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EL FEDERALISTA

Número 9



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Una firme unión será inestimable para la paz y la libertad de los Estados, como barrera contra los bandos domésticos y las insurrecciones. Es imposible leer la historia de las pequeñas Repúblicas griegas o italianas sin sentirse asqueado y horrorizado ante las perturbaciones que las agitaban de continuo, y ante la rápida sucesión de revoluciones que las mantenían en un estado de perpetua oscilación entre los extremos de la tiranía y la anarquía. Los períodos ocasionales de tranquilidad que ofrecen, sólo sirven de fugaz contraste a las violentas tormentas que seguirán. Contemplamos los intervalos de ventura que de vez en cuando se presentan, con cierta pesadumbre, debido a la reflexión de que las escenas agradables pronto serán borradas por las tempestuosas olas de la sedición y del frenesí de los partidos. Si algunos rayos de gloria disipan momentáneamente la penumbra, deslumbrándonos con sus transitorios y efímeros resplandores, también nos mueven a lamentar que los vicios del gobierno torcieran la dirección y empañaran el lustre de los esclarecidos talentos y las espléndidas dotes por los que goza de una celebridad tan merecida el suelo que los produjo.

Los abogados del despotismo han aprovechado los desórdenes que deshonran los anales de estas Repúblicas, para extraer argumentos, no sólo contra las formas republicanas de gobierno, sino contra los principios mismos de la libertad civil. Han vituperado el gobierno libre como incompatible con el orden social y se han entregado a un júbilo malicioso y triunfante frente a sus amigos y partidarios. Por suerte para el género humano, hay admirables edificios construidos sobre los cimientos de la libertad, que floreciendo a través de los siglos -escasos pero gloriosos ejemplos- refutan sus sombríos sofismas. Y yo confío en que América será la amplia y sólida base de otros edificios, no menos espléndidos, llamados también a subsistir como recuerdo permanente de esos errores.

Pero tampoco puede negarse a los retratos de gobiernos republicanos que ellos trazaron, una exacta semejanza con los originales. Si hubiera resultado imposible perfeccionar la estructura de aquellos modelos, los amigos inteligentes de la libertad se habrían visto forzados a abandonar la causa de esa especie de gobierno como indefendible. Pero la ciencia política, como casi todas las ciencias, ha progresado mucho, y ahora se comprende perfectamente la eficacia de ciertos principios que los antiguos no conocían o de los que tenían una idea imperfecta. La distribución ordenada del poder en distintos departamentos; la introducción de frenos y contrapesos legislativos; la institución de tribunales integrados por jueces que conservarán su cargo mientras observen buena conducta; la representación del pueblo en la legislatura por medio de diputados de su elección; todos éstos son descubrimientos modernos o que se han perfeccionado principalmente en los tiempos modernos. Son otros tantos medios, medios poderosos, para conservar las sobresalientes ventajas del gobierno republicano y aminorar o evitar sus imperfecciones. Yo añadiría a este catálogo de circunstancias que tienden a mejorar los sistemas populares de gobierno civil, por muy nueva que parezca a algunos la adición, una más, de acuerdo con un principio en que se ha fundado una objeción contra la nueva Constitución: me refiero a la ampliación de la órbita en la que esos sistemas han de desenvolverse, ya sea respecto a las dimensiones de un solo Estado o a la consolidación de varios más pequeños en una gran Confederación. Esta última es la que concierne directamente a la cuestión que examinamos, a pesar de lo cual será provechoso examinar la aplicación del principio a un solo Estado, como lo haremos en otra ocasión.

La utilidad de una Confederación para suprimir los bandos y conservar la tranquilidad interna de los Estados, así como para aumentar su fuerza externa y seguridad en el exterior, no es una idea nueva en realidad. Se ha practicado en diferentes épocas y países y ha recibido la aprobación de los escritores más estimados en cuestiones políticas. Los que se oponen al plan propuesto, han citado repetidamente y hecho circular las observaciones de Montesquieu sobre la necesidad de un territorio reducido para que pueda existir el gobierno republicano. Pero parece que no tuvieron en cuenta los sentimientos expresados por ese gran hombre en otro lugar de su obra, ni advirtieron las consecuencias del principio que suscriben con tanta facilidad.

Cuando Montesquieu aconseja que las Repúblicas sean de poca extensión, pensaba en ejemplos de dimensiones mucho más reducidas que las de cualquiera de estos Estados. Ni Virginia, Massachusetts, Pensilvania, Nueva York, Carolina del Norte o Georgia, pueden compararse ni de lejos con los modelos en vista de los cuales razonaba y a que se aplican sus descripciones. Si, pues, tomamos sus ideas sobre este punto como criterio verdadero, nos veremos en la alternativa de refugiarnos inmediatamente en brazos del régimen monárquico o de dividirnos en una infinidad de pequeños, celosos, antagónicos y turbulentos Estados, tristes semilleros de continua discordia, y objetos miserables de la compasión o el desdén universales. Algunos escritores que han sostenido el otro lado de la cuestión parecen haber advertido este dilema; y han llegado a la audacia de sugerir la división de los Estados más grandes. Tan ciega política y tan desesperado expediente es posible que al multiplicar los pequeños puestos respondan a las miras de los hombres incapaces de extender su influencia más allá de los estrechos círculos de la intriga personal, pero nunca favorecerán la grandeza o la dicha del pueblo americano.

Aplazando para otra ocasión el examen del principio en sí, según ya se dijo, será suficiente señalar en este lugar que según el autor citado con tanto énfasis, sólo aconsejaría reducir en extensión a los miembros más considerables de la Unión, pero no se opone a que comprenda a todos un solo gobierno confederado. Y ése es el verdadero problema, cuya discusión nos interesa ahora.

Tan lejos se hallan las observaciones de Montesquieu de oponerse a la Unión general de los Estados, que se ocupa explícitamente de la República confederada como medio de extender la esfera del gobierno popular, y de conciliar las ventajas de la monarquía con las de la República.

Es muy probable -dice (1)- que la humanidad se habría visto finalmente obligada a vivir siempre sometida al gobierno de una sola persona, de no haber inventado una especie de Constitución que tiene todas las ventajas internas del gobierno republicano junto a la fuerza externa del monárquico. Me refiero a la República confederada.

Esta forma de gobierno es una convención por la cual varios pequeños Estados acceden a ser miembros de uno mayor, que se proponen formar. Es una reunión de varias sociedades para formar una nueva, susceptible de ampliarse por medio de nuevas asociaciones, hasta conseguir el grado de poder necesario para defender la seguridad de ese cuerpo unido.

Una República de esta índole, capaz de resistir a una fuerza externa, puede sostenerse sin corrupciones internas. La forma de esta sociedad evita toda clase de inconvenientes.

Si un individuo intentare usurpar la autoridad suprema, no es fácil que tuviera igual crédito e influencia en todos los Estados de la confederación. De tener gran influencia sobre uno, alarmaría al resto. Y si consiguiere someter a una parte, la que aún quedase libre podría oponérsele con fuerzas independientes de las usurpadas, aplastándolo antes de que consolidara la usurpación.

Si una insurrección popular estallase en uno de los Estados, los otros podrían sofocarla. Si surgieran abusos en una de las partes, serían subsanados por las que quedan sanas. Este Estado puede ser destruido en una parte y no en las otras; la Confederación puede ser disuelta y los confederados conservar su soberanía.

Como este gobierno se compone de pequeñas Repúblicas, disfruta de la dicha interna de cada una; y respecto a su situación externa, posee, gracias a la asociación, todas las ventajas de las grandes monarquías.

He creído oportuno citar completos estos interesantes pasajes, porque resumen de manera luminosa los principales argumentos a favor de la Unión, y deben disipar en forma efectiva las falsas impresiones que pudiera causar la mala aplicación de otros pasajes de la obra. Además, están en íntima relación con el objeto más inmediato de este artículo, que es demostrar la tendencia de la Unión a reprimir las facciones y rebeliones domésticas.

Una distinción, más sutil que exacta, ha sido suscitada entre la Confederación y la consolidación de los Estados. Se dice que la característica esencial de la primera reside en que su autoridad se limita a los miembros en su condición colectiva, sin que alcance a los individuos que los componen. Se pretende que el consejo nacional no debe tener que ver con asunto alguno de administración interna. Se ha insistido también en la igualdad de sufragio para todos los miembros como rasgo esencial del gobierno confederado. Estos puntos de vista, en su mayor parte, son arbitrarios; no hay precedentes ni principios que los apoyen. Es verdad que en la práctica, los gobiernos de esta clase han funcionado generalmente en la forma que la distinción de que hablamos supone inherente a su naturaleza; pero en los más altos de ellos ha habido amplias excepciones a esa práctica, con lo que nos prueban, en cuanto pueden hacerlo los ejemplos, que no existe una regla absoluta respecto a ese particular. Y se demostrara claramente, a lo largo de nuestra investigación, que cuando el principio en que se insiste ha prevalecido, fue para causar incurables desórdenes e ineptitudes en el gobierno.

Se puede definir a la República confederada sencillamente como una reunión de sociedades o como la asociación de dos o más Estados en uno solo. La amplitud, modalidades y objetos de la autoridad federal, son puramente discrecionales. Mientras subsista la organización separada de cada uno de los miembros; mientras exista, por necesidad constitucional, para fines locales, aunque se encuentre perfectamente subordinada a la autoridad general de la unión, seguirá siendo, tanto de hecho como en teoría una asociación de Estados o sea una confederación. La Constitución propuesta, lejos de significar la abolición de los gobiernos de los Estados, los convierte en partes constituyentes de la soberanía nacional, permitiéndoles estar representados directamente en el Senado, y los deja en posesión de ciertas partes exclusivas e importantísimas del poder soberano. Esto corresponde por completo con la noción del gobierno federal, y con todas las de notaciones racionales de esos términos.

En la confederación licia, que estaba constituida por veintitrés ciudades o Repúblicas, las mayores tenían derecho a tres votos en el Consejo común, las medianas tenían dos, y las más pequeñas, uno. El Consejo común nombraba a todos los jueces y magistrados de las ciudades respectivas, lo que constituía seguramente el género más delicado de intervención en la administración interna, pues si hay algo que parece corresponder exclusivamente a las jurisdicciones locales, es el nombramiento de sus propios funcionarios. Sin embargo, al hablar Montesquieu de esta asociación dice:

Si quisiera ofrecer el modelo de una excelente República Confederada, citaría a la de Licia.

Con esto comprendemos que el ilustrado jurisconsulto no pensó en las distinciones en que se hace hincapié; y esto nos obliga a concluir que se trata de flamantes sutilezas de una teoría errónea.

PUBLIO

(Se considera a Alexander Hamilton como autor de este escrito)




Notas

(1) Espíritu de las Leyes, vol. 1, libro IX, cap. I.- PUBLIO.
Véase: Montesquieu, Del Espíritu de las leyes, Primera edición cibernética, marzo del 2006, Biblioteca Virtual Antorcha, Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés, Libro IX.

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