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Capítulo 4

Lo que importa destacar en los movimientos populares es su perfecta espontaneidad. ¿Obedece el pueblo a una excitación o sugestión exterior, o bien a una inspiración, intuición o concepción natural? Por grande que sea el cuidado con que se precise este aspecto en el estudio de las revoluciones, no lo será nunca bastante. A no dudarlo, las ideas que en todas las épocas han agitado a las masas surgieron antes en el cerebro de algún pensador. En materia de ideas, de opiniones, de creencias y de errores, la prioridad no ha pertenecido nunca ni es posible que pertenezca hoy, a las muchedumbres. La prioridad en todo acto del espíritu pertenece al individuo: nos lo indica la relación de los términos. Mas, ni todo pensamiento que surge en el individuo se apodera después de los pueblos ni las ideas que los arrastran son todas justas y útiles. Afirmamos precisamente que lo más importante, sobre todo para el historiador filósofo, es observar cómo el pueblo se apega a ciertas ideas con preferencia a otras, las generaliza, las desarrolla a su modo y las convierte en instituciones y costumbres que sigue tradicionalmente, mientras no caigan en manos de legisladores y magistrados que harán de ellas a su vez artículos de ley y reglas para los tribunales.

Sucede con la idea de reciprocidad lo que con la de comunidad: es tan antigua como el estado social. Algunas inteligencias meramente especulativas entrevieron algunas veces su fuerza orgánica y su alcance revolucionario, pero hasta el año 1848 jamás había tenido aquélla la importancia ni representado el papel que hoy parece decididamente próxima a hacer. En esto ha quedado muy por detrás de la idea comunista, que -después de haber brillado bastante en la antigüedad y en la Edad Media, gracias a la elocuencia de los sofistas, al fanatismo de los sectarios y al poder de los conventos- ha estado en nuestros días próxima a tomar nueva fuerza e incremento.

El principio de reciprocidad o mutualidad ha sido formulado por primera vez -con cierta elevación filosófica y una verdadera intención reformadora- en esa famosa máxima que han repetido todos los sabios y que a su ejemplo pusieron nuestras Constituciones del año II y III en la Declaración de los derechos y deberes del hombre y del ciudadano:

No hagas a los demás lo que no quieras para ti. Haz constantemente a los demás el bien que de ellos quisieras recibir.

Este principio -digamos de doble filo-, admirado de edad en edad y jamás contradicho, grabado -dice el redactor de la Constitución del año III- en todos los corazones por la naturaleza, supone que el individuo a quien va dirigido es libre y tiene el discernimiento del bien y del mal o posee en sí la justicia. Tanto la libertad como la justicia nos levantan muy por encima de la idea de autoridad, colectiva o de derecho divino, en la que acabamos de ver asentado el sistema del Luxemburgo.

Hasta aquí esta bella máxima no ha sido para los pueblos, según el lenguaje de los teólogos moralistas, sino una especie de consejo. Por la importancia que hoy recibe y por la manera como las clases obreras piden que se la aplique, tiende a llegar a ser precepto, a tomar un carácter decididamente obligatorio, a ganar fuerza de ley.

Consignemos el progreso verificado a este fin en las clases obreras. Leo en el manifiesto de los Sesenta:

El sufragio universal nos ha hecho políticamente mayores de edad, pero falta aún que nos emancipemos socialmente. La libertad que el Estado Llano (1) supo conquistar con tanto vigor se debe hacer extensiva en Francia a todos los ciudadanos. La igualdad de derecho político implica necesariamente la de derecho social.

Observemos este razonamiento: Sin la igualdad social, la igualdad política no es más que una vana palabra; el sufragio universal, una contradicción. Se deja a un lado el silogismo y se razona por vía de asimilación: igualdad política -igualdad social. Ese giro dialéctico es nuevo; sobreentiende, por lo demás, como primer principio, la libertad del individuo.

La burguesía, nuestra hermana primogénita en el camino de la emancipación, hubo en 1789 de absorber la nobleza y destruir injustos privilegios. Trátase ahora para nosotros, no de destruir los derechos de que gozan justamente las clases medias, sino de conquistar la misma libertad de acción.

Y más abajo:

No se nos acuse de soñar con leyes agrarias, igualdad quimérica que pondría a cada individuo en el lecho de Procusto, ni con repartos de propiedad, maximum, impuesto forzoso, etcétera. No; es tiempo ya de acabar con esas calumnias propagadas por nuestros enemigos y adoptadas por los ignorantes. La libertad, el crédito, la solídaridad; éstos son nuestros sueños.

Y por conclusión:

El día en que esos sueños se realicen, no habrá más burgueses ni proletarios, patronos ni obreros.

Toda esta redacción es un poco ambigua. En 1789 no se ha despojado a la nobleza de sus bienes; las confiscaciones verificadas más tarde fueron un hecho de guerra. No se hizo sino abolir ciertos privilegios incompatibles con la libertad y el derecho que la nobleza se había injustamente arrogado, abolición que produjo la absorción de la nobleza misma. No hay ahora razón para que digamos que el proletariado no pretende despojar a la burguesía de sus bienes adquiridos, ni de ninguno de los derechos de que goza justamente; no se quiere sino realizar -bajo los nombres perfectamente jurídicos y legales de libertad de trabajo, crédito y solidaridad- ciertas reformas cuyo resultado será abolir ... ¿qué? los derechos, privilegios y demás beneficios de que la burguesía goza de una manera exclusiva, y por este medio hacer que no haya burguesía ni proletariado, es decir, absorberla.

Es decir, lo que ha hecho la burguesía con la nobleza en la revolución de 1789: eso mismo hará el proletariado con la burguesía en la nueva revolución; y puesto que en 1789 no hubo injusticias, en la nueva revolución que ha tomado a su primogénita por modelo, no las habrá tampoco.

Dicho esto, el Manifiesto desarrolla su pensamiento con progresiva energía.

No estamos representados, nosotros que nos negamos a creer que la miseria sea de institución divina. La caridad, virtud cristiana, ha demostrado y reconocido radicalmente su impotencia como institución social. En los tiempos de la soberanía del pueblo y del sufragio universal, no puede ser ya ni clientes, ni asistidos; queremos ser iguales. Rechazamos la limosna, queremos la justicia.

¿Qué decís de esa declaración? Queremos para nosotros lo que habéis hecho para vosotros, hombres de la burguesía, nuestros primogénitos. ¿Es esto claro?

Aleccionados por la experiencia, no aborrecemos a los hombres; queremos cambiar las cosas.

Esto es tan decisivo como radical. ¡Y la pretendida oposición democrática ha perseguido candidaturas precedidas de semejante profesión de fe! ...

Así los Sesenta -por su dialéctica como por sus ideas- salen de la vieja rutina comunista y del centrismo. No quieren privilegios ni derechos exclusivos; han abandonado esa igualdad materialista que ponía al hombre en un lecho de Procusto; proclaman la libertad de trabajar, condenada por el Luxemburgo en la cuestión del trabajo a destajo; admiten la concurrencia, aunque igualmente condenada por el Luxemburgo como despojadora; proclaman a la vez la solidaridad y la responsabilidad; no quieren más clientelas ni jerarquías. Quieren, sí, la igualdad de la dignidad, agente incesante de nivelación económica y social; rechazan la limosna y todas las instituciones de beneficencia; piden en su lugar la justicia.

Los más de ellos son individuos de sociedades de crédito mutuo y de socorros mutuos que, según sabemos por ellos mismos, funcionan oscuramente en la capital en número de treinta y cinco; gerentes de sociedades industriales fundadas en el principio de coparticipación, reconocido por el Código, y en el de reciprocidad, sociedades de las cuales ha sido desterrado el comunismo.

Bajo el punto de vista de la jurisdicción, los mismos obreros piden tribunales de obreros y tribunales de maestros que se complementen, se controlen y se equilibren los unos a los otros; sindicatos ejecutivos y sindicatos periciales; en suma, una completa reorganización de la industria bajo la jurisdicción de todos los que la componen.

Afirman que el sufragio universal es su regla suprema. Uno de sus primeros y más poderosos efectos ha de ser, según ellos, reconstituir sobre nuevas relaciones los grupos naturales del trabajo, es decir, las corporaciones obreras. Esa palabra corporaciones es uno de los principales motivos de cargo contra los Sesenta, pero no nos asusta. Hagamos como ellos; no juzguemos sobre palabras, consideremos las cosas.

Creo que hemos dicho lo bastante como para demostrar que las clases obreras han entrado de una manera nueva y original en la idea mutualista, que se la han apropiado, que la han profundizado, que la aplican con reflexión, que prevén todo su desarrollo, en una palabra, que han hecho de ella su fe y su nueva religión. Nada hay más auténtico que ese movimiento, muy débil aún, pero destinado a absorber, no sólo a una nobleza de algunos centenares de miles de almas sino también a una burguesía que se cuenta por millones, y, por añadidura, a regenerar la sociedad cristiana entera.

Veamos ahora la idea en sí misma.

La palabra mutual, mutualidad, mutuo, -que tiene por sinónimo recíproco y reciprocidad-, viene del latín mutuum, que significa préstamo (de cosa fungible) y, en un sentido más lato, cambio. Es sabido que en el préstamo de cosa fungible, el objeto prestado es consumido por el mutuatario, que no devuelve sino su equivalente, ya en la misma especie, ya bajo cualquier otra forma. Supóngase que el mutuante pase a ser a su vez mutuatario, y se tendrá un préstamo mutuo, y por consecuencia, un cambio. Tal es el lazo lógico que ha hecho que se dé el mismo nombre a dos operaciones distintas. Nada más elemental que esta noción, por lo tanto, no insistiré más en su parte lógica y gramatical. Lo que nos interesa es saber cómo sobre esa idea de mutualidad, de reciprocidad y de cambio, de justicia -sustituida a las de autoridad, comunidad o caridad-, se ha construido en política y en economía un sistema de relaciones que tiende nada menos que a cambiar de arriba a abajo el orden social.

¿Con qué título y bajo qué influencia la idea de mutualidad se ha apoderado de los ánimos?

Hemos visto anteriormente cómo entiende la escuela del Luxemburgo la relación del hombre y del ciudadano con la sociedad y con el estado (2); según ella, esa relación es de subordinación. De aquí la organización autoritaria y comunista.

A este concepto autoritario viene a oponerse el de los partidarios de la libertad individual, según los cuales, la sociedad no debe ser considerada como una jerarquía de funciones y facultades sino como un sistema de equilibrio entre fuerzas libres, en el que cada una está segura de gozar de los mismos derechos bajo la condición de cumplir los mismos deberes, y de obtener las mismas ventajas a cambio de los mismos servicios. Por consecuencia, sistema esencialmente igualitario y liberal, que excluye toda excepción de fortunas, de rangos y de clases. Ahora bien, he aquí cómo razonan y discurren esos adversarios de la autoridad o liberales.

Sostienen que siendo la naturaleza humana en el universo la más alta expresión, por no decir la encarnación de la justicia universal, el hombre y ciudadano debe su derecho directamente a la dignidad de su naturaleza, así como más tarde deberá su bienestar directamente a su trabajo personal y el buen uso de sus facultades, al libre ejercicio de sus talentos y de sus virtudes. Dicen, por lo tanto, que el estado no es otra cosa que el resultado de la unión libremente formada entre personas iguales, independientes y dotadas todas del sentimiento de justicia; que así no representa sino grupos de libertades e intereses; que todo debate entre el poder y tal o cual ciudadano se reduce a un debate entre ciudadanos; que, por consecuencia, no hay en la sociedad otra prerrogativa que la libertad, ni otra supremacía que la del derecho. Ha pasado ya el tiempo -afirman- de la autoridad y de la caridad; queremos en su lugar la justicia.

De esas premisas -radicalmente contrarias a las del Luxemburgo- deducen una organización basada sobre la más vasta escala del principio mutualista. Servicio por servicio -postulan-, producto por producto, préstamo por préstamo, seguro por seguro, crédito por crédito, caución por caución, garantía por garantía; tal es la ley. Es el antiguo talión -ojo por ojo, diente por diente, vida por vida- vuelto en cierto modo del revés y trasladado del derecho criminal y de las atroces prácticas de la vendetta al derecho económico, a las obras del trabajo y a los buenos oficios de la libre fraternidad. De aquí todas las instituciones del mutualismo: seguros mutuos, crédito mutuo, socorros mutuos, enseñanza mutua y garantías recíprocas de venta, cambio, trabajo, buena calidad y justo precio de las mercancías. De todo esto pretende hacer el mutualismo -con ayuda de ciertas instituciones- un principio de estado, una ley de estado y más, una especie de religión de estado, de una práctica tan fácil como ventajosa para los ciudadanos, pues no exige policía, ni represión ni compresión ni puede llegar a ser para nadie causa de decepción ni de ruina.

Aquí el trabajador no es ya un siervo del estado perdido en el océano de la comunidad; es el hombre libre y realmente soberano que obra por su propia iniciativa y bajo su responsabilidad personal, seguro de obtener de sus productos y servicios un precio justo, suficientemente remunerador, y de encontrar en sus conciudadanos la más perfecta lealtad y las más completas garantías. El estado, el gobierno, no es tampoco un soberano; la autoridad no es ya la antítesis de la libertad. Estado, gobierno, poder, autoridad, son expresiones que sirven para designar bajo otro punto de vista la libertad misma, fórmulas generales tomadas de la antigua lengua, por las que se designa en ciertos casos la suma, la unión, la identidad y la solidaridad de los intereses particulares.

Así las cosas, no hay ya por qué preguntar -como en el sistema burgués o en el del Luxemburgo- si el estado, el gobierno o la comunidad deben dominar al individuo o estarle subordinados; si el príncipe es más que el ciudadano o el ciudadano más que el príncipe; si la autoridad es señora de la libertad o si es por lo contrario su servidora: cuestiones todas faltas de sentido. Gobierno, autoridad, estado, comunidad y corporaciones, clases, compañías, ciudades, familias, ciudadanos; en dos palabras, grupos e individuos, personas morales y personas reales, todas son iguales ante la ley, única que, ya por órgano de éste, ya por ministerio de aquél, reina, juzga y gobierna. Despotes ho nomos.

Quien dice mutualidad dice partición de la tierra, división de propíedades, independencia del trabajo, separación de industrias, especialidad de funciones, responsabilidad individual y colectiva, según se trabaje individualmente o por grupos; reducción al mínimo de los gastos generales, supresión del parasitismo y de la miseria. Quien por lo contrario dice comunidad, jerarquía, indivisión, dice centralización, multiplicidad de resortes, complicación de máquinas, subordinación de voluntades, pérdida de fuerzas, desarrollo de funciones improductivas, aumento indefinido de gastos generales y, por consecuencia, creación de parasitismo y aumento de la miseria.




Notas

(1) O Tercer Estado, o burguesia. Ambas expresiones sinónimas.

(2) Sólo la superstición política se imagina hoy que la vida social necesita del estado para mantenerse en cohesión, cuando en realidad es el estado el que debe su cohesión a la vida social. -Carlos Marx, Cit. por Franz Mehring. (Cap. III de Carlos Marx, historia de su vida. F Mehring, Berlín. Marzo 1918.)

La sociedad que organice la producción sobre las bases de la asociación líbre e igualitaria de los productores transportará a su verdadero sitio la máquina del estado, es decir, a un museo de antigûedades, junto a la rueca y el hacha de bronce. (Engels, Los orígenes de la sociedad.)


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