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EL FEDERALISTA

Número 60



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Hemos visto que un poder absoluto sobre las elecciones del gobierno federal no puede entregarse sin peligro a las legislaturas de los Estados. Veamos ahora qué es lo que se arriesga con la solución contraria, eso es, al confiar a la Unión misma el derecho de regular sus propias elecciones. No se ha pretendido que este derecho sería utilizado para excluir a algún Estado de la parte de representación que le corresponde, ya que, al menos en este caso, el interés de todos constituye una seguridad común. Pero se dice que puede ser empleado con el fin de provocar la elección de cierto tipo preferido de hombres en perjuicio de otros, restringiendo los lugares donde se celebre la elección a determinados distritos, e imposibilitando el que todos los ciudadanos participen en la votación. Esta suposición es, sin duda, la más quimérica de todas. Por una parte, ningún cálculo racional de probabilidades nos induce a suponer que la inclinación revelada por tan extraña y violenta conducta pueda jamas introducirse en las asambleas nacionales; por la otra, puede concluirse con toda seguridad que si un espíritu tan irregular alguna vez se infiltrará en ellas, se manifestaría de un modo muy dIstinto y mucho más enérgico.

Lo improbable del intento queda confinrmado con una sola reflexión, la de que no podría jamás producirse sin causar la inmediata sublevación de la masa popular, encabezada y dirigida por los gobiernos de los Estados. No es difícil concebir que este derecho, tan característico de la libertad, pueda, en ciertas épocas turbulentas e inquietas, ser violado respecto de una clase determinada de ciudadanos por una mayoría tiránica y victoriosa; pero que un privilegio tan fundamental pueda ser usurpado en perjuicio de la mayoría del pueblo, en un país de la situación e ilustración del nuestro, por el deliberado designio del gobierno, sin provocar una revolución general, es tan inconcebible como increíble.

A más de esta reflexión general, existen otras más concretas, que disipan cualquier temor respecto a este asunto. La diversidad de los elementos componentes del gobierno nacional y, sobre todo, del modo como se les pondrá en movimiento en sus distintas ramas, ha de constituir un potente obstáculo para que pongan sus opiniones de acuerdo quienes tramen elecciones poco rectas. Hay bastantes diferencias en el estado de propiedad, el carácter y las costumbres del pueblo que habita las distintas partes de la Unión, para producir también en sus representantes una sustancial diferencia de disposiciones respecto a los diversos rangos y categorías de la sociedad. Y aunque un estrecho intercambio bajo los auspicios del mismo gobierno provocará en ciertos aspectos una asimilación gradual, hay causas tanto físicas como morales que han de nutrir permanentemente, en mayor o menor grado, distintas tendencias e inclinaciones. Pero la circunstancia que verosímilmente tendrá mayor influencia en esta cuestión reside en las diferentes maneras de constituir a las varias partes que integran el gobierno. La Cámara de Representantes habrá de ser elegida directamente por el pueblo, el Senado por las legislaturas de los Estados, el Presidente por los electores designados por el pueblo con este fin y, por lo tanto, habrá pocas probabilidades de que un interés común ligue a tan distintos sectores en una preferencia a favor de una clase especial de electores.

En lo que se refiere al Senado, es imposible que una regulación sobre las épocas y el modo, que es todo lo que se propone que se deje a la decision del gobierno nacional con relación a ese cuerpo, pueda afectar el espíritu que presidirá la selección de sus miembros. Sobre el sentido colectivo de las legislaturas de los Estados nunca podrá influir esa índole de circunstancias extrañas, y esta consideración debe bastar por sí sola para convencernos de que nunca se ensayará la discriminación que se teme. ¿Qué atractivo posible presentaría para el Senado el conformarse con una preferencia en la que no estaría inclinado? ¿O con qué fin se establecería dicha preferencia con relación a una rama de la legislatura, si no sería posible extenderla a la otra? En este caso, la composición de una contrarrestaría la de la otra. Y no podemos suponer que abarcaría las designaciones para el Senado, si no suponemos asimismo la cooperación voluntaria de las legislaturas de los Estados. Si hacemos efectivamente esta última suposición, entonces carece de importancia el lugar en que este poder se halle situado: si en las manos de aquéllos o en las de la Unión.

¿Pero cuál ha de ser el fin de esta caprichosa parcialidad en las asambleas nacionales? ¿Ha de ejercerse entre los diferentes departamentos de la industria, entre las distintas clases de propiedad o entre los diversos grados de esta? ¿Se inclinara a favor de los intereses territoriales, de los intereses de los acaudalados, de los comerciantes o de los industriales? ¿O bien, hablando en el elegante lenguaje de los adversarios de la Constitución, favorecerá el encumbramiento de los opulentos y biennacidos, excluyendo y rebajando al resto de la sociedad?

Si esta parcialidad ha de ejercerse a favor de los comprendidos en una clase determinada de la propiedad o de la industria, supongo que se aceptará sin dificultad que los comerciantes y los terratenientes competirán por conseguirla. Y no vacilo en afirmar que es mucho menos probable el que cualquiera de estos sectores imponga su ascendiente sobre las asambleas nacionales, que el que cualquiera de ellos predomine en todas las asambleas locales. De esto se deduce que una conducta dirigida a conceder a alguno de ellos una preferencia indebida es menos de temer por parte de las primeras que de las segundas.

Los Estados se dedican con distinta intensidad a la agricultura y al comercio. En casi todos, si no en todos ellos, la agricultura prevalece. Sin embargo, en unos pocos el comercio comparte ese dominio y en la mayoría ejerce una influencia considerable. En proporción al predominio de cada una de estas actividades, se constituirá la representación nacional; y como ésta será el resultado de muchos más intereses y en proporciones mucho más variables que en los Estados, estará bastante menos expuesta que la representación de un Estado aislado a defender una u otra con una parcialidad decidida.

En un país constituido en su mayor parte por agricultores y donde está en vigor la igualdad representativa, los intereses agrarios deben preponderar, en términos generales, en el gobierno. Mientras este interés predomine en la mayoría de las legislaturas de los Estados, también mantendrá la misma superioridad en el Senado nacional, el que generalmente ha de ser una copia fiel de las mayorías de esas asambleas. No puede suponerse, por lo tanto, que esta rama de la legislatura federal se dedique de preferencia a sacrificar la clase agraria a la clase mercantil. Al aplicar de este modo al Senado una observación general sugerida por la situación del país, me guía la consideración de que los crédulos devotos del poder estatal no pueden, mientras se funden en sus propios principios, sospechar que las legislaturas de los Estados podrían ser desviadas de sus deberes por cualquier influencIa externa. Pero en realidad la misma situación debe producir el mismo efecto, al menos sobre la composición primitiva de la Cámara Federal de Representantes; una preferencia indebida a favorecer la clase mercantil es tan inverosimil en esta entidad como en la citada anteriormente.

Tal vez con el objeto de encontrar apoyo a cualquier precio a esta objeción, se nos pregunte si no existe el peligro de que el gobierno nacional manifieste la predisposición opuesta, inclinándose a tratar de asegurarle a la clase de los propietarios rurales el monopolio de la administración federal. Como es poco probable que esta suposición asuste a los que se verían inmediatamente perjudicados por ella, no es necesario contestarla detenidamente. Bastará con observar, primero, que, por razones ya indicadas en otro sitio, es menos verosímil que prevalezca cualquier clase de parcialidad en las asambleas de la Unión que en las de sus miembros. Segundo, que no habría ningún aliciente para violar la Constitución en favor de la clase terrateniente, porque esa clase, por el curso natural de las cosas, gozaría de toda la preponderancia que pueda apetecer. Y tercero, que los hombres acostUmbrados a investigar los orígenes de la prosperidad pública en gran escala están demasiado convencidos de la utilidad del comercio para sentirse dispuestos a infligirle la profunda herida que ha de resultar si se excluye a los que mejor comprenden sus intereses de la parte que les toca en su manejo. La importancia del comercio, tan sólo desde el punto de vista de los ingresos, ha de preservado eficazmente de la enemistad de un cuerpo que se vería continuamente importUnado en su favor por las apremiantes demandas de la necesidad pública.

Me declaro partidario de la brevedad al discutir la probabilidad de una preferencia fundada en una discriminación entre las diferentes clases de industria y la propiedad porque, hasta donde entiendo la idea de los contradictores, ellos se refieren a una distinción de otra especie. Parece que piensan que serán objeto de las preferencias con que tratan de alarmarnos aquellos a quienes designan con la expresión de opulentos y biennacidos. Según parece, estas personas serán exaltadas de manera odiosa sobre el resto de sus conciudadanos. A veces, sin embargo, esa exaltación será la consecuencia forzosa de lo reducido del cuerpo representativo; otras veces, será producida privando al pueblo en general de la oportunidad de hacer uso de su derecho de sufragio para elegir a ese cuerpo.

¿Pero de acuerdo con qué principio va a hacerse la selección de los centros electorales, con el fin de realizar los propósitos de esta meditada preferencia? ¿Acaso los ricos y biennacidos, como se les llama, únicamente se encuentran en determinados lugares de cada Estado? ¿Es que han apartado en ellos, como consecuencia de un instinto o previsión milagrosos, un punto común de residencia? ¿Sólo los hemos de hallar en las poblaciones o ciudades? ¿O están, por el contrario, diseminados por toda la superficie del país, conforme al modo como la codicia o la suerte conformo su destino o el de sus antecesores? Si este último caso es el verdadero (como lo sabe todo hombre inteligente) (1), ¿no resulta evidente que la política de limitar los lugares de elección a distritos especiales sería tan subversiva para sus propios fines como censurable bajo cualquier otro aspecto? La verdad es que no existe método alguno de asegurar a los ricos esa temida preferencia, como no sea estableciendo condiciones de carácter económico aplicables a quienes eligen o a los elegibles. Pero el poder conferido al gobierno nacional no comprende estos puntos. Su autoridad se reduciría expresamente a la reglamentación del lugar, el tiempo y el modo de hacer las elecciones. Los requisitos que deben poseer los electores y los elegidos, como ya observé en otra ocasión, están definidos y fijados en la Constitución y no pueden ser alterados por la legislatura.

Admitamos, sin embargo, en pro de la discusión, que el expediente sugerido pudiera triunfar, y admitamos también que los gobernantes nacionales dejasen a un lado todos los escrúpulos que el sentimiento del deber o el peligro del experimento pudieran inspirarles; así y todo, pienso que es dificil suponer que puedan tener esperanzas de poner en práctica semejante empresa sin el auxilio de una fuerza militar suficiente para dominar la resistencia del gran cuerpo del pueblo. La imposibilidad de que pueda existir una fuerza proporcionada a ese empeño ha sido discutida y demostrada en distintas partes de estos artículos; pero para que la futilidad de la objeción se manifieste claramente, concederemos por un momento que esa fuerza podría existir y que el gobierno nacional dispondría de ella. ¿Cuál será la conclusión? Si su naturaleza las inclina a usurpar a la comunidad sus derechos esenciales y si disponen de los medios para cumplir esta inclinación, ¿es de suponer que las personas a quienes incita se divertirán con la ridícula tarea de fabricar leyes electorales para asegurar el triunfo de la clase de hombres que son sus favoritos? ¿No es más creíble que adoptarían una conducta más de acuerdo con su propio e inmediato encumbramiento? ¿No se decidirían más bien, con toda audacia, a mantenerse perpetuamente en sus puestos, mediante un acto de usurpación decisivo, antes que confiar en medidas precarias, que, pese a todas las precauciones en que se apoyen, pueden concluir en la destitución, la deshonra y la ruina de sus promotores? ¿No temerían que algunos ciudadanos, tan tenaces como conscientes de sus derechos, se reunieran hasta en los más remotos confines de los Estados para acudir a los centros electorales y derribar a sus tiranos, sustituyéndolos por hombres que estuvieran dispuestos a vengar la violada majestad del pueblo?

PUBLIO

(La autoria de esta escrito recae en Alexander Hamilton)




Notas

(1) Con especialidad en los Estados del sur y en esta entidad.- PUBLIO.

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