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EL FEDERALISTA

Número 49



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El autor de las Notas sobre el Estado de Virginia, citadas en el último artículo, ha añadido a este valioso trabajo el borrador de una Constitución preparada con ánimo de presentarla ante una convención que la legislatura debió convocar en 1783 con el objeto de establecer una Constitución en aquel Estado. Como todo lo que procede de su pluma, el plan se distingue por un pensamiento original, comprensivo y exacto; y es tanto más merecedor de nuestro estudio cuanto que muestra un apego ferviente al gobierno republicano y una clara visión de las peligrosas tendencias contra las cuales es necesario protegerlo. De las precauciones que aconseja, hay una en que parece que confía en definitiva para que ampare a los departamentos más débiles contra las invasiones de los mas fuertes, que quizas sea puramente personal y que no debemos pasar por alto, dada la relación qlUe tiene con la materia de nuestra investigación presente.

Propone que siempre que dos de las tres ramas del gobierno, cada una mediante el voto de las dos terceras partes del total de sus miembros, concurran en estimar que es necesaria una convención para reformar la Constitución, o corregir las infracciones a ésta, se convocará una convención con dicho objeto.

Como el pueblo constituye la única fuente legítima del poder y de él procede la carta constitucional de que derivan las facultades de las distintas ramas del gobierno, parece estrictamente conforme a la teoría republicana volver a la misma autoridad originaria, no sólo cuando sea necesario ampliar, disminuir o reformar los poderes del gobierno, sino también cada vez que cualquiera de los departamentos invada los derechos constitucionales de los otros. Como los distintos departamentos se hallan exactamente en el mismo plano de acuerdo con los términos de su mandato común, es evidente que ninguno de ellos puede pretender que posee un derecho exclusivo o superior para fijar los límites entre sus respectivos poderes. ¿Y de quié otra manera han de evitarse las usurpaciones de los más fuertes, o enmendarse los agravios sufridos por los más débiles, sino acudiendo al pueblo, que, como otorgante del mandato, es el único que puede declarar su significado verdadero y exigir que se cumpla?

No es discutible que este razonamiento posee gran valor y que debe concederse que prueba la necesidad de trazar y de mantener abierto un camino para que la decisión del pueblo se exprese en ciertas grandes y extraordinarias ocasiones. Pero se presentan inconvenientes insuperables que se oponen a ese recurso al pueblo como medio ordinario de mantener a los distintos departamentos del poder dentro de sus límites constitucionales.

En primer lugar, esta medida no abarca el caso en que dos de los departamentos se coliguen en contra del tercero. Si la autoridad legislativa, que posee tantos medios de influir sobre los móviles de los otros departamentos, consiguiera ganarse a cualquiera de ellos, o nada más a la tercera parte de sus componentes, el departamento restante no resultaría favorecido por esa disposición reparadora. Sin embargo, no insisto en esa objeción porque puede pensarse que se endereza más bien contra la modificación del principio que contra este mismo.

En segundo lugar, puede considerarse como una objeción inherente al principio el que como toda apelación al pueblo llevaría implícita la existencia en el gobierno de algún defecto, la frecuencia de estos llamados privaría al gobierno, en gran parte, de esa veneración que el tiempo presta a todas las cosas y sin la cual es posible que ni los gobiernos más sabios y libres poseerían nunca la estabilidad necesaria. Si es cierto que todos los gobiernos se apoyan en la opinión, no es menos cierto que la fuerza de la opinión en cada individuo, y su influencia practica sobre la conducta, dependen en gran parte del número de individuos que cree que comparten la misma opinión. La razón del hombre, como el hombre mismo, es tímida y precavida cuando se halla sola y adquiere firmeza y confianza en proporción al número de aquellos con quienes se asocia. Cuando los ejemplos que fortalecen la opinión son antiguos a la vez que numerosos, se sabe que producen doble efecto. En un país de filósofos no debería pesar esta consideración. Bastaría una inteligencia ilustrada para inculcar la devoción por las leyes. Pero una nación de filósofos es tan poco probable como la raza de reyes filósofos anhelada por Platón. Y en toda nación que no sea esa, el gobierno más racional no encontrará superflua la ventaja de tener de su lado los prejuicios de la comunidad.

El peligro de alterar la tranquilidad general interesando demasiado las pasiones públicas, constituye una objeción todavía más seria contra la práctica de someter frecuentemente las cuestiones constitucionales a la decisión de toda la sociedad. A pesar del éxito que ha rodeado las revisiones de nuestras formas tradicionales de gobierno, éxito que tanto honra la virtud y la inteligencia del pueblo americano, debe confesarse que tales experimentos son demasiado delicados para repetirlos a menudo sin necesidad. Recordemos que todas las constituciones existentes fueron establecidas en medio de un peligro que reprimía las pasiones más hostiles al orden y la concordia; de una entusiasta confianza del pueblo hacia sus patrióticos líderes que ahogó la acostumbrada diversidad de opiniones respecto a los grandes problemas nacionales, de un fervor universal por las formas nuevas, opuestas a las antiguas, originando el resentimiento y la indignación universales contra aquel gobierno, y en una sazón en que el espíritu de partido relacionado con las transformaciones por efectuar o con los abusos por corregir, no podía infiltrar su levadura en la operación. Las situaciones futuras en las que debemos esperar encontrarnos no presentan ninguna seguridad equivalente contra el peligro que se teme.

Pero la objeción más importante de todas es que las decisiones que probablemente resultarían de las apelaciones a que nos referimos, no responderían al propósito de mantener el equilibrio constitucional del gobierno. Ya hemos visto que la tendencia de los gobiernos republicanos es el engrandecimiento del departamento legislativo a expensas de los demás. Por lo tanto, los departamentos ejecutivo y judicial son los que comúnmente recurrirían al pueblo. ¿Pero fuera un lado u otro, disfrutarían todos de la misma ventaja al hacerse la prueba? Examinemos sus distintas situaciones. Los miembros de los departamentos ejecutivo y judicial son pocos y sólo pueden ser conocidos personalmente por una pequeña fracción del pueblo. Los del último, por la manera como son nombrados, así como por la naturaleza y duración de su destino, se hallan demasiado lejos del pueblo para participar de sus simpatías. Los primeros son generalmente objeto de desconfianza, y su administración está siempre expuesta a ser desfigurada y a que se vuelva impopular. Los miembros del departamento legislativo, en cambio, son numerosos. Están distribuidos entre el pueblo y viven en su seno. Sus relaciones de parentesco, de amistad y de simple conocimiento, comprenden a una gran proporción de la parte más influyente de la sociedad. La naturaleza de sus cargos públicos entraña una influencia personal sobre el pueblo, así como que son de modo más inmediato los guardianes de confianza de los derechos y libertades de aquél. Con semejantes ventajas, es poco probable que la parte adversa tuviera una oportunidad pareja de obtener un resultado favorable.

Pero el partido del legislativo no sólo estaría en aptitud de defender mejor su causa ante el pueblo, sino que verosímilmente se erigiría en jueces a sus miembros. La misma influencia que les ganó la elección en la legislatura, les ganaría un puesto en la convención. Si éste no fuera el caso de todos, lo sería probablemente de muchos y casi seguramente de esos personajes principales de los que todo depende en esta clase de cuerpos. En resumen, la convención estaría integrada principalmente por hombres que han sido, que eran de hecho o que esperaban ser miembros del departamento cuya conducta se iba a juzgar. Serían consiguientemente partes en la cuestión misma que deberían decidir.

Sin embargo, a veces ocurría que se hicieran estas apelaciones en circunstancias menos adversas a los departamentos ejecutivo y judicial. Las usurpaciones de la legislatura pueden ser tan súbitas y flagrantes que no admitan disfraz alguno. Una parte considerable de sus miembros podría unirse a las otras ramas y el poder ejecutivo hallarse en manos de una persona querida del pueblo. En semejantes circunstancias es posible que las predisposiciones favorables al sector legislativo pesarían menos sobre la resolución del público. Pero aun así, no puede esperarse nunca que verse sobre los méritos verdaderos de la cuestión. Dicha resolución se hallaría inevitablemente relacionada con el espíritu de los partidos preexistentes o de los que surgieran con motivo de la misma cuestión. También se hallaría enlazada con personas de calidad distinguida y de amplia influencia en la comunidad. Se pronunciaría por los mismos que habían sido promotores u opositores de las medidas sobre las que recaería la resolución. Y sería no la razón, sino las pasiones públicas quienes juzgarían. Y, sin embargo, sólo la razón del público debe reprimir y regular el gobierno. Las pasiones de ser reprimidas y reguladas por éste.

Averiguamos en el último artículo que las simples declaraciones escritas en la Constitución no bastan para mantener a los distintos departamentos en el círculo de sus derechos legales. En éste demostramos que apelar al pueblo en ocasiones no sería una providencia adecuada ni efectiva para dicho objeto. No entraré a examinar hasta qué punto serían convenientes las medidas de otra índole que se encuentran en el plan a que me refiero arriba. Algunas se hallan incuestionablemente fundadas en sólidos principios políticos y todas ellas han sido formuladas con singular inventiva y precisión.

PUBLIO

(No se sabe con certeza a quien corresponde la autoría de este artículo, ya que para unos fue Alexander Hamilton el autor, mientras que para otros, la autoría debe recaer en Santiago Madison)

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