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EL FEDERALISTA

Número 11



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La importancia de la Unión, desde el punto de vista comercial, apenas suscita diferencias de opiniones, y de hecho cuenta con el asentimiento más generalizado por parte de todos aquellos que se han enterado del asunto. Esta afirmación se aplica lo mismo a nuestro intercambio con las naciones extranjeras que al de unos con otros.

Existen indicios que permiten suponer que el espíritu aventurero distintivo del carácter comercial americano, ha producido ya cierto malestar en varias de las potencias marítimas de Europa. Parecen temer nuestra excesiva intromisión en el comercio de transportes, que es el sostén de su navegación y la base de su fuerza naval. Las que tienen colonias en América, esperan con penosa inquietud el desarrollo que somos capaces de alcanzar. Prevén los peligros que pueden amenazar a sus posesiones de América, vecinas de unos Estados dispuestos a crear una poderosa marina y provistos de todos los medios necesarios para lograrlo. Este género de impresiones señalará naturalmente la política de alentar las divisiones entre nosotros y de privarnos, en el grado que les fuera posible, de un activo comercio en nuestros propios barcos. Cón ello cumplirían el triple propósito de evitar nuestras intromisiones en su navegacion, de monopolizar las utilidades que deja nuestro comercio y de cortar las alas que pueden alzarnos a una peligrosa grandeza. Si la prudencia no aconsejara vigilar los detalles, sería fácil seguir la pista, con hechos comprobados, a las manifestaciones de esta política hasta los despachos de los ministros.

Si continuamos unidos podremos contrarrestar en una variedad de formas una política tan contraria a nuestra prosperidad. Con ciertas reglamentaciones prohibitivas, extendidas simultaneamente a todos los Estados, es posible que obliguemos a las naciones extranjeras a competir entre sí para obtener entrada a nuestros mercados. Esta afirmación no parecerá quimérica a los que sean capaces de apreciar la importancia de un mercado de tres millones de personas -que aumentan rápidamente, en su mayor parte dedicadas exclusivamente a la agricultura, como es probable que sigan debido a circunstancias locales- para cualquier nación industrial; y la enorme diferencia que significaría para el comercio y la navegación de semejante país, una comunicación directa con sus propios barcos en vez del transporte indirecto de sus productos a América y de lo que se enviara en cambio allá, en los barcos de otra nación. Suponed, por ejemplo, que hubiera en América un gobierno capaz de excluir a la Gran Bretaña (con la que no tenemos actualmente ningún tratado de comercio) de todos nuestros puertos; ¿cuál sería la probable consecuencia de esta medida sobre su política? ¿No nos capacitaría para negociar, con risueñas probabilidades de exito, los privilegios comerciales más amplios y valiosos, en los dominios de ese reino? Al hacer estas preguntas en otras ocasiones, han recibido una respuesta plausible, pero nunca firme ni satisfactoria. Se ha dicho que las prohibiciones de nuestra parte no producirían cambio alguno en el sistema británico, porque continuaría su comercio con nosotros por mediación de Holanda, que sería cliente y pagadora inmediata de los artículos necesarios para abastecer nuestros mercados. ¿Pero no sufriría su navegación una pérdida sensible, es decir, la de la importante ventaja de utilizar su propio transporte en ese comercio? ¿No interceptaría Holanda la mayor parte de los provechos, para compensar su riesgo y su gestión? ¿El solo importe del flete no ocasionaría una gran reducción en las ganancias? ¿Un intercambio con tanto rodeo, no facilitaría la competencia de otras naciones, subiendo el precio de los artículos británicos en nuestros mercados, y transfiriendo a otras manos el maneio de esta importante rama del comercio inglés?

Una detenida reflexión acerca de los problemas que estas preguntas sugieren, justificará la creencia de que las desventajas efectivas que le produciría a Inglaterra semejante estado de cosas, combinadas con la predisposición de gran parte del país en favor del comercio americano y la importación desde las islas de las Indias Occidentales, producirían una mitigación en su actual sistema, permitiéndonos gozar de ventajas en los mercados de esas islas y de otros lugares, de los que nuestro comercio derivaría müy importantes beneficios. Esa victoria sobre el gobierno británico, la que no podemos pretender sin las equivalentes exenciones e inmunidades en nuestros mercados, es de creer que produciría un efecto análogo sobre la conducta de otras naciones, que no se resignarían a verse totalmente suplantadas en nuestro comercio.

Otro recurso para influir sobre la conducta de las naciones europeas para con nosotros en este asunto, surgiría del establecimiento de una marina federal. No cabe duda que la circunstancia de que la Unión continúe bajo un buen gobierno, haría posible en un período no muy lejano la creación de una marina, que si no podrá rivalizar con la de las grandes potencias marítimas, al menos pesaría bastante al arrojarla en la balanza entre dos partidos opuestos. Esto ocurrirá especialmente en relación con las operaciones en las Indias Occidentales. Algunos navíos de línea enviados oportunamente para reforzar cualquiera de ambos lados, serían a menudo suficientes para decidir la suerte de una campaña, de cuya solución dependerían intereses de gran magnitud. Nuestra situación en este caso es completamente dominante. Y si a esto añadimos la utilidad de los suministros procedentes de este país, para desarrollar operaciones militares en las Indias Occidentales, se comprenderá fácilmente que una situación tan favorable nos capacitaría para negociar con gran ventaja sobre privilegios comerciales. No sólo se concedería valor a nuestros sentimientos amistosos, sino también a nuestra neutralidad. Adhiriéndonos firmemente a la Unión, podemos esperar convertirnos antes de mucho en el árbitro de Europa en América y poder inclinar la balanza de las rivalidades europeas en esta parte del mundo, como nos aconseje nuestra conveniencia.

Pero como reverso de esta deseable situación descubriremos que las rivalidades entre las partes las convertirían a unas en obstáculos de las otras, frustrando las tentadoras prerrogativas que la naturaleza puso bondadosamente a nuestro alcance. En ese estado de impotencia nuestro comercio sería una presa para el desenfrenado entrometimiento de todas las naciones que estuvieran en guerra, que, ya sin razón para temernos, satisfarían sus necesidades sin escrúpulo ni remordimiento ninguno, apoderándose de nuestra propiedad siempre que tropezaran con ella. Sólo se respetan los derechos de la neutralidad cuando los defiende un poder adecuado. Una nación despreciable por su debilidad, pierde hasta el privilegio de ser neutral.

Con un enérgico gobierno nacional, la fuerza y los recursos naturales del país, encauzados en el interés común, frustrarían todas las combinaciones de la envidia europea que se encaminasen a restringir nuestro progreso. Esa situación hasta quitaría el motivo de estas combinaciones, haciendo patente la imposibilidad del buen éxito. Un comercio activo, una extensa navegación y una marina floreciente serían entonces el resultado de esta necesidad moral y física. Podríamos desafiar a los politicastros y sus artimañas, para que cambien o repriman el curso invariable de la naturaleza.

Pero si predomina la desunión, esas combinaciones pueden existir y actuar con éxito. Las naciones marítimas, aprovechándose de nuestra Universal impotencia, podrían dictar las condiciones de nuestra existencia política; y como les interesa ser nuestros porteadores y mayormente impedir que nos convirtamos en los suyos, es casi seguro que se concertarían para estorbar nuestra navegación en tal forma que en realidad lá destruyeran, reduciéndonos a un comercio pasivo. Entonces nos veríamos obligados a contentamos con los precios de las ventas de primera mano de nuestros artículos y a contemplar que se nos arrebataran las utilidades de nuestro comercio para enriquecer a nuestros enemigos y hostilizadores. El inigualado espíritu de empresa que singulariza el genio de los navegantes y comerciantes americanos, y que en sí mismo constituye una inagotable mina de riqueza nacional, se ahogaría y perdería, y la pobreza y la deshonra se extenderían por todo un país que con prudencia podría hacer de sí mismo la admiración y la envidia del mundo.

Hay derechos de gran importancia para el comercio americano que son derechos de la Unión -aludo a las pesquerías, a la navegación de los lagos del Oeste y a la del Misisipí-. La disolución de la Confederación daría lugar a delicados problemas con respecto a la existencia futura de esos derechos, que el interés de socios más poderosos no dejaría de resolver en contra nuestra. Los sentimientos de España relativamente al Misisipí no requieren comentario. Como nosotros, Francia e Inglaterra se interesan en las pesquerías, considerándolas de la mayor importancia para su navegación. Por sabido se calla que no permanecerían mucho tiempo indiferentes a la decidida pericia que la experiencia ha mostrado que poseemos en esa importante rama del comercio, y gracias a la cual podemos vender a menor precio que esas naciones en sus propios mercados. ¿Qué cosa más natural que el que estén dispuestas a excluir de la liza a tan peligrosos competidores?

Esta rama del comercio no debería considerarse como un beneficio parcial. Todos los Estados que se dedican a la navegación pueden participar en él ventajosamente y en distintos grados, y no dejarían de hacerlo si las circunstancias permiten extender el capital mercantil. Como vivero de marinos, es ahora, o será, utilísima cuando el tiempo haya hecho más semejantes en los diferentes Estados los principios de la navegación. Para el establecimiento de una marina tiene que ser indispensable.

La Unión contribuirá de varias maneras a conseguir este gran objeto nacional de la marina. Todas las instituciones crecen y florecen en proporción al número e importancia de los medios empleados para formarlas y mantenerlas. Como una flota de los Estados Unidos aprovecharía los recursos de todos, sería un objeto mucho menos ajeno que la flota de un solo Estado o de una confederación parcial, que únicamente utilizaría los recursos de una parte. Sucede, en efecto, que las distintas regiones de la América confederada poseen cada una ventajas peculiares con que contribuir a esta esencial realización. Los Estados más meridionales producen en gran abundancia ciertos pertrechos navales -alquitrán, betún y trementina-. Su madera para la construcción de embarcaciones es también más sólida y resistente. La mayor duración de los buques, si se les construye principalmente con madera del Sur, sería de gran importancia tanto para el poderío naval como para la economía nacional. Algunos Estados centrales y del Sur producen abundante hierro y de mejor calidad. Los marineros deben buscarse sobre todo en la colmena norteña. La necesidad de la protección naval para el comercio exterior y marítimo no requiere aclaración especial, como tampoco la exige la influencia de esta clase de comercio sobre la prosperidad de la flota.

Un tráfico sin trabas entre los Estados intensificará el comercio de cada uno por el intercambio de sus respectivos productos, no sólo para proveer a las necesidades domésticas, sino para la exportación a mercados extranjeros. Las arterias del comercio se henchirán dondequiera y funcionarán con mayor actividad y energía por efecto de la libre circulación de los artículos de todas las zonas. Las empresas mercantiles dispondrán de un campo más amplio debido a la variedad en los productos de los diferentes Estados. Cuando el producto fundamental de uno se pierda a causa de la mala cosecha o de un cultivo que no dé resultado, podrá llamar en su auxilio al que principalmente rinda otro. La variedad de los productos exportados, no menos que su valor, contribuye a fomentar la actividad del comercio extranjero. Puede llevarse a cabo en mejores condiciones con un gran número de artículos de determinado valor, que con una pequeña cantidad de materias de ese mismo valor; esto proviene de la competencia comercial y de las fluctuaciones de los mercados. Hay artículos que tienen gran demanda en ciertas épocas y que son invendibles en otras; pero si hay una gran variedad de artículos, difícilmente ocurrirá que todos se hallen a un tiempo en el segundo caso, y por esta causa las operaciones del comerciante estarán menos expuestas a obstrucciones o períodos de estancamiento graves. El comerciante aficionado a meditar percibirá en seguida la fuerza de estas observaciones y reconocerá que la suma de la balanza comercial de los Estados Unidos sería seguramente mucho más favorable que la de trece Estados sin unión o unidos parcialmente.

Quizás se replique a esto que estén los Estados unidos o desunidos, habría siempre entre ellos un íntimo intercambio que produciría los mismos efectos; pero este intercambio se vería entorpecido, interrumpido y disminuido por una multiplicidad de causas, que se han detallado ampliamente en el curso de estos artículos. La unidad de los intereses comerciales, así como de los políticos, sólo puede conseguirse con la unidad de gobierno.

Hay otros puntos de vista estimulantes y animadores, desde los cuales podemos tratar este asunto. Pero nos llevarían demasiado lejos en las regiones del futuro, suscitando tópicos poco adecuados para una discusión periodística. Observaré brevemente que nuestra situación nos invita y nuestros intereses nos urgen a aspirar a un puesto predominante en el sistema de los asuntos americanos. El mundo puede ser dividido, tanto política como geográficamente, en cuatro partes, cada una con intereses bien diferenciados. Por desgracia para las otras tres, Europa con sus armas y sus negociaciones, por medio del fraude y la fuerza, ha extendido su dominio en diferente grado sobre todas ellas. Africa, Asia y América han sentido sucesivamente su autoridad. La superioridad mantenida tanto tiempo la ha conducido a empenacharse con el título de Señora del Mundo, y a creer que el resto del género humano ha sido creado para su beneficio. Hombres admirados como filósofos profundos, han atribuido a sus habitantes, en términos directos, una superioridad física, afirmando gravemente que todos los animales, y con ellos la especie humana, degeneran en América -que hasta los perros dejan de ladrar cuando respiran cierto tiempo nuestro ambiente- (1). Los hechos han apoyado demasiado tiempo esas arrogantes pretensiones de los europeos. A nosotros nos corresponde reivindicar el honor de la raza humana y enseñar la moderación a ese hermano presuntuoso. La unión nos permitira hacerlo. La desunión sumaría otra víctima a sus triunfos. ¡Que los americanos no consientan en ser instrumentos de la grandeza europea! ¡Que los trece Estados, unidos en una firme e indestructible Unión, erijan juntos un gran sistema americano, superior al dominio de toda fuerza o influencia trasatlántica y capaz de imponer sus condiciones por lo que ve a las relaciones del viejo y el nuevo mundo!

PUBLIO

(A Alexander Hamilton se le otorga la autoría de este escrito)




Notas

(1) Recherches philosophiques sur les Americains.- PUBLIO.

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