A. J. Carlyle


La justicia en el medievo

Primera edición cibernética, noviembre del 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Indice


Presentación, por Chantal López y Omar Cortés.

La justicia en el medievo, por A. J. Carlyle.








Presentación

El escrito que a continuación publicamos, corresponde a una conferencia pronunciada en los trabajos del Tercer Congreso del Instituto Internacional de Filosofía del Derecho y de Sociología Jurídica, celebrados en la ciudad de Roma en el año de 1937, en donde curiosamente Carlyle fue nombrado Presidente honorífico del Congreso y del Instituto Internacional de Filosofía del Derecho, nombramiento que debió haber sido interpretado como un reconocimiento a la labor docente del conferencista, ya que como el mismo Carlyle lo reconoció, él era mas un historiador político que un jurista.

Lo expresado en la conferencia constituye, sin duda alguna, un manantial de información general sobre la concepción de justicia que campeo durante toda la Edad Media. El análisis que realiza Carlyle, contiene las tres cualidades propias de una buena conferencia:

A) su brevedad;

B) lo conciso de su desarrollo; y,

C) la riqueza de su substancia.

Lo que quizá llame más la atención es la manera en como el conferencista logro la amenidad en un tema que, por lo general, quienes lo abordan tienden a convertirlo en pesadísimas piedras de muy difícil comprensión e incluso de caracter soporífero.

Es evidente que aquel interesado en profundizar sobre alguno de los vértices que desarrolla Carlyle deberá, forzosamente, recurrir a mas lecturas, pero a quien tan sólo le interese hacerse una idea del tema, la conferencia de Carlyle basta y sobra para ese fin.

Chantal López y Omar Cortés


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Quisiera comenzar por expresaros, señores, mí sincero agradecimiento por el honor que me habéis hecho eligiéndome presidente de honor del Instituto Internacional de Filosofía del Derecho durante estos dos últimos años; y esto tanto más, cuanto que no soy, hablando propiamente, ni un filósofo, ni un jurista, sino simplemente un historiador, y más particularmente un historiador de las doctrinas políticas. Ciertamente, durante estos cuarenta últimos años, he tenido mucho que leer de derecho medieval, derecho feudal, derecho romano y derecho canónico, pero siempre he sentido que ésta era una materia muy delicada para cualquiera que, como yo, no está entrenado en la técnica jurídica. Estoy sumamente agradecido hacia muchos eminentes juristas que han querido concederme su ayuda, por sus críticas y sus consejos, no solamente en Inglaterra, sino sobre todo en el extranjero: en Italia, en Francia y en Alemania. No por ello dejo de sentirme más bien un aficionado en este dominio, y sujeto a todos los defectos de un amateur.

Espero que en la consideración de la materia ofrecida a nuestra discusión durante esta sesión, será de alguna utilidad someteros ciertas observaciones que pueden ser recogidas en el estudio de las concepciones medievales.

Hablaré desde luego de las dos últimas partes de nuestro estudio, porque me parece que el problema del bien común no puede ser bien tratado sino cuando se desprende de los principios de la justicia y de la seguridad jurídica.

El principio esencial de la doctrina política de la Edad Media, es la primacía de la justicia y del derecho, es decir del derecho como encarnación de la justicia.

Os acordáis ciertamente de las palabras memorables de Ulpiano con las cuales se abre el Digesto. Aquellos que tienen que tratar del derecho (jus) deben comenzar por conocer el origen de esta palabra, que es derivada de la justicia. Él derecho es el arte de lo que es bueno y equitativo; los juristas son los sacerdotes del derecho (Digesto, I, I, I). Esas son, se podrá decir, grandes y ampulosas frases que poco o nada significan. Esta critica no es, sin embargo, muy feliz, porque esas frases significan que los juristas romanos quisieron repudiar la tradición entera de la fisolofía académica y epicúrea, según la cual el derecho no es más que la expresión de lo que es útil. Al mismo tiempo, reafirmaron los principios de los estoicos y de los más grandes filósofos de Grecia.

Podemos colocar en paralelo de estas fórmulas aquellas de los Padres de la Iglesia Cristiana, por intermedio de los cuales un número tan considerable de principios del mundo antiguo ha pasado al mundo medieval. San Ambrosio describe la justicia y la beneficencia como formando la razón (ratio) de la sociedad y de la raza humana, y desde luego él declara que la equidad conserva el Estado y que la injusticia lo destruye (De Officiis, I, 28; II, 19). Casiodoro definió la justicia en términos que se acercan mucho a los de Ulpiano y reconoció que es la justicia la que eleva al rey sobre todos y es la causa de la prosperidad del Estado. El derecho, dice, es el verdadero instrumento del progreso social, el verdadero método del bienestar, porque el derecho representa la justicia (De Anima, 5; Varia, IV, 12; III, 317). San Isidoro de Sevilla declara que el derecho es justo y que está constituido por el bien común (Etimologías, V, 21).

Tales son pues las tradiciones del mundo antiguo que forman el fondo de los principios medievales, tradiciones que como observáis, no son derivadas especialmente de la cristiandad, sino que forman los principios normales del mundo grecoromano. En la literatura política de la Edad Media, encontramos desde el principio que la justicia forma la base de la autoridad política.

La obra política de la Edad Media, que es tal vez la más antigua, datando más o menos, del siglo VIl, es el pequeño tratado intitulado De Duodecim Abusiuis Saeculi que, como tantas otras influencias civilizadoras, nos viene probablemente de Irlanda. La novena parte de esta pequeña obrita trata del rey injusto y lo opone al rey justo cuya función es de no oprimir a nadie y de juzgar entre los hombres según la justicia ( De Duod., 9, ed. S. Hellman, 1908). En el siglo IX, encontramos un número asaz considerable de tratados políticos que están consagrados a la misma materia, es decir que tratan de la función del rey y la consideran como aquella de mantener la justicia. Se podrá suponer que éstas no son sino palabras, concepciones abstractas, pero no es así, porque para los hombres de esa época, el principio de la justicia está concretamente encarnado en el derecho. Se encuentra un buen ejemplo de esta noción en las declaraciones de Lotario, Luis y Carlos hechas en Mersenne en 851, en las cuales prometen a sus súbditos que en lo futuro no condenarán, ni deshonrarán, ni oprimirán a nadie contra el derecho y la justicia (M. G. M., Leg. Sec. IX, vol. II, 205). Tenemos aquí la primera expresión del principio medieval de la primacía del derecho y de la justicia que es curioso comparar con los términos de la Carta Magna en Inglaterra y de los de las Cortes de Valladolid en Castilla, de 1299. Se percibe inmediatamente que el primero es una anticipación de estos últimos.

Tales son pues los comienzos de la concepción medieval de la relación entre el derecho y la justicia. Es interesante subrayar que los grandes civilistas de Bolonia de los siglos XII y XIII, no solamente están de acuerdo con estos términos, sino que los definen aún con mayor cuidado y precisión.

La equidad, dice, y es esto probablemente una reminiscencia de Cicerón, est rerum convenientia quae in paribus causis paria jura desiderat, mientras que la justicia es una cualidad de la voluntad tanto de Dios como de los hombres por la cual se orientan éstos hacia la justicia (Cf. PLACENTINUS, Summa institutionum, I, 1: AZON, Summa, I, 1). El derecho, es decir el sistema entero del derecho es la expresión de esta voluntad buena en una regla consuetudinaria o escrita (Fragmentum Pragense, IV, 7). El derecho tiene su origen en la justicia y de ella fluye como un río de su fuente (PLACENTINUS, loc. cit.; AZON, loc. cit.). Algunos de entre ellos declaran que mientras la justicia de Dios es perfecta, la de los hombres, y en consecuencia las leyes que de ella se desprenden, son imperfectas e incompletas (Cf. Abbreviatio lnstitutionum, I: Frag. Prag., III, 9).

Yo creo que no se ha insistido suficientemente en el hecho de que el gran sistema constitutivo de la sociedad que llamamos el feudalismo, lejos de ser la expresión de una alienación y sumisión ciegas del vasallo a su soberano, estaba en realidad fundado sobre la concepción del primado de la justicia y del derecho. Permitidme proporcionar algunos ejemplos entre los textos de derecho feudal más importantes.

Se encuentra una frase admirable en los Assises de la cour des bourgeois de Jérusalem del siglo XIII : El Señor o la Dama no son tales más que para cumplir el derecho (dreit). La significación de estas palabras aparece claramente si se remite uno al pasaje entero del cual han sido sacadas y donde se dice que si el rey o la reina rehusan hacer justicia a cualquiera, caballero o burgués, cometen un pecado hacia Dios y hacia su juramento, porque han jurado proteger al pobre como al rico en el goce de sus derechos legítimos. Si él quiebra su juramento, reniega de Dios y de sus vasallos, y su pueblo no debe sufrirlo, porque el Señor y la Dama no son tales sino para cumplir el derecho (Assises de la cour des bourgeois).

Se podría tal vez decir que el reino de Jerusalén era una sociedad casi anárquica. En respuesta, llamo vuestra atención sobre algunas palabras de Bracton en Inglaterra, de la misma época. Bracton era un juez de la Corte real en un país que era probablemente el más centralizado y el mejor organizado de ese siglo en Europa occidental. La autoridad del rey, dice, es la autoridad del derecho (jus), no del mal, y debe usar de su autoridad en calidad de vicario y de servidor de Dios sobre la tierra, porque tal es la autoridad de Dios. La autoridad del mal pertenece a Satán, no a Dios, y el rey es el servidor de aquél cuya obra cumple. En consecuencia, cuando el rey cumple la justicia, es el vicario del Rey eterno, pero cuando comete una injusticia, es el servidor de Satanás. (BRACTON, De Legibus, III, 9, 3). Y Bracton no vacila en expresar este mismo pensamiento y en términos más concretos declara en otra parte que el rey no tiene, ciertamente igual en su reino, pero que está sometido a Dios y a la ley (ibid., I, 8, 5).

Si pasamos ahora a los principios de los grandes escritores políticos de la edad media, encontraremos una concordancia completa. Jean de Salisbury afirma en el siglo XII, el dogma de que la diferencia entre el príncipe y el tirano es que el príncipe obedece a la ley y gobierna su pueblo conforme al derecho, en tanto que el tirano no está jamás satisfecho sino cuando abroga la ley y reduce su pueblo a la esclavitud. El príncipe, por consecuencia, es la imagen de Dios, y el tirano la de Satán. El príncipe es el servidor del bien común y de la equidad (Palicraticus, IV, I; VIII, 17; IV, 2).

Santo Tomás de Aquino declara que el derecho (jus) es llamado así porque es justo (Summa theologica, IIa IIae, 57, 1). Un juicio es la determinación de lo que es justo y legítimo (ibid., 60, 1). Sostiene, ciertamente, como lo hacen todos los Padres de la Iglesia y los escritores medievales, que el poder temporal es de origen divino, pero agrega que los hombres están obligados a obedecer al príncipe secular solamente en la medida en que lo ordena la justicia y que en consecuencia, si el príncipe goza de una autoridad usurpada, o si sus mandatos son injustos, los súbditos están relevados de su obediencia (ibid., 104, 6). En otra parte declara que la rebelión (seditio) es en efecto un pecado mortal, pero que rebelarse contra una autoridad injusta no es rebelión (ibid., 42, 2).

Podréis observar que no he dicho nada a propósito del derecho natural y agrego ahora, a fin de evitar todo mal entendimiento, que, mientras que los civilistas tratan principalmente del origen y de la naturaleza del derecho político en relación con la equidad y la justicia, los canonistas lo tratan generalmente en relación con el derecho natural. Esto no quiere decir que haya entre ellos una diferencia considerable de principio, porque los mismos canonistas ligan a veces todo el sistema del derecho a la justicia. Graciano cita las palabras de San Isidoro: Jus autem est dictum quia justum est, y luego agrega que la ley debe ser honesta, justa, secundum naturam (GRATIEN, Decretum, D. I, 2; D. IV, par. II). No quiero decir por esto que la concepción del derecho natural es idéntica a la de la justicia, pero, como lo dice Rufino, uno de los comentadores más importantes del Decreto de Graciano en el siglo XII, es la ley dada por la naturaleza a los hombres, y no a los otros animales, la que les enseña a hacer el bien y evitar el mal (RUFFINUS, Summa Decreti, D. I; Dict. Gratiani, cap. I). Esta concepción es casi equivalente a la de la ley moral y Graciano no vacila en agregar en consecuencia que todas las constituciones (es decir, las reglas de derecho positivo) ya sean eclesiásticas o seculares, deben ser rechazadas si son contrarias al derecho natural (Gratien, Decretum, D. Dict. Grat.).

Si los escritores políticos de la Edad Media en los siglos ulteriores no insisten en la misma medida sobre las relaciones que hay entre la justicia y el derecho natural por una parte, y el derecho positivo por la otra, eso no quiere decir que no las reconozcan, sino que las sobrentienden. Quisiera citar algunos pasajes que expresan claramente esta idea. Toda constitución (regla de derecho), declara el cardenal Nicolás de Cuse, está fundada sobre el derecho natural, y si lo contradice no tiene validez (De Concordantia Catholica, III, 1). Sir John Fortescue, en Inglaterra, expresa el mismo principio cuando declara que la ley natural es la madre de todas las leyes y que si éstas se separan no pueden ser llamadas leyes. (FORTESCUE, De Natura Legis Naturae, 1, 10). Tal vez es útil recordar que en el siglo XVI Calvino expresa el mismo principio de una manera dogmática. La ley moral, escribe, es el principio verdadero y eterno de la justicia, liga a los hombres en todas partes y siempre. La equidad, porque es necesaria, es siempre la misma entre los hombres; las leyes positivas pueden variar pero solamente en la medida en que ellas sigan orientadas hacia ese mismo fin, es decir hacia la equidad. La ley moral de Dios no es otra cosa que un testimonio de la ley natural y el principio de la equidad entero está en ella contenido (CALVINO, lnstitutio, IV, 20, 15; ed. 1559). Puedo agregar a estos textos algunas palabras significativas de Richard Hooker: La justicia que, cuando triunfa, mantiene el orden, y que, cuando es pisoteada, crea el desorden, quebranta, amenaza al mundo entero de una desolación y de una ruina completas; la justicia en la que los pobres encuentran su defensa, los seres vivientes la paz ... la justicia por la cual Dios, los ángeles y los hombres son elevados principalmente; la justicia, principal causa de la cristiandad en esta hora; la justicia, en una palabra, de la que dependen no solamente nuestro bienestar actual, sino nuestro gozo futuro en el Reino de Dios (HOOKER, Sermon, III, ed. 1874, página 616). Pienso que es claro que a los ojos de los teóricos políticos de la Edad Media la ley no tenía autoridad ni validez sino en la medida en que era conforme a la justicia. El Derecho y la Justicia son los protectores de la libertad de los pueblos.

Podemos ahora pasar a la segunda parte de nuestro estudio: a la relación que existe entre el derecho y la seguridad, porque era el derecho el que proporcionaba la garantía de la seguridad al individuo y a su propiedad.

Es interesante hacer notar de nuevo esta primera expresión medieval del principio de la seguridad en la declaración que Lotario, Luis y Carlos, hicieron a sus súbditos en Mercenne en el año 851. Prometieron que en lo futuro no condenarian ni deshonrarían ni oprimirían a nadie contra el derecho y la justicia (M. G. H., Leg, sec., II, 205-206). Este principio es el que ha sido encarnado en el derecho constitucional y en la organización jurídica de la Edad Media.

Permitidme, desde luego, llamar vuestra atención sobre los principios y los métodos del feudalismo. Ese gran sistema ciertamente tenía defectos, pero una cosa por lo menos estaba clara y enfáticamente afirmada, y era que el señor, cualquiera que fuese, rey o emperador, estaba ligado por una obligación jurídica hacia su vasallo, y que estaba previsto un método legal de compulsión.

Esto aparece muy claramente en los Assises de Jérusalem y en Beauvoisis. El soberano está ligado a sus vasallos por una obligación jurídica, de la misma manera que éstos están ligados a él, y no puede tocar a la persona del vasallo ni a su patrimonio salvo en virtud de juicio de la Corte feudal, es decir de la comunidad entera de vasallos (JEAN D'IBELIN, 65; BEAUMANOIR, Coutumes du Beauvoisis, LXVII, 1887). Este mismo principio de que el soberano debe responder de sus actos frente a una corte de derecho, está expresado en la declaración del Sachsenspiegel (111, 52, 3), el manual alemán más importante de derecho feudal en el siglo XIII. El conde del Palatinado es juez del emperador (Cf. Schwabanspiegel. 100-104). Tenemos un ejemplo de la aplicación de este principio en el procedimiento de la Dieta de Nüremberg en 1274 en donde fue sostenido que una diferencia entre el emperador Rodolfo y el rey de Bohemia debía ser resuelta por el conde del Palatinado (M. G. H., C., vol. III, 72).

Los mismos principios generales se encuentran en Castilla y León. Así en las Cortes de León, en 1186, Alfonso IX declara bajo juramento que no procederá contra la persona y la propiedad de alguno de sus súbditos del cual haya oído decir mal hasta que él haya sido llamado ante su Corte (Curia). Esta misma idea se halla expresada en términos aún más generales en las Cortes de Valladolid en 1299: nadie puede ser privado de vida o de su propiedad hasta que su causa no haya sido oída conforme al fuero y al derecho (Cortes de Castilla, I, 7, 2; I, 26, 3). Tales afirmaciones son las que nos permiten captar el sentido del papel bien conocido del Justicia en Aragón, en materia de juicios entre el rey y sus nobles.

De nuevo, en Inglaterra, volvemos a encontrar esta misma idea en la obra de Fleta (fin del siglo XIII o principios del XIV). Un pasaje que ha sido posteriormente interpolado en el texto de Bracton, declara que el rey tiene dos superiores en su obra de gobierno: el derecho y la Curia, es decir la asamblea de los condes y de los barones que pueden imponerle límites porque los reyes deben moderar su poder por el derecho que es la rienda del poder (Fleta. I, 17, 9). Britten, en una obra escrita hacia la misma época, declara que, en las causas en que el rey es parte, la corte es juez (BRITTEN, I, 23, 8). El Espejo de justicia denuncia como un gran abuso la idea de que el rey esté por encima del derecho cuando debe estarle sometido (v. 1) y en otra parte declara que la Corte real debe estar abierta a todos los procesos contra el rey o la reina, de la misma manera que lo está para toda otra persona (I, 2).

Aparece así claramente que la célebre cláusula de la Magna Carta inglesa (39) en la cual se dice que nadie debe ser encarcelado, atacado, o privado de su propiedad por el rey, salvo en virtud de un juicio de sus pares, o por la ley del país, expresaba un principio que no era particular a Inglaterra, sino por lo contrario, común a todos los países de la Europa central y occidental en los siglos XII y XIII.

Y a fin de probar que este principio no desapareció en las épocas ulteriores de la edad media, me permitiré mostrar que esta doctrina fue sostenida en Europa por lo menos hasta el siglo XIII.

Desde luego España. En 1351, las Cortes de Valladolid exigieron que nadie fuese ejecutado o aprisionado sin un proceso conducido de conformidad con el fuero y el derecho, y el rey Pedro I prometió dar órdenes conforme a este precepto a sus funcionarios (Cortes de Castilla y de León, vI. I I, 1, 21 ). Esta promesa fue renovada con énfasis por Enrique II en las Cortes de Toro en 1371 (ibid., II, 14, 26), y fue impuesta a la regencia cuando las cortes de Madrid en 1391 (ibid., II, 39, 9).

Apenas hay necesidad de repetir que esta era la regla corriente en Inglaterra, pero querría recordaros las frases célebres de Sir John Fortescue declarando que los jueces estaban obligados por su juramento a juzgar según la ley del país, aun cuando el rey ordenase lo contrario (FORTESCUE, De Natura Legis Naturae, I, 16). Es igualmente la opinión de Christophe Saint-Germans, jurista inglés eminente de la primera mitad del siglo XVI. Es la costumbre general, dice, la que forma la Common Law en Inglaterra y el rey de Inglaterra, en su coronación, presta juramento de observarla fielmente y son estas costumbres tales como están consignadas en la Carta Magna, las que declaran que nadie puede ser encarcelado o privado de su propiedad, salvo conforme a un proceso regular y jurídico (SAINT-GERMANS, Dialogus, cap. VII, ed. 1604, fol. 22, 3).

Es particularmente curioso notar sin embargo, que en Francia, donde la autoridad del rey ha sido considerada frecuentemente como habiéndose desarrollado hacia el fin de la Edad Media, más que en todas partes de la Europa occidental, prevaleció el principio de que en todos los litigios entre el rey y sus súbditos, el rey era ajusticiable por los parlamentos.

Por los comienzos del siglo XV, el gran Gerson declaraba que, aun cuando fuese el rey quien había creado el parlamento, no vacilaría en aceptar su juicio (Sermo de Viago Regis Romanorum; Opera, vol. I, par. I, ed. 1606, col. 152). También declara que el rey no podría mandar ejecutar a un hombre salvo conforme a un procedimiento regular (Summa contra Mag. Joanem Parisiensem, ibid., vol. I, par. I col. 399). La manera en que esta materia es tratada por Claudio de Seyssel, al principio del siglo XVI, en su Grant Monarchie de France es aún más notable. Seyssel fue después arzobispo de Turín, pero entre 1497 y 1517 estaba al servicio de la corona en Francia. La monarquía francesa, escribe, es la mejor monarquía, porque no es ni completamente absoluta, ni demasiado limitada; está regulada y limitada por buenas leyes, ordenanzas y costumbres. Está limitada por tres frenos: la religión, la justicia y la policía (1, 8). A propósito del segundo de estos frenos dice que está más desarrollado que en todas partes bajo la forma de los parlamentos que fueron creados con el fin principal de restringir el poder absoluto de los reyes. Agrega, a fin de que no se pudiese pensar que los jueces del parlamento estaban sometidos al control del rey, que su cargo era perpetuo y el rey mismo no podía quitárselos, sino por prevaricación, y que las Cortes mismas eran las que debían juzgarlo. En consecuencia, los jueces, sabiendo que no podían ser desposeídos, salvo por una falta determinada, pueden darse, con mayor confianza, a la administración de la justicia (ibid., I, 10).

Es curioso que Maquiavelo, escribiendo alrededor de la misma época, hace notar que si el pueblo sabe que el príncipe no quiere en ningún caso violar la ley, vivirá en seguridad y contento, y Maquiavelo ofrece el ejemplo del reino de Francia donde el pueblo vive en seguridad porque el rey está ligado por muchas leyes que constituyen la seguridad del pueblo (Discorsi sopra la Prima Dece de Tito-Livio, I, 16). En otro pasaje de esta misma obra, indica que Francia vivía más completamente que ningún otro reino bajo el imperio de la ley porque las leyes eran mantenidas por los parlamentos y en particular por el de París y que concedían juicios aún contra el rey (ibid., III, 1).

Tal vez sea aún más importante revelar el juicio de Bodin en esta cuestión, porque es uno de los primeros autores de alguna importancia que han sostenido la doctrina de la autoridad absoluta del príncipe; Sin embargo, Bodin sostiene con convicción que el cargo del juez debe ser perpetuo y que no puede ser privado de él al gusto del príncipe. Agrega que la costumbre de introducir una magistratura a término, acercaba la monarquía a una tiranía, porque un reino debía ser gobernado en la medida de lo posible por leyes y no por el arbitrario o la gana del príncipe (BODIN, De Republica, IV, 4 ed. 1586).

Éstos no son sino algunos ejemplos de la opinión corriente, por decir así, de la edad media, a saber, que es la ley la que protege y concede seguridad a los particulares, tanto para su vida cuanto para su propiedad, aun frente al príncipe. No será inútil terminar esta parte de mi exposición con algunas frases significativas de Richard Hooker, el más grande teórico político de Inglaterra en el siglo XVI: En esta materia, declara, no puedo más fuertemente recomendar la sabiduría de aquellos que han puesto las bases de esta República; porque aunque nadie esté relevado de su sujeción al poder del rey, sin embargo, el poder del rey elevándose sobre todos está en todo limitado, porque la regla de cada uno de sus actos es la ley misma. Los axiomas de nuestro gobierno real son los siguientes: Lex facit regem, un favor concedido por el rey contrariamente al derecho es nulo, Rex nihil potest nisi quod jure potest (Ecclesiastical Policy, VIII, 2, 13).

Hay, no obstante, una corriente de la doctrina medieval de la cual no he hablado aún, es la doctrina de los grandes civilistas de Bolonia y de sus sucesores en Italia, en Francia y en los otros países de la Europa central y occidental. No puedo exponer aquí su doctrina política en su conjunto, pero me detendré sobre uno de sus aspectos que está en relación directa con nuestro asunto.

El príncipe o el emperador eran a los ojos de estos civilistas, lo mismo que para los juristas del antiguo imperio, la fuente inmediata y normal de la ley, porque el pueblo romano les había conferido esta autoridad. Recordáis sin duda la frase célebre de Ulpiano donde declara que el príncipe era legibus solutus (Dig. I, 4, 1). Me parece muy difícil determinar con precisión el sentido exacto de estas palabras, porque una interpretación literal no puede ser reconciliada con otros pasajes importantes del Código sobre todo con los rescriptos de Teodosio y Valentiniano. En ellos se declara en efecto que: Rescripta contra jus elicita ab omnibus judicibus praecipimus refutari, nisi aliquid est, quod non laedat alium et prosit petenti, vel crimen supplicanti indulgeat (Cod., I, 19, 7; cf. las palabras paralelas de Anastasius, Cod., I, 22, 6).

Ciertos civilistas de los siglos XII y XIII me parecen asaz inciertos sobre la interpretación que se debe dar a estos textos. En el siglo XIV encontramos a Cino de Pistoia declarando que el emperador está ligado a la ley no necessitate, sino que quiere estarlo de honestate (CINO, Comm. sobre el Cod. Rub., 14, fol 25, ed. 1578), y Baldo que en su Comentario sobre el Código (I, 14, 4, Digna vox) declara que el príncipe vive conforme a la ley de debito honestatis. Pero agrega que esto no debe ser entendido precisamente y distingue entre el poder ordinario y el poder absoluto del príncipe. Jason de Mayno (Comm. sobre Dig., 1, 4, 1), un civilista bien conocido del fin del siglo XV, afirma refiriéndose a Baldo que el príncipe y el papa podían hacer cualquier cosa supra jus, et contra jus, et extra jus (desgraciadamente no he podido encontrar esta referencia en la obra de Baldo). Ésta parece ser más bien la opinión del mismo Jason porque comentando los rescriptos de Teodosio y de Valentiniano (Cod. I, 19, 7) cita a Baldo y Paulo como si ellos hubiesen sostenido que el príncipe podía publicar un rescripto contra jus agregando la cláusula de non obstante.

Estas opiniones están evidentemente en los antípodas del carácter esencial de la doctrina medieval que hemos estudiado ya. Pero es importante notar en este sentido que Alciat de Milán, que emigró a Francia y enseñó el derecho de Bourges en los primeros años del siglo XVI, así como un cierto número de civilistas franceses, los más eminentes del mismo siglo, criticaban vivamente esta interpretación de las palabras legibus solutus. Alciat habla con el mayor desprecio de las alucinaciones de los teólogos y de las adulaciones de los juristas que declaraban que el príncipe podía hacer lo que quisiera y que poseía un poder supremo y arbitrario (Comm. sobre el Dig., 50, 16, 11) Duaren, otro civilista, aceptando la doctrina de que el príncipe es legibus solutus agrega sin embargo que él se somete voluntariamente a la ley y niega que estos decretos debieran ser siempre obedecidos. Estos no pueden privar a un hombre de sus derechos legítimos (DUAREN, Comm. sobre el Dig., I, 3, cap. 5; I, 4, cap. 4). Doneau afirma dogmáticamente que los príncipes deben obedecer la ley; ciertamente el príncipe es legibus et solemnitatibus juris solutus, pero está ligado communi principum lege et sua, porque ha declarado querer vivir sometido a la ley (DONEAU, Commentariorum de jure civili, I, 17, 1). Finalmente el gran Cujas sostenía que las palabras legibus solutus habían sido la causa de un malentendido porque ellas no se referían a las leyes en general, sino exclusivamente a las leges caducariae, tal por ejemplo la Lex Julia et Papia a la cual se refiere el comentario de Ulpiano (CUJAS, Observationes, XV, 30; Opera, vol. IV, 1755. ed. Lyon 1606). Y luego declara que el príncipe hoy (hodie) ha jurado observar las leyes y que está ligado por su juramento.

El príncipe puede confirmar ciertas cosas que hubieran sido hechas sin observar las formas legales, puede también conceder el perdón por los crímenes. Pero esto es todo lo que quieren decir las palabras que declaran que el príncipe está supra leges (ibid., Comm. sobre el Cod., VI, 23, 3; Opera, vol. 3. col. 687, ed. cit.).

Podemos comparar y acercar estos juicios de Alciat y de los civilistas franceses con la interesante discusión de la misma materia por Zazius, profesor de derecho civil en Friburgo en Brisgau, en el primer tercio del siglo XVI. En su comentario sobre el Digesto estudia el sentido de las palabras legibus solutus y declara que los canonistas sostuvieron que el Papa podría obrar contra el derecho positivo y que esto se aplicaría igualmente al emperador. Esta afirmación, dice, no le hubiera gustado nunca; admite ciertamente que determinadas leyes pudieran ser suspendidas en casos particulares y que esto se hiciera por la introdución de una cláusula non obstante, pero que si el príncipe anulaba los derechos legales de una persona sin razón válida su acto sería nulo y no válido aun cuando le diera la forma de una ley o de un decreto. Esto, agrega, es la ley en Alemania y había oído hablar de una sentencia dictada contra el príncipe por la Reichskammergericht (ZAZIUS, Comm. sobre Dig. I, 3, 31). Gracias a este juicio tenemos la opinión formal de ZAZIUS consignada en uno de sus Consilia (Consilia, II, 10).

Es importante subrayar que cualquiera que hubiera podido ser la incertidumbre de los primeros civilistas, los autores más notables del siglo XVI llegan a las mismas conclusiones que los juristas feudales y los escritores políticos de la edad media, a saber, que el fundamento de la seguridad de la vida humana se encuentra en la primacía de la justicia encarnada en las leyes positivas elevándose por encima del príncipe, del rey y del emperador.

Llegamos a las relaciones del derecho y del bien común.

Tenemos presente en el espíritu la afirmación de Aristóteles que los gobiernos que se inspiran en el interés común están constituidos en conformidad con los estrictos principios de la justicia y que son, en consecuencia, verdaderas formas de gobierno. Pero que aquéllos que se inspiran en el interés particular del príncipe son formas pervertidas y defectuosas (Política, III, 6).

Es ésta una afirmación tan profunda como penetrante. Pero aun cuando sea claro que debemos aceptar el principio, no lo es menos que guardamos un sentimiento de incertidumbre porque es muy difícil decir si una forma particular de gobierno puede ser considerada como habiendo encarnado completamente este principio. No podemos hacer nada mejor que esperar que tal haya sido el fin o la intención que el gobierno se haya propuesto alcanzar.

Yo no tengo que considerar aquí, sin embargo, otra cosa que si el principio ha sido conocido y aceptado durante la Edad Media. La Política de Aristóteles ciertamente no ha sido conocida en la Edad Media antes del siglo XIII. Pero la opinión de Aristóteles repetida por Cicerón en su República era familiar a los escritores porque San Agustín la cita en su Ciudad de Dios (II, 21). También los primeros escritores medievales afirman el mismo principio y, por regla general, lo ponen en relación directa con la ley.

San Isidoro de Sevilla en el siglo VII, tratando de la ley declara que ésta debe ser: honesta, justa, conforme a la naturaleza, adaptada a las costumbres del país y finalmente que no debe inspirarse en un interés particular cualquiera, sino ser dictada para la utilidad común de los ciudadanos (Etim. V., 21). Este principio pasa en seguida al derecho canónico porque Graciano lo cita en el siglo XII, en su Decretum (D. IV, Pars II, Gratianus). Jean de Salisbury (igualmente en el siglo XII) sostiene en su Policraticus que se dice el príncipe legibus solutus no porque pueda cometer actos injustos sino porque debe inspirarse en el bien común y que debe preferir la utilidad de los otros a su voluntad particular (IV, 21). Santo Tomás de Aquino que conocía la Política de Aristóteles de primera mano, declara: una tiranía no es justa porque no está orientada hacia el bien común sino por lo contrario se inspira en el bien particular del príncipe y, por consecuencia, una rebelión contra un gobierno de este género no es sedición (Summa theologica, IIa. IIae. 42, 2). Después escribe que las leyes humanas pueden ser justas o injustas. Son justas cuando se inspiran en el bien común, son injustas cuando el príncipe impone a sus súbditos el yugo de leyes que no se inspiran en ese bien, y éstas pueden ser llamadas actos de violencia más bien que leyes y no ligan en conciencia (ibid IIa. IIae. 96,4).

El mismo Gilles de Roma (Colonna), a pesar de su preferencia por el régimen de un príncipe absoluto más que por el de la ley (concepción esotérica en la Edad Media), sostiene sin embargo el principio aristotélico de que el rey debe tratar de inspirarse en el bien común. En el caso contrario no es más que un tirano, porque tal es la diferencia verdadera que separa al rey de un tirano (De Regimine Principum, I, 1,12; I, 3, 3).

Bartolo, en el siglo XIV, describe al tirano como aquel cuyos actos no se inspiran en el bien común sino en el suyo propio (De Tyrano, 27), y Gerson en el siglo XV sostiene que los reyes han sido instituidos por el consentimiento común de los hombres y para el bienestar de toda la comunidad (Sermo ad regem Franciae no mine universitatis parisiensis, Opera, ed. 1606, vol., col. 798).

Finalmente en el siglo XVI, Soto, dominico y profesor en la Universidad de Salamanca, afirma que la ley es una regla que dirige a los hombres hacia el bien común (De Justitia et Jure, I, 1, 3) y el jurista inglés Saint Germans declara que la ley humana para ser justa debe inspirarse en el bien común (Dialogus de fundamento legis anglicae, cap. IV, ed, 1602, fol. 12).

Pienso que es justo decir que en el espíritu de los pensadores políticos de la Edad Media, la concepción del bien común, en calidad de piedra de toque de las formas legítimas de los gobiernos, es inseparable del principio de que el bien común se encuentra en el establecimiento de la justicia y en el derecho como expresión de esta justicia.


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