Gustav Radbruch


El fin del derecho


Primera edición cibernética, noviembre del 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Indice


Presentación, por Chantal López y Omar Cortés.


El fin del derecho, de Gustav Radbruch.








Presentación

La disertación que aquí presentamos, del afamado jurista Gustav Radbruch, corresponde a su intervención durante los trabajos del Tercer Congreso Internacional de Filosofía del Derecho y Sociología Jurídica, realizado en la ciudad de Roma en 1937.

Varios puntos de interés pueden destacarse de esta intervención, siendo uno de ellos el tratamiento que le da al tema de la seguridad, tema este por desgracia de actualidad en México. Igualmente el desarrollo que hace de los conceptos de justicia y bien común son de suyo sumamente atrayentes.

Si tomamos en cuenta tanto el periodo histórico como el lugar en el que se realizó ese Congreso, de inmediato comprenderemos la importancia de esta disertación. En efecto, la barbarie fascista encontrábase en su más álgido punto. El cinismo y la desfachatez del Duce Benito Mussolini, así como los actos teatrales de los juriconsultos fascistas, quienes en sus fanfarronadas no dudaron ni un segundo en ensabanarse a la usanza de los antiguos jurisconsultos romanos, para intentar con ello la recreación imperial, presentaban un marco angustioso del cual preveíase un final nada alagüeño.

Radbruch hace referencia a ese panorama vivencial exponiéndolo y argumentando al respecto. Critica de manera clara y contundente la simplista visión de las huestes fascistas que concebían el derecho como el conjunto de órdenes dictadas por el gran jefe, aunque para ello se haya visto obligado a citar al señor Del Vecchio, claro representante de la concepción fascista del derecho.

Aquella simplista y bárbara concepción encontrábase, sin embargo, fuertemente enraizada en el sentimiento de sectores y clases sociales que, en su frenética y absurda ansiedad, no paraban mientes adorando a su máximo lider, tras el cual buscaban desesperadamente ocultar sus demonios internos.

Si esa ansiedad de temor, generada por la incertidumbre del porvenir, conformó el ambiente en el que se encubaría el huevo de la serpiente, los órdenes jurídicos prevalecientes en Europa fueron, y esto siempre deberá de tenerse muy en cuenta, incapaces de frenar el desarrollo de esa locura masiva que finalmente conduciría a la Segunda Guerra Mundial.

La disertación de Radbruch puede servir, en la época contemporánea, como advertencia para prevenir la posibilidad de futuras locuras que quizá estén ya gestándose entre nosotros, y a las cuales no hemos prestado la atención debida.

Chantal López y Omar Cortés


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Cuatro viejos adagios hacen aparecer a nuestros ojos los principios supremos del derecho y al mismo tiempo las fuertes antinomías que reinan entre esos principios. He aquí el primero: Salus populi sprema lex est; pero ya un segundo adagio responde: iustitia fundamentum regnorum. ¡No es el bien común el fin supremo del derecho, sino la justicia! Esta justicia, sin embargo, es una justicia suprapositiva, y no es la justicia positiva o más exactamente la legalidad, la que contempla nuestro tercer adagio así concebido: fiat iustitia perent mundus; la inviolabilidad de la ley debe ser colocada por encima del mismo bien común. A lo cual, en fin, el cuarto adagio objeta: summum ius, summa iniuria; la estricta observación de la ley implica la injusticia más sublevante.

Así, el bien común, la justicia, la seguridad se revelan como los fines supremos del derecho. Estos fines no se encuentran sin embargo en una perfecta armonía, sino por el contrario, en un antagonismo muy acentuado.

Se está de acuerdo generalmente en decir que el derecho debe servir al bien común. Pero a la cuestión de saber lo que es preciso entender por bien común, las diferentes concepciones del mundo, las teorías del Estado y los programas de los partidos políticos, responden de una manera muy divergente.

Se puede definir el bien común confiriéndole un sentido específicamente social; es el bien de todos o, por lo menos, del mayor número de individuos posible, el bien de la mayoría, de la masa, pero el bien común puede también revestir un sentido orgánico: es el bien de una totalidad que esta representada por un Estado o por una raza, y que es más que el conjunto de individuos. Se puede, en fin, atribuir a esta noción el caracter de una institución; el bien común consiste entonces en la realización de valores impersonales que no responden ni solamente a los intereses de los individuos, ni a los de una totalidad cualquiera pero cuya importancia reside en ellos mismos; esta concepción del bien común encuentra los ejemplos más significativos en el arte y en la ciencia considerados bajo el ángulo de su valor propio.

Cualquiera que sea la definición que se adopte, es cierto que la noción del bien común se encuentra esencialmente opuesta a la idea que Del Vecchio ha formulado así: El derecho de un sólo hombre es tan sagrado como el de millones de hombres. La doctrina que permite al individuo defenderse contra la mayoría, aun contra la totalidad, y no ceder ante un interés, aun justificado en sí, es llamada liberalismo.

Ahora bien, la idea liberal encuentra su expresión en los dos otros fines que, fuera del bien común, el derecho debe servir: la justicia y la seguridad

He ahí los principios que velan sobre la igualdad y la libertad, intereses del individuo que están amenazados por la exageración de la idea del bien común.

Es verdad que no existe ninguna prueba absoluta de que el derecho esté llamado a proteger, fuera de los fines sociales, orgánicos o institucionales, los fines del orden liberal que acabamos de indicar. pero no exijamos prueba absoluta en el dominio moral. No es menos cierto que un orden basado únicamente sobre la idea del bien común y dejando a los individuos en la imposibilidad de defender sus intereses contra el bien común, no podría aspirar al nombre de Derecho; que las ciencias jurídicas perferían el sentido que se les ha atribuído hasta el presente; que se debería, en fin, renunciar a la explicación de numerosos fenómenos prácticos generalmente reconocidos, tales como la independencia de los tribunales, los derechos subjetivos públicos, el Estado de Derecho (Rechtsstaat).

He ahí el objeto de mi comunicación. Yo creo que en la hora en que vivimos, la importancia del problema no exige demostración. En todo el mundo, la tendencia de hoy es la de orientar el orden de la sociedad únicamente en el sentido de lo que se tiene por el bien común y de negar los principios autónomos de la justicia y de la seguridad. De esta manera, se destruye la idea misma del derecho.

Es la noción de justicia la que consideramos desde luego. Pero hagamos observar inmediatamente que no queremos hablar de esa noción muy amplia de la justicia que comprende todo lo que exigimos al derecho, y se identifica así con la noción del derecho ideal, sino que convocamos una noción particular de la justicia que no es más que un elemento que exigimos del derecho.

Esta noción de justicia ha sido determinada por Aristóteles de manera definitiva: justicia significa igualdad, no tratamiento igual de todos los hombres y de todos los hechos, sino aplicación de una medida igual. El tratamiento mismo será diferente en la medida en que difieren los hombres y los hechos; y habrá pues, no una igualdad de tratamiento absoluto, sino proporcional he ahí la iustitia distributiva de Aristóteles.

La iustitia conmutativa no es más que un caso de aplicación del principio de la iustitia distributiva: es la iustitia distributiva aplicada a hombres que se consideran como iguales. En efecto, no es sino procediendo así como se puede exigir la igualdad entre una prestación dada y su contrapartida, porque se elevaría a un hombre sobre otro si se le concediera más de lo que él mismo consiente en otorgar.

Si la iustitia conmutativa es pues la justicia aplicada a hombres cuyas desemejanzas efectivas son consideradas como no existentes, es preciso entender por equidad una justicia que tiene en cuenta en la medida de lo posible, la particularidad más individual del caso dado. Pero aun bajo esta forma, la más especializada, la justicia sigue siendo esencialmente la aplicación de una medida general. presupone, pues, hombres y hechos por lo menos comparables, y hace así abstracción de su más profunda individualidad; considera como iguales los hechos que difieren en realidad. A pesar de su carácter proporcional, la justicia exige que en derecho los hombres y los hechos agrupados según categorías más o menos vastas, sean tratados sobre un pie de igualdad, o lo que quiere decir la misma cosa, que las normas que regulan este tratamiento sean más o menos generales.

¿De dónde viene este alto valor atribuído al principio de igualdad, al carácter general de la norma del Derecho? Se ha dicho que este principio es debido a la necesidad de conciliar los múltiples sentimientos de celo -pero esto no explica la necesidad de justicia que experimentan las personas a una causa determinada. Se ha invocado el sentido estético para la simetría -pero esto no es suficiente para explicar esta fuerza explosiva y elemental que conocemos en el sentimiento de la justicia. Se ha sostenido, en fin, que el bien común exige la justicia -institia fundamentum regnorum- porque la injusticia turbaría el orden de la sociedad y entrañaría el peligro de la revolución. Pero se confunde la causa con el efecto; una cosa no es injusta porque provoque el desorden en la sociedad porque es injusta. En verdad, la justicia no puede ser considerada desde el punto de vista psicológico, sino como un sentimiento primordial que no es susceptible de ninguna explicación por fenómenos más generales; desde el punto de vista filosófico, debe ser clasificada entre los otros valores absolutos, tales como el bien, la verdad y la belleza.

Que no se pueda, sin embargo, deducir normas de derecho cabales del solo principio de la justicia, he allí lo que el ejemplo del derecho penal demostrará claramente.

La justicia se limita a exigir un castigo muy severo para el que es más culpable, y un castigo más indulgente para el que lo es menos. No dice, sin embargo, que el asesino es más culpable que el ladrón; presupone la existencia de una medida que permite fijar el grado de la culpabilidad, medida condicionada por la importancia más o menos grande del peligro al cual una acción criminal determinada expone al bien común. La justicia no dice, tampoco, cómo el culpable deberá ser castigado: ¿el asesino será atormentado en la rueda, el ladrón será colgado, o bien, es preciso condenar al primero a prisión perpétua y al segundo a prisión temporal? La justicia no puede indicar la condena sobre la base de un sistema de penas determinado: la naturaleza de las penas depende de la utilidad que representan para el bien común. La justicia establece pues, únicamente, la relación entre una pena determinada e incorporada a un sistema de penas dado, y un grado de culpabilidad determinado que emana de una noción de culpabilidad dada. A su vez, la noción de culpabilidad y el sistema de penas están sometidos a consideraciones del bien común. No es de una manera absoluta, sino relativa, como la justicia establece el carácter punible de una acción. pero también el hecho de que esta determinación relativa se cumpla por medio de una medida general (la noción de culpabilidad) y según una escala general que prevé los caracteres y las proporciones de las penas (el sistema de penas), es la obra de la justicia. ¡Así el ejemplo del derecho penal hace resaltar claramente la naturaleza de la justicia que es relativa por una parte, y general por la otra!

. La justicia, es pues, por esencia, la solución de conflictos.

El problema de la justicia, dice Georges Gurvitch, no se plantea sino cuando se admite la posibilidad de un conflicto entre valores morales equivalentes. La justicia supone esencialmente la existencia de conflictos; está llamada a armonizar las antinomias; en un orden de antemano armónico ... la justicia es inaplicable e inútil. En particular, la justicia no es conveniente en las relaciones entre la comunidad y el individuo si se declara imposible un conflicto entre el individuo y la comunidad por la razón de que se reconoce al bien común el predominio indiscutible sobre cada interés particular. Del Vecchio se ha levantado contra tales dogmas con una firmeza que no puede menos que alegrar:

Contentarse con negar a priori la oposición ... pretender, por ejemplo, que el Estado es la única realidad y que el individuo es absorvido por él o se identifica con él, no es un buen método. El Estado y el individuo son dos elementos que pertenecen a la realidad y que, aunque puedan y deban ser puestos de acuerdo y armonizados uno con otro, no pueden ser simplemente negados puesto que su existencia real es indudable. Pretender ... que uno u otro de estos elementos, porque sea irreal o idéntico al otro, no merece ser tomado en consideración, no nos hace avanzar un solo paso hacia la solución efectiva del problema.

La idea de la justicia presupone la posibilidad de una tensión entre la comunidad y el individuo, justamente porque ella se asigna la tarea de aliviarla. En este sentido contituye un contrapeso individualista liberal a la exageración de la idea superindividualista del bien común.

Este carácter relativo de la justicia no deja de influir sobre la noción del derecho que ella rige: todo derecho es solución de conflictos. Pero la noción del derecho participa también de la naturaleza general de la justicia; el derecho es la solución de conflictos en virtud de normas generales. Se podría probar esto por una deducción de la noción del derecho; pero por ahora es suficiente la prueba indirecta; la norma de derecho no podría distinguirse de otras normas, si no tendiera a la solución de conflictos y no poseyera un carácter general. Solamente a condición de considerar la norma de derecho como solución de conflictos, se la puede distinguir de una simple instrucción dirigida a un funcionario.

De la misma manera será preciso reconocerle un carácter general para distinguirla de la sentencia y del acto administrativo. Una orden destinada a servir únicamente al bien común deberá ser calificada como administración y no como derecho. Que sin embargo un fenómeno al cual la calificación de derecho no puede ser reconocida, no pierde por ello su justificación, he ahí lo que demuestran los ejemplos que acabamos de enunciar. En efecto, una medida tomada en relación a una persona determinada puede ser plenamente justificada como medida excepcional ... ¡Tal medida, sin embargo, no solamente debe renunciar a la calificación de derecho, sino que también está privada de todo lo patético e inefable que vibra en la palabra derecho y de toda la fuerza moral que de ella emana! Esto explica por qué, en todo tiempo, los partidos políticos llegados al poder han hecho de sus intereses particulares normas de derecho generales, procedimiento que debe traducirse necesariamente en la realidad, por efectos tangibles. ¡Que me sea permitido dar un ejemplo proporcionado por la historia!

La libertad, en su más amplia expresión, era una necesidad y una reivindicación de la burguesía ascendente. Esta reivindicación estaba apoyada sobre un derecho natural; era, en otros términos, una reivindicación en nombre del derecho. Por ello la burguesía no podía reivindicar la libertad únicamente para ella, sino que le era preciso exigirla de una manera general, y, por consecuencia, para todos.

Ahora bien, esta libertad reclamada y conquistada bajo la forma de un derecho, y por tanto bajo una forma general, llevaba en sí la libertad de coalición para la clase obrera, medio para esta última de la lucha contra la clase misma cuya necesidad de libertad se había realizado en la forma de derecho. En virtud de la forma del derecho que adoptan regularmente las reivindicaciones de orden político, los gobernantes no pueden imponer cargos a los gobernados sino cuando ellos mismos las asuman igualmente; por lo mismo no pueden ellos reivindicar ventajas sino cuando están dispuestos a concederlas a los gobernados. es cierto que este carácter general del derecho puede permanecer siendo una pura ficción; es el sentido de la ironía de Anatole France: La ley, en su majestuosa unidad, prohibe a los ricos como a los pobres mendigar en las calles, dormir bajo los puentes y robar el pan. Pero este carácter general puede ser también de una gran importancia práctica, como lo muestra nuestro ejemplo de la libertad de coalición. Así, un derecho de clase guarda, por su naturaleza de derecho, es decir, por su principio de generalidad y de igualdad, un cierto valor aun para la clase oprimida, para la minoría, y para los individuos débiles y aislados.

Resumamos: la justicia es un fin del derecho que debe ser bien diferenciado del bien común, y que se encuentra aún en una cierta contradicción con él. La justicia presupone la existencia de un conflicto mientras que la idea del bien común lo niega, o por lo menos, no le presta atención alguna. Así, la justicia exige que la idea del bien común soporte el ser puesta en balanza con los intereses justificados del individuo; contrariamente a la idea del bien común, ella tiene un carácter individualista-liberal. La justicia está caracterizada por los principios de la igualdad y de la generalidad, principios extraños a la idea del bien común.

La idea de la justicia influye, en fin, sobre la noción del derecho, que se revela como solución de conflictos en virtud de normas generales. La noción del derecho no puede ser deducida de la sola idea del bien común. Sin duda, la justicia es también esencial para el bien común: sigue siendo el fundamentum regnorum. Su valor, sin embargo, no resulta de ninguna manera de su utilidad para el bien común, sino que es precisamente por su naturaleza propia por lo que contribuye al bien común, no siendo diferente bajo este aspecto, de la ciencia y del arte, que no pueden servir al bien común sino cuando siguen libremente y sin ningún propósito deliberado del bien común sus propias leyes de verdad y de belleza. ¡Desde el momento en que se quiere comprender a la justicia en esta noción de bien común màs amplia, es preciso distinguirla en el acto en aquello que concierne a su valor propio, de una noción del bien común más restringida!

Obtendremos un resultado semejante en el examen de la seguridad, que abordamos desde luego. Se trata de definir inmediatamente la noción de seguridad.

Se puede concebir la seguridad de tres maneras. Se presenta desde luego como seguridad por el derecho: es la seguridad contra el homicidio y el robo, es la seguridad contra los peligros de la calle.

En este sentido , la seguridad es un elemento del bien común, y no tiene, por tanto, nada que ver con nuestra materia. Hay sin embargo, entre esta noción de seguridad y aquella que vamos a contemplar, afinidades muy estrechas.

En efecto, la seguridad por el derecho presupone que el derecho mismo sea una certeza.

Así, nuestra segunda definición entiende por seguridad la certidumbre del derecho que exige la perceptibilidad cierta de la norma de derecho, la prueba, cierta de los hechos de que depende su aplicación y la ejecución cierta de lo que ha sido reconocido como derecho.

La certeza de que aquí se trata, es la del contenido del derecho en vigor; otra cosa es la validez misma del derecho. Pero esta certeza sería ilusoria si, en no importa qué momento, el legislador pudiera abolir el derecho. Por eso la certeza del derecho en vigor tiene necesidad de ser completada por una cierta seguridad contra las modificaciones, es decir, por la existencia de un aparato legislativo previsto de ciertas precauciones, destinadas a poner obstáculo a las modificaciones -los recuerda el sistema de la separación de poderes y de la prescripción de ciertos procedimientos tendientes a hacer más difíciles las modificaciones a la Constitución.

Es cierto que nuestra tercera definición de la seguridad no es aplicada generalmente al derecho objetivo sino al derecho subjetivo, en donde es calificada de principio de los derechos adquiridos, pero este principio conservador, aun reaccionario, no tiene ninguna relación con nuestra materia. No hemos de ocuparnos de este principio sino en tanto que él se orienta a evitar así la incertidumbre del derecho en vigor; es decir, la seguridad con las modificaciones del derecho arbitrarias y efectuadas en todo momento, o bien, y como ya hemos dicho, una cierta seguridad contra las modificaciones. Que sea preciso hacer una distinción entre la seguridad y el bien común, al cual la seguridad se encuentra frecuente y nítidamente opuesta, no hay necesidad de explicarlo largamente: a menudo lo que en interés de la seguridad es summum jus, bajo el ángulo del bien común, es summa injuria.

Es precisamente la seguridad la que a veces, hace que las leyes y el derecho se trasmitan como un mal eterno. Existen, por otra parte, relaciones estrechas entre la seguridad y la justicia, que llegan hasta encontrarse y confundirse. La seguridad exige la misma generalidad de las normas que caracteriza a la justicia: porque sólo una norma general es capaz de regular con anterioridad los hechos por venir, establece un derecho futuro cierto. Por el contrario, un derecho incierto es al mismo tiempo injusto, porque no puede asegurar para el porvenir un trato igual de hechos iguales. En este sentido, se puede circunscribir la idea de la seguridad, como la igualdad ante la ley.

Así, lord Bacon podìa ya decir: Legis tantum interest sit certa sit ut absque hoc nec justa ese possit. Con la justicia, la seguridad comparte también el carácter individualista-liberal. No existe en interés del derecho del individuo como seguridad contra los actos arbitrarios, y, en ese sentido, como libertad del individuo.

Por contra, la seguridad no es un valor absoluto primordial como la justicia. Por fuerte que sea la tensión entre la seguridad y el bien común tomado en su sentido restringido, el valor de la seguridad resulta, sin embargo, de su utilidad para el bien común tomado en un sentido más amplio.

Esta utilidad para el bien común ha sido subrayada de la manera más impresionante por Jeremías Bentham, quien es, con Ludwig Knapp, muy recientemente sacado del olvido por Luigi Sacco, el más grande panegirista de la seguridad. Bentham reconocía en la seguridad el signo decisivo de la civilización, la marca distintiva entre la vida de los hombres y la de los animales. Es ella la que nos permite formar proyectos para el porvenir, trabajar y hacer economías; es ella sola la que hace que nuestra vida no se disuelva en una multitud de momentos particulares sino que esté asegurada de una continuidad. Es la seguridad la que con nuestra vida presente y nuestra vida futura por un lazo de prudencia y de privisión, y perpetúa nuestra existencia en las generaciones que nos siguen.

No tengo para qué insistir sobre el hecho de que en todas partes del mundo, estamos muy lejos ahora de este entusiasmo patético de Bentham. Fue desde luego, la escuela del derecho libre (Freirechtliche Schule) la que mostró que la certeza preestablecida de la decisión judicial no existía en la medida en que se suponía generalmente, sino que por el contrario, lo más común no era la ley la que determinaba la decisión del juez, sino la concepción personal de éste en atención a un caso dado. De esta manera esta escuela alentó al juez a entregarse a una jurisprudencia creadora, imposible de prever. Pero el legislador mismo tendía a ampliar la libertad de decisión dejada al juez y, por tanto, la posibilidad de decisiones imprevistas. Calificándolo de huída en las cláusulas generales (Flucht in die Generalklauseln) se ha hecho entrar recientemenete a este fenómeno en la conducta general. Sirviéndose de las fórmulas más variadas, se abandona así la decisión de ciertas cuestiones de derecho a la apreciación personal del juez, y esto en todos los dominios del derecho, aun en aquel en el que reinaba hasta el presente la legalidad más rígida: el derecho penal, en donde el bastión más sólido de la seguridad fue sacrificado; la prohibición de determinar por medio de una analogía el carácter punible de una acción. También carece de voz para alentar hasta la creación de derecho contra legem simpre que a consecuencia de cambios políticos, se encuentra que una norma de derecho es contraria al espíritu del nuevo régimen. En los Estados donde los obstáculos ordinarios de la vía legislativa están descartados por el hecho de la unidad del poder legislativo y del poder ejecutivo, suge el peligro de una modificación demasiado rápida del derecho a la cual se ha recurrido aun en casos particulares y para el reglamento de éstos.

¿Cuál es la razón de esta depreciación de la idea de seguridad? De 1871 a 1914, hemos asistido a una época de estabilidad social de una duración tal que la historia del mundo jamás había conocido nada semejante. La época capitalista producía la seguridad que necesitaba: Max Weber ha demostrado claramente que un Estado y un derecho racional eran necesarios al capitalismo y que éste se los creó. Por esta misma época Jakob Burkhardt podía decir que toda nuestra moral actual estaba orientada esencialmente hacia la seguridad, y que en otros términos, las más fuertes resoluciones de defender su hogar, se ahorraban al individuo. La seguridad exige como condición previa de todo bienestar, la subordinación de lo arbitrario a un derecho protegido por la policía, el trato de todas las cuestiones de propiedad según una medida establecida de manera objetiva, y la más grande seguridad de los negocios y del comercio.

Pero Burkhardt deja ya entrever una cierta duda en lo que concierne al valor de esta seguridad burguesa cuando dice que esta seguridad faltaba en una medida considerable en muchas épocas que, sin embargo, proyectan un espledor eterno y conservarán hasta el fin de los días, un lugar eminente en la historia de la humanidad. Los atenienses han debido conocer un sentimiento de su existencia que ninguna seguridad del mundo podrá igualar.

Esta seguridad de la vida pesaba de una manera aún más angustiosa sobre la juventud de la época de que hablamos. A título documental, me permito leeros un pasaje que, joven todavía, escribí en 1910 en la primera edición de mi libro Einführung in die Rechtswissenschaft:

Podemos considerar nosotros la ciencia y el derecho, la ley de la naturaleza y la norma, como una actualización grandiosa destinada a desterrar del mundo el azar y lo imprevisto. ¿Pero si ellos triunfaran verdaderamente llegando a permitirnos preverlo todo en la vida, esta vida valdría aún ser vivida? ¿No es precisamente el azar, lo imprevisto y lo inesperado, la sorpresa y la decepción, la dulce pena del ritardando y el peligro apasionante del accelerando, lo que forma la música seductora gracias a la cual amamos la vida? ¿Qué llegaría a ser la vida si no esperáramos más el milagro? ¡Lo mismo el hombre que no está enteramente absorto por el curso cotidiano de la vida, preferirá siempre, a la certidumbre de la felicidad, la felicidad de la incertidumbre! Esta bien que el derecho esté aun muy lejos de haber dominado lo incierto, un número siempre creciente de seres más finos que los otros sufren, ya ahora, la triste regularidad de nuestra vida burguesa: francamente, ¿cuántos hombres podría uno encontrar en cuyas cunas se podría ya establecer el esquema de su oración fúnebre? Por eso el instinto aventurero de querer mantenerse solo contra el peligro, el deseo de Fausto de querer hacer de su ego el ego del mundo, el gozo romántico de la riqueza y de la variedad salvaje de la existencia, se revuelven contra la regla y el orden del derecho. Son arrastrados consciente o inconscientemente hacia un anarquismo sentimental. He ahí los ecos asaz débiles, es verdad, de aquel vivir peligrosamente preconizado por Nietzsche.

Después de eso, aquellos deseos se han realizado con abundancia. Desde 1914, durante la guerra mundial, y en virtud de las repercusiones que ella entrañó, hemos gozado casi sin interrupción de esa felicidad de vivir peligrosamente. ¿Es nuestra época, o puede ser nuestra edad solamente, la que nos ayude a comprender mejor la frase frívola de Montesquieu: Felíz el pueblo cuya historia es aburrida? No hace falta ser profeta para predecir que el deseo de la seguridad, y en particular, de aquella que hemos exigido para el derecho, será de más en más perceptible y de más en más ardiente.

El valor más grande que se comienza a atribuir de nuevo a la seguridad, está atestiguado por el hecho de que aun las concepciones del derecho inspiradas únicamente en la idea del bien común, postulan el principio de la seguridad, y aun en los Estados autoritarios, este principio ha sido invocado como base de la comunidad popular. La ley, se dice, es la voluntad escrita del Jefe del Estado; las infracciones a la ley, se presentan como una violación del deber de fidelidad hacia el Jefe, y deben ser consideradas, por consecuencia, como contrarias al derecho y a la comunidad.

Esta manera de fundar la seguridad sobre la obediencia al Jefe del Estado, esta estrechamente ligada a la orientación del derecho hacia el solo principio del bien común; sí, en efecto, una multitud de hombres colaboran al bien común, es la orden del jefe la que debe decidir, a fin de evitar que los hombres actúen unos contra otros.

Pero hacer de la noción de la seguridad una consecuencia del principio autoritario y del principio del bien común, no concuerda con ciertos fenómenos del derecho a los cuales sin embargo no se quiere renunciar.

Si el derecho no fuera otra cosa que la orden del Jefe, no se sabría explicar ni el hecho de que esté el Jefe, también él, ligado por el derecho, es decir, el Estado de derecho, ni los derechos públicos subjetivos.

En efecto, estos fenómenos no pueden explicarse en cuanto a la forma, sino por la naturaleza positivista de la idea de la seguridad; y, en cuanto al fondo, por la naturaleza individualista de la idea de la justicia.

También la independencia de los tribunales sería incomprensible si el derecho no fuera otra cosa que la orden de un Jefe, intimada en interés del bien común; sí, en otros términos, el derecho no estuviera sometido a una idea propia, desnuda de las consideraciones de puro utilitarismo y de obediencia.

La independencia de los tribunales no es otra cosa que el principio de la libertad de la ciencia, aplicada a las ciencias jurídicas prácticas. El pensamiento jurídico no es un pensamiento puramente utilitario, sometido a las consideraciones del bien común, porque sin esto, no podría ser distinguido de la ciencia polìtica y de la ciencia administrativa.

El pensamiento jurídico se inspira en primer lugar en los principios de legalidad y de justicia, es decir de la igualdad y de la generalidad, las disposiciones positivas de la ley, prescritas en interés de la seguridad.

No tengo para qué insistir sobre el papel importante que está llamado a desempeñar en este cuadro, la consideración utilitaria; es un gran mérito de las escuelas jurídicas modernas haberlo puesto a la luz. Muy al contrario, ha llegado la hora de decir con firmeza que las consideraciones utilitarias deben limitarse estrictamente al cuadro trazado por los principios de legalidad y de justicia.

Como el Estado de derecho y los derechos públicos subjetivos, como la independencia de los tribunales y la naturaleza propia de la ciencia jurídica, la noción del derecho entraña también las ideas de justicia y la seguridad. Si la idea de la justicia caracteriza al derecho como solución de conflictos en virtud de normas generales, la seguridad agrega a esta noción del derecho un nuevo elemento positivo.

Sí, en su bello libro A la sombra de mañana (Im Schatten von Morgen, 1835, página 32), Huizinga dice que todo aquello que lleva el nombre de derecho resulta de la necesidad de seguridad, nosotros podemos adoptar esta frase bajo la forma siguiente: De la necesidad de seguridad del derecho, resulta todo aquello que lleva el nombre de derecho positivo.

Así, los principios de justicia y de seguridad se encuentran anclados al lado de la idea supraindividualista del bien común, como elementos individualistas de la idea del derecho. No se encuentran anclados de una manera más sólida, pero ciertamente tan sólida como las nociones del Estado de derecho, de los derechos subjetivos públicos, de la independencia de los tribunales, de la naturaleza propia de las ciencias jurídicas y, en fin, de la noción del derecho a secas, o sea, de una manera suficientemente sólida.

Que los Estados autoritarios mismos no quiren abandonar estos valores, ha sido confirmado claramente por Del Vecchio, a quien citamos una vez más: La sovranitá della lege, e l´aguaglianza dei cittadinni dinanzi ad essa, rimangono i cardini cello state fascista; il quale é perció, e vuol essere, Stato di diritto (La soberanía de la ley y la igualdad de los ciudadanos frente a ella, siguen siendo los puntos cardinales en el Estado fascista, el cual es por ello, y quiere ser, Estado de derecho).

También y sobre todo, la libertad pertenecería a la naturaleza de este último. Se comprendería (según Del Vecchio) aún mejor que como se ha comprendido jamás en el pasado, que la vida de la Nación y la del individuo se penetran una y otra.

El bien común, la justicia y la seguridad, ejercen un condominum sobre el derecho, no en una perfecta armonía, sino en una antimonia viviente. La preeminencia de uno u otro de estos valores frente a otros, no puede ser determinada por una norma superior -tal norma no existe-, sino únicamente por la decisión responsable de la época.

El Estado de policía atribuía la preeminencia al bien común, el derecho natural a la justicia, y el positivismo a la seguridad. El Estado autoritario inaugura la nueva evolución haciendo pasar de nuevo el bien común al primer plano; pero la historia nos enseña que el contragolpe dialéctico no dejará de producirse, y que nuevas épocas, al lado del bien común reconocerán a la justicia y a la seguridad un valor más grande que el que les atribuye el tiempo presente. Justitia omnium est domina et regina virtutum.


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