un sentimiento del derecho más vivo que el del instruído que opta por el segundo camino. Las formas son más o menos cosa de la educación y del temperamento; la violencia, la brutalidad, la pasión equivalen perfectamente a la resolución firme, a la inflexibilidad, a la consistencia de la resistencia. Sería peor si fuese de otro modo. Pues equivaldría a decir que los individuos y los pueblos perderían tanto en su sentimiento del derecho como ganasen en instrucción. Una ojeada a la historia y a la vida civil basta para refutar esta opinión. Tampoco es decisiva en eso la antítesis de riqueza y pobreza. Por muy diferente que sea la medida del valor según la cual miden las cosas los ricos y los pobres, como ya se ha dicho, en la violación del derecho no tiene validez, pues aquí no se trata del valor material de la cosa, sino del valor ideal del derecho, de la energía del sentimiento de derecho en dirección especial a la propiedad, y el tono lo marca, no la propiedad, sino el sentimiento jurídico. La mejor prueba de ello la ofrece el pueblo inglés; su riqueza no ha alterado en modo alguno su sentimiento del derecho, y la energía con que se mantiene incluso en simples problemas de propiedad, hemos tenido a menudo oportunidad de comprobarla en el continente con la figura típica del viajero inglés, que se resiste con vigor al ensayo de rapiña por parte de hospederos y cocheros, como si se tratase de defender el derecho de la vieja Inglaterra; en caso de necesidad posterga su partida, queda días enteros en el lugar y gasta diez veces más de lo que se rehusa a pagar. El pueblo se rie de ello y no lo entiende -sería mejor que lo comprendiese. Pues en los pocos gulden que defiende aquí el hombre, está en acción la vieja Inglaterra; en su patria lo comprende cualquiera y no se atreve nadie tan fácilmente a explotarle. Pongo a un austriaco de la misma posición y de las mismas condiciones de fortuna en la misma situación; ¿cómo obrará? Si puedo confiar en mis propias experiencias en ese aspecto, de cien no habrá diez que imiten la conducta del inglés. Los otros temen el disgusto de la disputa, la posibilidad de la mala interpretación a que podrían exponerse, una mala interpretación que un inglés en Inglaterra no se atreve a temer, y que entre nosotros admite tranquilamente, en una palabra, pagan. Pero en las gulden que el inglés rehusa y que el austriaco paga, hay más de lo que se cree un trozo de Inglaterra y de Austria, hay siglos de la evolución política de ambos países y de su vida social (I).

En lo dicho hasta aquí he tratado de explicar el primero de los dos principios expuestos: la lucha por el derecho es un deber del afectado para consigo mismo. Ahora pasaré al segundo: la afirmación del derecho es un deber para con la comunidad.

Para fundamentar este principio, tengo necesidad de mostrar más detenidamente la relación del derecho en el sentido objetivo y el subjetivo. ¿En qué consiste? Creo reproducir fielmente la representación viable, cuando digo: en el hecho que el primero constituye la condición previa del segundo, un derecho concreto existe sólo allí donde hay condiciones en las que el principio jurídico ha anudado la existencia del mismo. Con ello se agota por completo, según la teoría dominante, la relación mutua de ambos. Pero esta representación es enteramente unilateral, acentúa exclusivamente la dependencia del derecho concreto del derecho abstracto, pero pasa por alto que tal relación de dependencia no prevalece menos en la dirección opuesta. El derecho concreto no sólo recibe la vida y la fuerza del abstracto, sino que se las devuelve. La esencia del derecho es la realización práctica. Una norma jurídica que no ha estado nunca en vigor o que ha perdido su fuerza, no tiene ninguna razón para ese nombre, se ha convertido más bien en un resorte inerte en el mecanismo del derecho, que no coopera, y que hay que eliminar sin que se altere nada. Este principio se aplica sin limitación a todas las partes del derecho, al derecho público lo mismo que al derecho penal y al derecho privado, y el derecho romano lo ha sancionado expresamente al reconocer la desuetudo como razón para la abrogación de las leyes; a lo mismo se debe la decadencia de los derechos concretos por la falta duradera de uso (non usus). Mientras ahora la realización legal del derecho público y del derecho penal es impuesta en la forma de un deber por las autoridades estatales, el derecho privado en la forma de un derecho de las personas particulares, es dejado exclusivamente a su iniciativa y autonomía. En todo caso depende la realización jurídica de la ley de que las autoridades y funcionarios del Estado cumplan su deber, y en este caso de que las personas privadas hagan valer su derecho. Pero si las últimas descuidan esto en alguna situación de modo permanente y general, sea por desconocimiento de su derecho, sea por comodidad o cobardía, el principio de derecho es efectivamente paralizado. Podríamos pues decir: la realidad, la fuerza práctica de los principios del derecho privado se documenta haciendo valer los derechos concretos, y así como los últimos, por una parte, reciben su vida de las leyes, así se la devuelven por otra; la relación del derecho objetivo o abstracto y los derechos subjetivos concretos es la circulación de la sangre que parte del corazón y vuelve al corazón.

El problema de la realización de los principios del derecho público está confiado a la fidelidad al deber de los funcionarios, el de los principios del derecho privado a la eficacia de aquellos motivos que mueven a los afectados a la afirmación de su derecho: sus intereses y su sentimiento del derecho; si éstos fallan en su servicio, el sentimiento del derecho se vuelve flojo y obtuso y el interés no es bastante poderoso para superar la comodidad y la aversión a la disputa y la lucha y el temor a un litigio, de modo que la simple consecuencia es que el principio de derecho no llega a la aplicación.

¿Pero qué significaría eso? se me objetará, nadie más que el ofendido sufrirá por ello. Vuelvo a tomar la imagen de que me serví antes: el de la fuga del individuo ante la batalla. Si mil hombres tienen que combatir, puede ocurrir que no se perciba el alejamiento de un individuo: pero si cien de ellos desertan, la situación de los que resisten fielmente se vuelve cada vez peor, todo el peso de la resistencia cae sobre ellos. En esta imagen creo haber presentado visiblemente la verdadera figura de la cuestión. También en el dominio del derecho privado hay una lucha del derecho contra la injusticia, una lucha común de la nación entera, en la que deben estar firmemente cohesionados todos, también aquí el que huye perpetra una traición a la causa común, pues fortalece el poder del adversario al aumentar su osadía y su audacia. Cuando la arbitrariedad y la ilegalidad se atreven a levantar la cabeza con insolencia e impudicia, es siempre un signo seguro de que los llamados a defender la ley no han cumplido con su deber. Pero en el derecho privado todos están llamados a defender la ley, a ser guardianes y ejecutores de la ley dentro de su esfera. El derecho concreto que les compete, se puede interpretar como una autorización otorgada por el Estado, dentro de su círculo de intereses, para hacer entrar en acción la ley y defenderse contra la injusticia, una exhortación condicionada y especial en contraste con la absoluta y general que corresponde a los funcionarios. El que sostiene su derecho, defiende el derecho dentro del estrecho espacio del mismo. El interés y las consecuencias de ese modo de obrar suyo van por tanto mucho más allá de su persona. El interés general que resulta de ello, no es sólo el ideal, que afirma la autoridad y majestad de la ley, sino que es muy real, altamente práctico, sensible para cada uno y que comprende todo el que no posee la menor comprensión para lo primero, es decir que es asegurado y mantenido el orden firme de la vida de relación en la que cada cual está por su parte interesado. Cuando el amo no se atreve ya a reprender a los criados, el acreedor no hace embargar los bienes del deudor, el público comprador no se interesa por el peso exacto y el mantenimiento de los precios, no sólo es puesto en peligro de ese modo la autoridad ideal de la ley, sino que abandonará el orden real de la vida civil, y es difícil decir hasta dónde se pueden extender las consecuencias perjudiciales de ello, si por ejemplo no será afectado del modo más sensible todo el sistema del crédito, pues donde tengo que imaginar querella y disputa para imponer mi buen derecho, si puedo encontrar de algún modo el medio para eludir ese camino, mi capital emigra de la patria al extranjero, mis artículos de necesidad los importo de fuera en lugar de consumir los nativos.

En tales condiciones la suerte de los pocos que tienen el valor de hacer aplicar la ley, se convierte en un verdadero martirio; su enérgico sentimiento del derecho, que no permite dejar el campo libre a la arbitrariedad, será para ellos como una maldición. Abandonados por todos aquéllos que debieran ser sus aliados naturales, están enteramente solos frente a la ilegalidad engendrada por la indolencia y la cobardía general y cosechan, cuando han obtenido con graves sacrificios al menos la satisfacción de haber quedado fieles a sí mismos, en lugar de reconocimiento, regularmente sólo burla y escarnio. La responsabilidad de tal estado de cosas no recae en aquella parte de la población que viola la ley, sino sobre la que no tiene el valor de mantenerla. No es a la injusticia a la que hay que acusar, cuando desplaza al derecho de su asiento, sino al derecho que se ha dejado avasallar, y si tuviese que apreciar en su significación práctica para la relación los dos principios: no cometas ninguna injusticia y no toleres ninguna injusticia, la primera regla es: no toleres ninguna injusticia, la segunda: no cometas ninguna. Pues así como es el ser humano, la certidumbre de encontrar una resistencia decidida de parte del afectado, le hará contenerse de la perpetración de la injusticia más que un mandato que, si nos imaginamos ausente todo impedimento, en el fondo no tiene más que la fuerza de un simple mandamiento moral.

¿Después de todo eso se ha dicho demasiado cuando afirmo: la defensa del derecho concreto atacado, no sólo es un deber del afectado, para consigo mismo, sino también para con la sociedad? Si es verdad lo que he expuesto, que en su derecho defiende al mismo tiempo la ley y en la ley al mismo tiempo el orden ineludible de la comunidad, ¿quién negará que esa defensa le compete como deber para con la comunidad? Si ésta puede finalmente convocarlo para la lucha contra el enemigo exterior, en la que tiene que exponer el cuerpo y la vida, si cada cual, pues, tiene el deber de hacerse presente hacia fuera en pro de los intereses comunes, ¿no se ha de aplicar también en el interior, no deben reunirse también aquí todos los bien intencionados y valerosos y mantenerse firmemente unidos, como allí contra el enemigo exterior, también aquí contra el enemigo interno? Y si en aquella lucha la fuga cobarde es traición contra la causa común, ¿podemos ahorrar aquí ese reproche? Derecho y justicia florecen sólo en un país no solamente por el hecho que el juez se halla en disposición permanente en su sillón, y la policía dispone de sus agentes, sino porque cada cual contribuye con su parte. Todos tienen la misión y el deber de pisotear la hidra de la arbitrariedad y de la ilegalidad donde quiera que se hace presente, todo el que disfruta de las bendiciones del derecho debe contribuir con su parte para mantener el respeto a la ley, en una palabra -cada cual es un combatiente innato por el derecho en interés de la sociedad.

¡No necesito llamar la atención sobre cómo por esa interpretación mía es ennoblecida la función del individuo en relación con la revalidación de su derecho. Póne en lugar de la conducta meramente receptiva frente a la ley, puramente unilateral, enseñada por nuestra teoría hasta aquí, una relación de reciprocidad, en la cual el afectado devuelve a la ley el servicio que de la ley recibe. Es la colaboración en una gran tarea nacional, para la cual le reconoce su función. Si él mismo lo interpreta así, es del todo indiferente. Pues ésta es lo grande y lo sublime en el orden moral mundial, que no sólo puede contar con los servicios de aquéllos que la comprenden, sino que posee bastantes medios eficaces para atraer a la colaboración también a aquéllos a quienes escapa la comprensión de sus mandatos, sin ellos saberlo y quererlo. Para llevar a los seres humanos al matrimonio, pone en movimiento en unos el más noble de todos los instintos humanos, el amor, en el otro el crudo placer sensual, en el tercero la comodidad, en el cuarto la codicia -pero todos estos motivos conducen al matrimonio. Así también en la lucha por el derecho, al uno puede llevarlo al lugar del combate el interés desnudo, al otro el dolor por la lesión jurídica perpetrada, al tercero el sentimiento del deber o la idea del derecho como tal -todos se extienden la mano para la obra común, para la lucha contra la arbitrariedad.



Notas

(1) Ruego que no se olvide en esto que la conferencia de la que surgió el escrito, ha sido pronunciada en Viena, donde era más fácil la anterior comparación del inglés con el austriaco. Esto fue por algunos sectores visto con disgusto y mal interpretado. En lugar de comprender que sólo el más cálido interés para el pueblo austriaco hermano, sólo el deseo de contribuir con mi grano de arena a que se fortaleciese en él el sentimiento del derecho, ha puesto aquellas palabras en mi pluma, se me ha atribuido una actitud inamistosa, de la que nadie está más distante que yo, y para la que durante los cuatro años que he vivido como profesor en la Universidad de Viena, se me ha dado tan poca oportunidad que, al contrario, me despedi de ahi con el sentimiento de la más profunda gratitud. Vivo la convicción de que el motivo que me ha llevado a la manifestación hecha, y el estado de ánimo de que ha surgido, será cada vez más justamente apreciada por parte de mis lectores austriacos.


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