Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

De la promulgación y aceptación real de la Constitución

Finalmente, el 5 de agosto de 1791, después de dos años de deliberaciones, agarrones, mentadas y berrinches generados por la epidemia de decretitis aguda en que se empantanó la Asamblea Nacional constituyente al suponer, cándida e ingenuamente, que con la proclamación de decretos se resolvían de inmediato todos los problemas habidos y por haber, la obra constitucionalista llegó a su fin, quedando terminada la Constitución que tantas lágrimas y adrenalina había costado a los asambleístas. Y así, en la sesión de ese solemne día, el señor Thouret, presidente de la Asamblea, tuvo el honor de leerla enterita ante los sollozos y moqueos de los enternecidos asambleístas, quienes, una vez terminada la lectura, explotaron en una estruendosa ovación de aplausos, vivas y hurras, no siendo pocos los que se pusieron a cantar cuanta letra se les vino a la mente, aunque las mismas no tenían absolutamente nada que ver con la sacralidad simbólica de aquel momento, pero como la emoción y la razón son harinas de costales diferentes, el asunto, por sí sólo se explicaba.

¡Y que me sirvan las otras por Pénjamo! ..., entonaban unos; Amor de cabaret, que se paga con dinero ..., cantaban otros; Se llegó el momento ya de separarnos ..., murmuraban los más ...

Aquellos entusiasmos melancólicos fueron despiadadamente interrumpidos por Lafayette, quien desde la tribuna y sin decir agua va o agua viene, descargó sonoro cubetazo en las testas de los melancólicos asambleístas, proponiendo la elaboración de un proyecto de decreto sobre las formas, según las cuales, una vez definitivamente terminada la Constitución, fuese presentada, en nombre del pueblo francés al examen y la libre aceptación del Rey.

¡Sí, sí, sí! clamaron en coro los asambleístas, y Lafayette, absorto, les miraba desde la tribuna. ¡Sí, sí, sí! , continuaban exclamando, y no fue hasta que Thouret intervino para dar por iniciada la apertura de la discusión propuesta por Lafayette, que todos se callaron.

La discusión general de la Constitución se iniciaría el día 14 de agosto, y terminaría el 3 de septiembre de 1791.

En la sesión del 1º de septiembre, el señor Beaumetz presentó un escrito en el que felicitaba a los asambleístas por haberse mantenido fieles a su juramento, en alusión al Juramento del Juego de Pelota, y ello no obstante el cúmulo de obstáculos que ante ellos se habían erguido con el fin de impedirles su objetivo.

¡Vencidos por la razón, dijo con voz entrecortada por la emoción, sus enemigos recurrieron a la fuerza, pero la Nación, indignada, despertó soberana y los desaprobó! La historia conservará con escrúpulo hasta los más mínimos detalles de esta interesante odisea, y terminó semejante cursilería con una aún más sonsa y desarticulada felicitación a los presentes por haber inscrito en el frontispicio de la Constitución la conservación del gobierno monárquico.

Después Thouret subiría a la tribuna para continuar con aquella letanía de elogios al monarca, y es que no podía ser de otra forma, puesto que la Asamblea Nacional constituyente había elaborado la primera Constitución monárquica escrita del mundo, por lo que hubiera sido un absurdo el que los asambleístas se mostrasen antimonárquicos, aunque razones de sobra tenían para así manifestarse. El cúmulo de trampas que Luis XVI había colocado frente a la labor constitucionalista de la Asamblea Nacional era, en estos días, por completo evidente; sin embargo, sus corífeos al interior de la Asamblea, aquellos a quienes había comprado con prebendas, promesas y dinero, se habían encargado de correr el rumor de que todas las trampas y porquerías realizadas por la Corona en contra de la Asamblea Nacional, no eran obra del Rey, sino de su Corte, así como de algunos perversos ministros e inclusive de la austríaca, la Reina María Antonieta y su legión de amantes. El Rey, pregonaban aquellos judas, era víctima de un complot, y había que salvarle. No pocos asambleístas, ingenuotes y atarantados, se tragaron aquel cuento con todo y pasta, convirtiéndose, inconscientemente en pregonadores de la artimaña a la que Luis XVI no era ajeno, llegando, con su actitud, a crear tal confusión, que esparcían una gruesa cortina de humo que impedía descubrir a los corruptos sicarios reales. Las palabras que pronunció en aquella ocasión Thouret, son bastante ejemplificativas:

Que importa, indicó, a los empleados de las Cortes la salvación de los pueblos y de los Reyes mientras exista un poder del que pueden abusar y un Tesoro que se vuelve presa para ellos (...) Temen ver acercarse el instante en el que la Constitución, emergida de la voluntad nacional y del compromiso sagrado del monarca, haya irrevocablemente domiciliado en este reino la libertad y la igualdad. ¡Ha llegado el momento, exponía como predicador bíblico, en que van a pedir al Rey de los franceses el más serio y solemne compromiso! (...) Es prematuro prever, es satisfactorio esperar que su determinación será precedida de su recogimiento profundo y de una meditación proporcional a la grandeza de las circunstancias.

Ustedes declararon la realeza independiente, pero no quisieron ni pudieron librarle de la inmensa responsabilidad que un Rey contrae para con su conciencia, el siglo y la posteridad.

Al finalizar las respectivas alabanzas y loas expresadas de una y mil maneras hacia la figura real por varios de los oradores, la Asamblea Nacional puso a consideración de su quórum el siguiente decreto debido a la propuesta del señor Beaumetz:

1º Será nombrada una diputación para solicitar la sanción de la Constitución por parte del Rey.

2º Se le solicitará al Rey dar todas las órdenes que juzgue convenientes para su guardia así como para la dignidad de su persona.

3º Si el Rey se entrega al deseo de los franceses al adoptar la Constitución, se le solicitará indique el día y reglamente las formas en que pronunciará solemnemente, en presencia de la Asamblea Nacional, su aceptación real de la Constitución, así como su compromiso de cumplirla y hacerle cumplir.

Maximiliano Robespierre fue el primero en abordar la tribuna. Claro y tajante, entre otras cosas afirmó: Para que la Constitución exista sólo hace falta una condición: que la Nación francesa así lo quiera; ningún hombre, ninguna potencia tiene el derecho de detener o contradecir su voluntad suprema. La suerte de la Constitución es entonces independiente de la voluntad de Luis XVI; este principio ha sido ya reconocido en esta Asamblea, y si no es suficiente, será necesario creer en él sinceramente y observarlo, sobre todo, con fidelidad.

Prosigue diciendo que no duda en que Luis XVI acepte con interés la Constitución, puesto que goza de múltiples ventajas, nombrándolas y concluyendo que ésas son las garantías de que el monarca aceptará la Constitución. Expresa su desacuerdo en cuanto a la propuesta de decreto del señor Beaumetz, argumentando que sólo conseguiría prolongar falsas agitaciones, construir esperanzas culpables y secundar fatales intrigas. Precisa que se debe fijar el tiempo más corto posible para que Luis XVI haga la declaración de aceptación, además, propone que la Constitución le sea presentada en los siguientes términos: La Nación le ofrece el trono más potente del universo; he aquí el título, ¿quiere usted aceptarlo? Y la respuesta sólo puede ser esta: lo quiero o no lo quiero. Ahora bien, quien pudiera imaginar que Luis XVI no fuese libre de decir: quiero ser Rey o no quiero ser Rey de los franceses. ¡Con qué razón se puede suponer que el pueblo ejerza violencia sobre un hombre para forzarlo a ser Rey o para castigarlo de no querer serlo!

No es la Constitución que presentamos a examen a Luis XVI, sino en sí esta pregunta: ¿quiere ser usted Rey de los franceses? Ahora bien, sostengo que para dar su respuesta, el Rey siempre estará libre en cualquier lugar en que se encuentre.

Pronunciándose en contra de cualquier alejamiento de Luis XVI, advierte de todas las maniobras que se estaban perpetrando en contra de la revolución. Es claro, contundente, tajante. ¡Ni un paso atrás! Ya se han hecho bastantes concesiones y se deben de asegurar los desechos que quedan de nuestros primeros decretos (...) si quieren atacar una vez más vuestra Constitución después de que fue detenida dos veces, ¿qué otra cosa nos queda por hacer que retomar las armas?

Termina pidiendo que cualquiera que intente proponer a la Asamblea la revocación de un decreto constitucional, sea declarado traidor a la patria.

Después, varios asambleístas toman la palabra para opinar que esa discusión sólo compromete la dignidad de la Asamblea, solicitando que sea finiquitada.

Acto seguido, se pone a votación la propuesta del señor Beaumetz, aceptándose los dos primeros artículos y siendo el tercero objeto de algunos debates, hasta que se decide optar por substituir el vocablo formas por ceremonial. Finalmente, el señor Dupont de Nemours toma la palabra y buscando tranquilizar las preocupaciones de Robespierre, propone que por medio de un decreto la Asamblea Nacional declare que una vez terminada la Constitución, no se le puedan realizar cambios.

En la sesión del 3 de septiembre es aceptada la propuesta del señor Dupont, y se aborda la moción del señor Prieur consistente en que se imprimiera la Constitución y fuese enviada a todos los departamentos con orden a los alcaldes de leerla a la ciudadanía previamente reunida. Igualmente se abordó la propuesta del señor Dandre referente a que una diputación compuesta de sesenta miembros de la Asamblea Nacional, escogidos por el presidente fuese, por él encabezada, a presentar la Constitución al Rey.

Aceptada y formada la diputación, durante la noche de ese día 3 de septiembre se dirigió a cumplir su tarea.

En la sesión del día domingo 4 de septiembre de 1791, el señor Thouret informó del resultado de su misión:

Señores, dijo, la diputación que ustedes honraron ayer con la misión de presentar la Constitución al Rey, partió de esta sala a las nueve de la noche; se dirigió al castillo con una escolta formada de numerosos destacamentos de la Guardia Nacional parisina y de la Gendarmería Nacional; caminó siempre entre los aplausos del pueblo. Fue recibida en la Sala del Consejo, a donde el Rey se había dirigido acompañado de sus ministros así como de un numeroso grupo de personas. Al presentar al Rey la Constitución le dije: Señor, los representantes de la Nación vienen a ofrecer a la aceptación de su majestad la Constitución que consagra los derechos imprescriptibles del pueblo francés, que mantiene la verdadera dignidad del trono, y que regenera al gobierno del reino.

El Rey recibió la Constitución y nos respondió lo siguiente: Señores, voy a examinar la Constitución que la Asamblea Nacional les ha encargado presentarme. Les haré conocer mi resolución en el lapso más corto que exija el examen de un tema tan importante. Decidí quedarme en París, y voy a dar al Comandante General de la Guardia Nacional parisina las órdenes que crea convenientes para el servicio de mi guardia.

Pero, sin embargo, hubieron de pasar diez días para que el Rey comunicara su decisión, y en la sesión del 13 de septiembre, el presidente de la Asamblea Nacional dio lectura del mensaje real que le fue entregado por el Ministro de Justicia.

En ese mensaje el Rey aceptaba la Constitución y se comprometía a ponerla en ejercicio, presentando los motivos particulares de su aprobación e incluso renunciando al concurso que había reclamado en ese trabajo. Acaba su mensaje, leído por el presidente de la Asamblea, diciendo que para la afirmación de la libertad, para la estabilidad de la Constitución, para la felicidad individual de todos los franceses, hay intereses sobre los cuales un deber imperioso nos prescribe reunir todos nuestros esfuerzos; estos intereses son el respeto de las leyes, el restablecimiento del orden y la reunión de todos los ciudadanos (...) para que la ley pueda hoy comenzar a recibir una plena ejecución, consintamos el olvido del pasado; que las acusaciones y las persecuciones que sólo tienen por principio los acontecimientos, sean apagadas en una reconciliación general.

Y comenzó de nuevo la epidemia de decretitis aguda. Lafayette se irguió para proponer la aprobación de un decreto compuesto de tres artículos, pero como la sesión llegaba a su fin, la propuesta hubo de turnarse para la sesión del día siguiente, y al día siguiente, tal y como si se tratara de competir en pos de quien se reventaba la mejor propuesta contrarrevolucionaria, un grupo de asambleístas llegó con la novedad de un decreto que dejaba corta a la proposición de Lafayette. Ese decreto, que resultó finalmente aprobado, compuesto de cinco artículos en donde se revocaban todos los procedimientos instruidos sobre hechos referentes a la revolución, así como todos los juicios con ella relacionados; prohibía, además, a los oficiales de policía proseguir o iniciar, según fuese el caso, todo procedimiento judicial sobre los hechos mencionados; pedía que el Rey ordenara al Ministro de Justicia el establecer, por conducto de los jueces de cada tribunal el estado de las instrucciones y juicios incluidos en la amnistía, debiendo certificar el Ministro al cuerpo legislativo la entrega del material solicitado. En el artículo cuarto se decretaba una amnistía general en favor de todo hombre de guerra detenido o acusado de delito militar a partir del 1º de junio de 1789 (en otro decreto, del 20 de septiembre de 1791, la Asamblea Nacional incluyó la deserción en esta amnistía), y, finalmente, el artículo quinto contemplaba el libre tránsito de las personas y revocaba el decreto del 1º de agosto relativo a los emigrantes.

Y así, con la conjunción del verbo perdonar expresado a coro por aquellos asambleístas, yo perdono ... tú perdonas ... él perdona ... y la revolución ... bien gracias, se amenazaba con hacer zozobrar el arduo trabajo de más de veintiocho meses, porque resultaba evidente que la reacción anticonstitucionalista y contrarrevolucionaria no vería en aquel cúmulo de perdones una concesión caballerosa, un ofrecimiento de reconciliación y hermanamiento, sino muy por el contrario, como una clara muestra de debilidad, de pérdida de rumbo, de inicios de miopía política por parte de la Asamblea Nacional.

¿Hasta qué punto estuvo metida la mano del Rey en aquella movida? ¿Hasta qué grado sus sicarios, inmersos en la Asamblea Nacional, movieron el agua para conseguir la aprobación de aquel incomprensible y profundamente contrarrevolucionario decreto? ¿Hasta qué punto sirvió de banderazo de partida lo dicho por el Rey en su mensaje leído por el presidente de la Asamblea? No lo sabemos, pero aunque nuestra afirmación resulte hipotética, en nuestra opinión, la acción tras bambalinas de Luis XVI ha de haber estado presente. Resulta, al menos para nosotros, poco creíble que el Capeto se hubiese quedado cruzado de brazos mostrándose respetuoso de la culminación de un proceso que odiaba con todo su corazón; resulta hasta cierto punto absurdo que aquel que todo hizo para manipular, usar y sacar provecho de la labor de la Asamblea Nacional, se quedara inmóvil y nada hiciera o intentara en la víspera de la sacralización de aquel montón de articulillos escritos con menuda letra que representaba el triunfo incontestable de los amantes de la ley. No, definitivamente nos es muy difícil suponer que Luis XVI se volviese un chico bueno y dejase de lado el cúmulo de marrullerías y chanchullos que hasta ese entonces le habían caracterizado.

El 14 de septiembre de 1791, todo se encontraba dispuesto para recibir, en el seno de la Asamblea Nacional, al monarca, quien hizo su aparición, seguido de su esposa la Reina María Antonieta y de sus hijos (de la Reina, por supuesto, pero no del Rey, porque el bebote estaba por naturaleza impedido de pronunciar el clásico y archimachista reto de ¡me la pelan!; definitivamente no había en toda Francia quien pudiera pelársela al Rey).

Todos venimos, declaró el reyezuelo en la puerta misma del recinto asambleario, mis hijos y yo compartimos todos similares sentimientos, guardándose, vivo como era, de precisar a qué tipo de sentimientos se refería.

En el interior, los asambleístas afinaban los últimos detalles para el recibimiento real, y el señor Thouret, en su calidad de presidente hizo uso de la palabra para recordar a los presentes el decreto por medio del cual la Asamblea Nacional estableció la prohibición, para cualquier asambleísta, de hacer uso de la palabra mientras permaneciera el Rey en el recinto legislativo. En seguida, una comisión compuesta de doce miembros salió a recibirlo y sirviéndole de comitiva de bienvenida penetró a su lado al recinto.

Ya instalado el Rey, a la izquierda del presidente, pronunció las siguientes palabras:

Señores, dijo, vengo a consagrar aquí solemnemente la aceptación que he otorgado a la Constitución. En consecuencia juro ser fiel a la Nación y a la ley; emplear todo el poder que me es delegado para mantener la Constitución y para hacer ejecutar las leyes. Pueda esta gran y memorable época ser la del restablecimiento de la paz, de la unión y volverse la garantía de la felicidad del pueblo y de la prosperidad del reino.

Acto seguido, el Ministro de Justicia presentó la Constitución para que la firmara el Rey, quien así lo hizo después de pronunciar: Acepto y haré ejecutar. El Ministro volvió a tomar la Constitución para certificar la aprobación real, remitiéndola, en seguida, al presidente de la Asamblea Nacional.

Luis XVI, con fingida sonrisa y falso gozo presenciaba la labor de su Ministro; él era un actor, un gran actor preparado desde la más tierna infancia para salir airoso en la representación de papeles tan repugnantes y odiosos como el que hubo ese día de representar. El Capeto salió airoso, logró la ejecución de la comedia de manera magistral, sin que nadie sospechara nada, pero en lo recóndito de su cochambrosa mente se agitaban los torbellinos de sus nuevos y destructivos planes. De manera imperceptible para los emocionados asambleístas, volvió, con prudencia, su mirada hacia la Reina y en el momento en que aquella mujer levantó sus ojos cruzando su mirada con la del Rey, una mueca de completa satisfacción se dibujó en su rostro. La maldad concordaba, la traición acechaba ... el Capeto y la Austríaca habían llegado a un acuerdo.


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