Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO NOVENO

HISTORIA DE LA CONSTITUCIÓN INGLESA. (CONCLUSIÓN)

Sería preciso, en mi sentir, un volumen para exponer, aunque fuese muy ligeramente, la historia de la Constitución inglesa; hay ahí materia para una obra importante y original para el autor que la emprendiese con competencia. Jamás este asunto ha sido tratado por un autor que juntase a las más nobles conquistas de la erudición, las luces de una sana filosofia. Desde el modelo dado por Hallam, los estudios políticos e históricos han hecho muchos progresos, y se podría hacer un libro que aplicase las fuerzas de la ciencia moderna a la suma de hechos hasta ahora conocidos. No tengo la pretensión de escribir ese libro, pero hay un cierto número de particularidades que conviene reunir en un haz, tanto a causa de su interés en el pasado como de su importancia en el presente.

Se advierte una política común, o por lo menos los elementos de una política común, en los comienzos de todos los pueblos que han llegado a la civilización. Esos pueblos parecen haber comenzado por lo que yo llamaría el absolutismo consultivo y experimental. Los reyes de los antiguos días, en las naciones fuertes, no eran reyes absolutos como los déspotas de hoy; no había entonces ni ejércitos permanentes para reprimir la rebelión, ni espionaje organizado para vigilar los descontentos, ni burocracia hábil para preparar la gente a la obediencia. Consagrado por una sanción religiosa, el rey de los antiguos tiempos era un hombre aparte, por encima de los demás, ungido del Señor o hasta hijo de Dios. Pero en los pueblos capaces de ser libres, su carácter religioso no daba al rey jamás un poder despótico. Su autoridad no tenía en verdad ningún límite impuesto por la ley; la palabra misma de ley no hubiera podido traducirse en el lenguaje de la época. La idea de la ley tal como nosotros la tenemos, es decir, de una regla trazada por el hombre, y que puede ser modificada por el hombre cuando lo desee, como habitualmente la modifica, esta idea no hubiera sido comprendida entre los pueblos primitivos que miraban la ley como una prescripción fatal, y casi como una revelación divina. La ley emanaba de los labios reales, el rey la establecía de la misma manera que Salomón dictaba sus sentencias para un caso particular, y tanto a nombre de la Divinidad como en su propio nombre. Ninguna barrera religiosa limitaba la revelación que hacía de la voluntad divina, y tal era la fuente única de la ley. Pero aunque no tuviera límite alguno impuesto por la ley, la sumisión tenía su límite práctico en lo que puede llamarse la parte pagana de la humanidad, es decir, en la obstinación propia de los hombres libres. Jamás se reducían a hacer exactamente lo que se les ordenaba.

Tal como existía en Grecia, según Homero, y tal como existía también en otras partes, puede creerse que la monarquía primitiva tiene dos cuerpos auxiliares: el uno compuesto de ancianos o de las personas importantes, y formaba un consejo o (palabra griega que nos es imposible reproducir), a quien el rey pedía parecer y cuyos debates hacían saber al rey lo que no debía hacer. Además de ese consejo, había la (palabra griega que nos es imposible reproducir), asamblea de oyentes, como algunos le han llamado, y que, en mi concepto, seria mejor llamarle asamblea de prueba. El rey acudía en medio de su pueblo, reunido con el pretexto de anunciarle su voluntad, pero, en realidad, era para tantear su pulso. Sin duda era sagrado, es muy probable que fuese popular; sin embargo, se encontraba en la situación de un primer ministro que habla delante de una Cámara apasionada. Su autoridad y su poder tenían límites que descubría según que sus órdenes fueran recibidas con aclamación, o bien fueran acogidas, sea con murmullos, sea con un silencio significativo.

Ese sistema era excelente para el tiempo y para el país; pero entrañaba un grave inconveniente. El respeto en que el gobierno descansa, y la capacidad necesaria para gobernar, son dos cosas cuyo origen es diferente. El homenaje de los pueblos se dirige a los reyes, y se transmite a su descendencia, en virtud del origen divino que se les atribuye; pero en la descendencia real aparece al pronto un niño, o un idiota, o un hombre que tiene alguna incapacidad natural. Entonces se afirma la verdad aquella de que la libertad prospera bajo los príncipes débiles; entonces la asamblea de oyentes se dedica no sólo a murmurar, sino que al fin levanta la voz, no solamente para sugerir su opinión, sino para formular órdenes.

Mr. Grote refiere muy detenidamente cómo esos apéndices de la monarquía han dado origen a las libertades de los pueblos griegos; cómo esos pueblos se han formado poco a poco; los Estados oligárquicos, amplificando el dominio de su consejo; los Estados democráticos ampliando el de su asamblea. La historia tiene tan variados detalles cuantas eran las ciudades griegas; pero el fondo es en todas el mismo. Lo que caracteriza la política de los griegos antiguos y de los antiguos romanos, es que del embrión monárquico supo sacar los órganos de una República por su desenvolvimiento progresivo.

La historia de Inglaterra ha sido, en sustancia, la misma que la de los pueblos antiguos, aunque haya tenido una forma diferente y un crecimiento más lento y más largo. Las proporciones han sido más vastas y los elementos más variados. Una ciudad griega se deshacía pronto de los reyes, porque el carácter sagrado con que la política revestía al rey no podía soportar el examen diario y la critica continua de una multitud activa y habladora. En todas partes en Grecia, los esclavos, que formaban la parte más ignorante, y, por consiguiente, la menos accesible a los influjos intelectuales, estaban privados de los beneficios o derechos políticos.

En cambio, Inglaterra, desde un principio, ha sido un país muy extenso, habitado por razas diversas, de las cuales ninguna gustaba de discutir prosaicamente la monarquía, que era para todos objeto de superstición. La monarquía era hasta alguna cosa más que una superstición para nuestros antepasados. Se necesitaba un poder ejecutivo muy fuerte para mantener en orden a un país decidido y armado y valiente; el problema del desenvolvimiento político era, pues, muy delicado. Un gobierno libre, cuando está completamente formado, puede tener un poder muy fuerte; pero durante la época de transición, mientras la República se desenvuelve y la monarquía decae, el ejecutivo es necesariamente débil. El sistema político se divide; su acción languidece. Por último, las diversas clases del pueblo inglés han tenido un crecimiento desigual. Si las clases elevadas se han modificado enormemente desde la Edad Media, y siempre en el sentido del progreso, en cambio las clases inferiores han variado muy poco; hasta se cree que, en ciertos respectos, han retrocedido, aunque perfeccionándose desde ciertos puntos de vista. El desenvolvimiento de la Constitución inglesa, pues, ha tenido que ser necesariamente muy lento, porque un desenvolvimiento rápido hubiera agotado al ejecutivo y dado muerte al Estado, y, además, porque como las clases más numerosas habían variado poco, no estaban en condiciones adecuadas para experimentar un cambio total en las instituciones. En sus rasgos generales, el desenvolvimiento político de Inglaterra ha sido muy sencillo. No se conoce quizá exactamente el carácter de todas las instituciones anglo-normandas, a lo menos han provocado todas controversias. El celo político, tanto de los whigs como de los tories, ha querido encontrar en el pasado un modelo que seguir; y como el estado social de estos tiempos ha sido muy turbulento, realmente ha sido fácil recoger ingeniosos precedentes procurados por el capricho de los hombres y los azares de la historia. Lo que yo me limito a buscar en las instituciones anglo-normandas es fácil de reconocer.

Había en aquellos tiempos un gran Consejo del reino, al cual el rey llamaba a los personajes más importantes de Inglaterra, sobre todo, a aquellos cuya opinión quería conocer y de cuyos sentimientos quería enterarse. No se sabe con exactitud cuantas personas acudían a ese Consejo, lo que no significa gran cosa. Es, pues, inútil trazar una distinción entre el gran Consejo en Parlamento y el gran Consejo fuera del Parlamento. Lo que hay de seguro, es que poco a poco las principales asambleas que el soberano de Inglaterra convocaba así, tomaron la forma precisa y definida de Lores y de Comunes, según los vemos hoy. Pero su carácter real era muy diferente de lo que es ahora. El Parlamento de la Edad Media era, si se me permite llamarlo así, un cuerpo expresivo. Su función consistía en decir al rey lo que el pueblo quería que hiciese, en guiarle en una cierta medida por la adición de inteligencias nuevas, y mucho más aún, a la luz de hechos nuevos. Esos hechos eran sus propios sentimientos, es decir los sentimientos del pueblo de que formaban parte integrante. Por medio del Parlamento, el rey sabía o por lo menos tenía ocasión de saber lo que el pueblo aceptaría y lo que no aceptaría, lo que se podía y lo que no se podía emprender. En caso de error había rebelión.

La Constitución inglesa, como es sabido, se divide en tres períodos; el primero abraza los tiempos anteriores a los Tudores; en esta época el Parlamento inglés parece adquirir una fuerza y un poder extraordinarios, los títulos de la Corona se discutían y algunos de los monarcas eran débiles. Varios ambiciosos quisieron entonces asociar al pueblo a sus designios. Varios siglos después y cuando la libertad vino, citáronse, seria y gravemente, como fundamento de autoridad, ciertos precedentes de este período; pero un crecimiento demasiado rápido produjo una decadencia más rápida aún. Favorecido por los disturbios, el desenvolvimiento político fue perjudicado más bien que favorecido. El edificio de la sociedad era entonces de construcción feudal; en cuanto a las ciudades, no formaban más que un apoyo auxiliar. Lo que entonces constituía la fuerza del pueblo, era una fuerza aristocrática que obraba con la cooperación de la pequeña nobleza y de los grandes colonos, y todo ello apoyado en la fidelidad de partidarios que habían prestado juramento. A la cabeza de sus fuerzas que le daban su importancia, se encontraba la alta nobleza. Los grandes barones, adhiriéndose al partido de la rosa encarnada o de la rosa blanca, o bien pasando de uno a otro partido, fueron de año en año disminuyendo en el respecto de la fortuna, del número y del poder. Cuando, en Bosworth, terminó la gran lucha, una buena parte de los combatientes principales había desaparecido; los barones turbulentos, ambiciosos y ricos que habían hecho la guerra civil, fueron aplastados por ella. Hecho dueño del reino, Enrique VII encontró pronto un Parlamento capaz de darle informes, pero ese Parlamento no tenía el poder de inspeccionar y sostener los actos del soberano.

El gobierno consultivo, en el período anterior a los Tudores, no se parecía mucho a los gobiernos que los escritores franceses califican así. Creo que al Imperio se da en Francia el nombre de gobierno consultivo. Pero las asambleas francesas tienen una simetría y una existencia artificiales. Una de ellas es elegida por medio del sufragio universal, por medio del escrutinio secreto y de circunscripciones electorales determinadas de modo que resulten igualmente divididos los votos entre los miembros que deben representar cada una de esas circunscripciones; por último, las dos asambleas simétricas tienen también entre sí una especie de igualdad.

Nuestros Parlamentos ingleses no estaban organizados simétricamente, sino que tenían una existencia real. Se designaban sus miembros de cualquier modo; el sheriff tenía un poder casi discrecional para enviar a los burgos cartas convocatorias, es decir, que con una gran medida podría componer a su voluntad los colegios electorales; en cada uno de los burgos se despertaba vivamente el derecho de votar, y el partido más fuerte imperaba sin atender al número. En Inglaterra, en aquellos tiempos, se quería ante todo conocer distintamente la opinión del país, dado que había en eso una necesidad real y urgente. Como se reunió a los representantes de la nación para pedir alguna cosa al país, ya sea ayudar al rey en una guerra, pagar deudas atrasadas, darle su apoyo en una coyuntura crítica; a los reyes de este período no les hubiera gustado tener ante sí una asamblea ficticia, porque se hubieran visto privados del único instrumento que podía revelarles la opinión del país. Y aun cuando hubieran querido fabricar una asamblea ficticia, no lo habrían logrado. El medio de fabricar una asamblea de ese género es tener un poder ejecutivo centralizado; ahora bien; entonces no había pretexto para disciplinar los comunes rurales y apropiar sus votos al deseo del gobierno central. A no examinar más que la manera cómo se elegían los miembros del Parlamento, un teórico estaría en el derecho de decir que esos Parlamentos no eran otra cosa que asambleas, a las cuales acudían personas influyentes designadas al azar en el reino de Inglaterra. Sería preciso combatir esta definición para hacerla más exacta, pero en fin, admitiéndola, prueba el mérito de esos Parlamentos. Si no fueran más que asambleas fortuitas, resultaría que por lo menos no eran asambleas de antemano preparadas; ninguna administración se había mezclado para fabricarlas; ninguna, por lo demás, hubiera podido hacerlo. Se trataba de consejeros de buena fe, cuya opinión, buena ó mala, tiene en todo caso una importancia suprema, porque su cooperación era indispensable para la marcha de los negocios.

La legislación como poder ejecutivo, no era para esos antiguos Parlamentos más que una ocupación secundaria. Ningún estatuto, que yo sepa, se aprobó bajo el reinado de Ricardo I, y todos los actos legislativos del período anterior a los Tudores no darían con qué vivir a un agente moderno que lograra el monopolio. Pero el derecho de oponerse a las leyes nuevas dominaba en todas las acciones de ese Parlamento, y eso era su principal utilidad. Impedir que el rey se permitiese la libertad de cambiar los principios casi sagrados del derecho constitucional sin preguntar a la nación si consentía en ello o no, tal era el papel principal del sistema. Para los actos excepcionales y singulares, porque así es como en esta época se consideraba todo acto legislativo nuevo, el rey debía tentar el sentimiento popular como para las demás medidas es menester. A él era a quien en definitiva pasaba el derecho de hacer las leyes, pero no las decretaba más que después de haber consultado a los lores y a los comunes, y sólo entonces emanaba el decreto de él, revestido de una autoridad sagrada que le daba fuerza. No tocaba en las reglas directivas de la vida ordinaria, sino después de haber consultado al pueblo; sin eso no se le hubiera obedecido en aquella edad primitiva, cuando se temían menos que hoy se temen las calamidades de la guerra civil.

Varios actos de aquella época, y es el hecho muy característico, son actos declaratorios; no pretenden imponer al pueblo una prescripción nueva en nombre de la autoridad real, se limitan a enunciar y a precisar el sentido de la ley existente, confirman costumbres que están reconocidas de tiempo inmemorial, no crean deberes nuevos. En la misma Magna Carta, las innovaciones tienen sólo un rango secundario. Mezcla de reglamentos antiguos y originarios, la Magna Carta era una especie de pacto destinado a fijar lo que, en las costumbres, era dudoso, y se tenía el cuidado de proclamarlo de tiempo en tiempo, como se cuida todos los años de recorrer un campo para reconocer sus límites y asegurarse contra toda tentativa de despojo de los derechos que la prescripción pudiera atacar. Esas Magnas Cartas eran de hecho, tratados entre diversos órdenes o diversas facciones, tratados que tenían por objeto confirmar antiguos derechos o derechos que se querían reconocer como antiguos, más bien que leyes en el sentido ordinario de la palabra. Se debe ver en ellas convenciones que la sociedad de la Edad Media estipulaba de tiempo en tiempo; y esas convenciones se celebraban de un modo perfectamente natural, sobre todo para dar por terminados los debates entre el rey y la nación, procurando el rey siempre saber hasta qué punto. la nación permitía ir, y esforzándose la nación con sus murmullos y sus resistencias, para impedir todos los actos administrativos que no le gustaban, y para poner un freno a las exigencias de la Corona.

Sir James Mackintosh dice que la Magna Carta transformó el derecho de impuesto en paladín de la libertad. Nada de eso hay en absoluto. La libertad existía antes de esta Carta, y el derecho de votar los impuestos fue una consecuencia de ella y una prueba, pero no el fundamento. La necesidad de consultar al gran Consejo del reino antes de acordar los impuestos, el principio de que un Parlamento podía tratar de las quejas públicas antes de conceder subsidios al soberano, no son más que testimonios que demuestran de una manera palmaria la existencia de la doctrina primitiva, porque el rey debía consultar al Consejo del reino antes de toda empresa, cualquiera que fuese, ya que necesitaba ayuda. Con razón se ha puesto en el gran tratado el derecho de fijar los impuestos, pero el derecho hubiera sido letra muerta si no hubiera habido una fuerza armada y una organización aristocrática para obligar al rey a celebrar un tratado. Así, pues, ese derecho fue un resultado y no un fundamento, fue un ejemplo y no una causa.

Las guerras civiles, después de haberse prolongado, destruyeron lo que se puede llamar los antiguos consejos; destruyeron casi toda la gran nobleza, que comprendía los miembros más potentes: fustigaron la pequeña nobleza y la alta burguesía, derribaron la organización aristocrática que había servido de base útil para la resistencia contra la monarquía.

El segundo período de la Constitución británica comienza con el advenimiento de los Tudors y llega hasta 1688. Es, en resumen, la historia del crecimiento y del desenvolvimiento progresivo que acabó por dar la supremacía al nuevo Parlamento. No me propongo trazar aquí la marcha gradual del gran Consejo. Es bien conocida: sabido es que servil primero bajo Enrique VIII, murmurador bajo Isabel, tuvo sus tendencias sediciosas bajo Jacobo I, hasta hacerse rebelde bajo Carlos I. Las etapas han sido múltiples; pero el espíritu fue siempre el mismo; es el espíritu de la clase media, y doy a ese nombre de clase media el sentido más amplio. Ahora bien; esta clase, después de haber crecido poco a poco, se vió animada por un soplo, que fue el soplo del protestantismo. No se puede menos, creo yo, de reconocer con Maucalay, que no habrían bastado las causas políticas para provocar una resistencia tal al soberano, que fue preciso además el impulso de la idea religiosa.

Bien sé que el pueblo inglés ha flotado entre el catolicismo y el protestantismo, sin contar con que ha habido en él varios matices y varias sectas protestantes: esta vacilación que se ha moldeado sobre la de los primeros Tudors, duró hasta la época de los puritanos. La masa de las poblaciones inglesas estaba en una situación indecisa, según nos enseña Hooper, que lo estaba su padre, el cual no tenía por el protestantismo ni cariño ni aversión. Sin embargo, poco a poco penetraba por la clase media de Inglaterra un verdadero espíritu evangélico, como hoy diríamos, y un sentimiento antipapista aún más fuerte la dominó al fin, lo que añadía al fondo de energía potente que jamás falta a esta clase la animación moral que casi nunca tuvo. Esto es lo que ha hecho decir que Cromwell ha fundado la Constitución inglesa. En la apariencia, Cromwell no sobrevivió a su obra. Su dinastía fue derribada al propio tiempo que la República fue derrocada; pero el espíritu de la obra no fue dominado, jamás dejó de tener en el país un influjo que, no por ser lento como el fuego de un volcán, ha dejado de conservar toda su fuerza. Carlos II decía que jamás se habría confiado ni a los hombres ni a las cosas: sabía muy bien que, aunque sus enemigos de Worcester hubieran perecido, su espíritu estaba aún entero y vivo en otros corazones.

Pero la República de Cromwell y las asperezas del puritanismo, inspiraban una profunda aversión a la mayoría de los ingleses. Veíase en él, por decirlo así, lo que el partido rojo representa en Francia, y en otras partes, el único elemento revolucionario del Estado, y eso bastaba para suscitar el odio. Por sí mismo este elemento no podía nada: por el contrario, espantaba, alejaba a los moderados y a los indiferentes, así como a las inteligencias elevadas: por sí mismo y por sí solo era impotente contra la inquebrantable apatía del carácter inglés; pero dando a este elemento una envoltura material que agrade a la vista, dejándole una ocasión de explotar, v. gr., cuando las clases aristocráticas, unidas a él, lo revistieron o adornaron con su barniz, tal elemento, aunque sea oculto a la sombra de la aristocracia, le dará como segura la victoria.

Ahora bien; esta ocasión se presentó en 1688. Jacobo II, en virtud de su increíble persistencia en la falsía, había irritado, no sólo a los enemigos, sino a los partidarios de su padre, los anglicanos al igual que los puritanos, toda la nobleza whig y la mitad de la nobleza tory, y además la burguesía disidente. La autoridad del Parlamento se fundaba a la vez en el concurso de los que de ordinario estaban por la monarquía y de aquellos que estaban contra ella. Pero el resultado fue de escaso valor durante largo tiempo. Se ha dicho que Inglaterra había tenido el mínimum de una revolución porque se ha limitado a cambiar legalmente de dinastía. Jamás se ha pensado en que ese cambio era para la multitud todo lo más que podía pedirse, porque la multitud no veía en el gobierno más que una dinastía y nada más. El orden nuevo necesitó de todo el prestigio de la aristocracia para atraerle las masas, y aun a pesar de eso, las masas no se adhirieron a él sino imperfectamente, de un modo dificil y violentándose. Durante largo tiempo hubo en el aire un cierto descontento. Si entre los Stuardos hubiese habido un príncipe capaz a quien se hubiera podido considerar como protestante sincero, ese príncipe probablemente hubiera logrado destronar la casa de Hannover. El pueblo tenía un respeto tan innato por el derecho hereditario, que hasta el advenimiento de Jorge III, el gobierno inglés tuvo que temer sin cesar las empresas de un pretendiente.

He ahí un hecho sobre el cual he insistido hasta la saciedad y sobre el cual deben insistir necesariamente, porque tiene un influjo supremo. Muchos ingleses, de los que componen la parte de la nación más elevada y más esclarecida, se habían familiarizado con el mecanismo del gobierno constitucional, pero la masa no lo entendía: para ella no había otro gobierno que la monarquía; la monarquía, es decir, la persona real. Por último, la masa del pueblo se dejaba arrastrar por el encanto de la aristocracia, y sobre todo por el influjo de las grandes familias whigs y de sus partidarios: la razón y la libertad no hubieran bastado para atraérselos.

Aunque la autoridad del Parlamento se estableció definitivamente en 1688, esta autoridad ha variado desde entonces en sus modos de aplicación. El Parlamento no supo ejercerla en un principio. Macaulay ha explicado perfectamente cómo aprendieron los partidos a organizarse y a designar gobiernos; hasta fecha reciente se ha atribuido con muy escaso acierto a los soberanos una intervención en la elección de ministros. Cuando Jorge III se puso completamente loco, en 1810, todos creían que Jorge IV, al llegar al poder como príncipe regente, cambiaría la administración de Mr. Perceval, confiando a lord Grey o a lord Grenville, jefe de los whigs, el cuidado de formar un nuevo ministerio. El ministerio tory proseguía con éxito contra Napoleón una guerra de la cual dependía una cuestión de vida o muerte; pero, en el espíritu del pueblo, la idea de que era necesario en el poder esta administración en circunstancias tan graves, no neutralizaba la idea de que el regente era whig. Es verdad que este príncipe había sido whig antes de la Revolución francesa, cuando llevaba en compañía de Mr. Fox, en Saint James Street, una vida incalificable que lord Grey y lord Grenville no hubieran aprobado, como gente austera e incapaz de ejercer un influjo inmoral. Pero todo lo que el regente había podido tener de liberalismo en otros tiempos se había desvanecido en él como a muchos otros ocurriera ante el reinado del terror. Entonces había reconocido, para emplear la palabra de otro soberano, que su oficio era ser realista. Así se vio pronto que lo que sobre todo quería era conservar a Mr. Perceval en el poder, y buscar cuestión con los lores del partido whig. Como es sabido, conservó el ministerio que había encontrado en su puesto; pero el hecho sólo de que se haya podido atribuírsele la idea de cambiar su ministerio indica cuán moderna es la teoría de la omnipotencia parlamentaria.

A través de esas peripecias que he bosquejado a grandes rasgos, y a través de otras aún de que sería demasiado largo y quizá inútil hablar, es como el cambio político en otro tiempo efectuado en las ciudades griegas, tanto en la apariencia como en el hecho, se efectuó entre nosotros en realidad sin tocar a la apariencia. Inglaterra ha visto los apéndices de la monarquía convertirse en instituciones republicanas; únicamente la existencia de una población numerosa y heterogénea de nuestro país nos ha obligado a conservar la máscara del pasado, si bien haciendo pasar por debajo de esa máscara la realidad nueva.

Una historia tan larga y tan curiosa debe dejar y ha dejado huellas en la mayor parte de nuestra organización política; esas huellas son visibles en un gran número de casos importantes, y sin notarlos o señalarlos como se debe no se puede llegar a la solución exacta de ciertos problemas.

¿No es un rasgo singular del carácter inglés la desconfianza con que rodea al poder ejecutivo? En ese respecto no somos un verdadero pueblo moderno, como los americanos. Los americanos consideran su ejecutivo como un agente nombrado por ellos. Si este agente llega á intervenir en los asuntos de la vida común, es, según ellos, en virtud de un mandato soberano, y autorizando semejante acto, frente a sí mismo, el pueblo no se cree lesionado en sus derechos ni poco cuidadoso de su libertad.

Los franceses, los suizos y todos los pueblos que viven la vida moderna, tienen en absoluto las mismas ideas. Las exigencias materiales de nuestra época piden que el ejecutivo sea fuerte; si no, los pueblos sufren en el respecto del bienestar, de la salud, del vigor. Una nación que se llame libre no debe temer la usurpación del poder ejecutivo, porque la condición misma de la libertad para un pueblo es que se gobierne a sí mismo, y el ejecutivo no es otra cosa que el cuerpo político de que el pueblo se sirve para gobernarse.

Pero la historia ha dado otro giro al sentimiento inglés. Nuestra libertad es hija de las resistencias opuestas durante varios siglos con más o menos legalidad, y más o menos audacia, al poder ejecutivo. Así hemos heredado sentimientos que animaban a nuestros antepasados durante la lucha, y los hemos conservado en medio del triunfo. La acción del Estado nos parece ser, no la nuestra, sino la de un extraño; nos parece un abuso de la tiranía y no el resultado supremo de nuestras voluntades coaligadas. Recuerdo que en el momento del censo de 1851, una señora anciana declaraba que se iba contra las libertades inglesas. Si el gobierno, dice, tiene un poder tan inquisitorial, si puede preguntar los nombres de las personas que viven bajo el mismo techo que usted o qué edad tiene una, ¿hasta dónde no se llegará y qué no podrá hacer?

El instinto natural del pueblo inglés es resistir a la autoridad. Cuando se crearon los policemen, la cosa disgustó al pueblo. Sé de gentes, gentes viejas sin duda, que, aun hoy todavía, ven en esa creación un ataque á la independencia, una imitación de los gendarmes franceses. Si los primeros policemen hubieran usado cascos, no se sabe lo que hubiera ocurrido: se hubiera dicho que eso era una tiranía militar, y la insubordinación nativa del pueblo inglés habría triunfado sobre el amor a la paz y al orden, que es de naturaleza completamente moderna. Esta vieja idea que el gobierno es un extraño, domina siempre en los espíritus, aunque no tenga nada de verdadera, y aunque en los momentos de calma y de buen sentido se sepa muy bien que es falsa. No sólo es nuestra historia la que produce estos efectos, podría prescindirse de ella, porque los resultados de nuestra historia lo produce igualmente. Así, por ejemplo, el doble carácter de nuestro gobierno. Cuando se quiere marchar contra el ejecutivo, se toma la Corona, cuya autoridad está tan fuertemente limitada en el mecanismo constitucional. Hay tantas gentes que, a pesar de la ley, a pesar de la evidencia de los hechos, se niegan a mirar a la reina como el instrumento pasivo de las voluntades populares, que aún es corriente declamar contra su prerrogativa y decir que se trata de un arma contra el pueblo y que es preciso desconfiar de ella. Por la naturaleza misma del gobierno, el ejecutivo no puede, entre nosotros, obtener el mismo grado de afecto y de confianza que entre los suizos y los americanos.

La historia de Inglaterra y sus resultados han producido, además, esta tolerancia que tenemos hacia las autoridades locales, hasta un extremo tal que sorprende mucho a los extranjeros. En la lucha contra la Corona, el espíritu local servía de defensa y apoyo. Las corporaciones locales, los condados, los burgos, son los que han nombrado los miembros de los primeros Parlamentos: y porque esos centros locales era libres, los Parlamentos lo han sido también. Si los representantes no hubieran sido elegidos por cuerpos, con una existencia real e independiente, no hubieran tenido ningún poder. He ahí lo que explica la variedad de los medios que en otros tiempos se empleaban para elegir representantes. El gobierno dejaba el derecho de sufragio en cada ciudad al partido más fuerte, aplicando así las leyes de la naturaleza en materia electoral. Más tarde, durante la guerra civil, varias corporaciones, como la de Londres, formularon bases de operaciones para la resistencia. Tomemos por vía de ejemplo á Londres: si hay alguna cosa que los ingleses ilustrados vean con desagrado, es la Corporación de Londres. Ha conservado con cuidado todos los abusos legados por el pasado; tiene grandes ingresos mal administrados; un sistema anticuado que concentra en un círculo estrecho los esfuerzos de las autoridades; permite a cien parroquias perpetuar su deplorable existencia, y mantiene una porción de sociedades dispendiosas e inútiles. Si Londres no se ha embellecido ni tiene los esplendores de París, la culpa es de su Corporación, y, en una buena parte, esta Corporación es responsable del aspecto miserable y sucio que se advierte en la ciudad de Londres. Pero la Corporación de Londres fue, durante siglos, uno de los baluartes de la libertad inglesa. Porque se sentía fuerte con el apoyo que le dispensaba una capital bien organizada, el Parlamento Largo tuvo un vigor y una vitalidad que no hubiera podido encontrar base en otra parte. Los principales patriotas del partido parlamentario tuvieron su refugio en la ciudad, y lo que en nuestra historia se parece más a una asamblea reunida permanentemente, es un Comité del Guildhall, donde tenían derecho de votar todos los miembros a medida que se presentaban. Hasta los tiempos de Jorge III la ciudad fue un centro útil para la opinión pública. Conservándolo, hemos, como en otras circunstancias, introducido en el edificio político ciertos restos de los andamios que sirvieron para construirlo.

M. de Tocqueville acostumbraba sostener que, en ese respecto, los ingleses no sólo eran excusables por su historia, sino que, en buena política, tenían razón. Fundaron lo que puede llamarse el culto de las corporaciones. Nada más natural que en Francia, donde el pueblo no sabe organizarse por sí mismo, donde el prefecto debe dar su opinión y tomar la iniciativa en todas las cosas, un pensador solitario haya sido impulsado, a causa del disgusto que le produce un sistema exagerado, cuyo mal conoce, a adoptar otro sistema no menos exagerado, los inconvenientes del cual ignoraba. Pero en un país como Inglaterra, donde el espíritu práctico está tan extendido que para cualquier abuso se puede organizar un comité de vigilancia y encontrar un comité ejecutivo capaz de aplicar el remedio conveniente, no tenemos necesidad para instruimos en materia política, como M. de Tocqueville procuraba hacerlo, de estudiar en qué medida es necesario distribuir el poder entre los cuerpos independientes y el poder central. Toda la educación que las municipalidades eran susceptibles de darnos la tenemos ahora: hemos acabado nuestros estudios, y, ahora, llegados ya a la edad madura, podemos prescindir de lo que nos sirvió durante nuestra infancia.

Las mismas causas sirven para explicar las innumerables anomalías de nuestra política. Declaro que no participo enteramente de la repulsión que esas anomalías inspiran a algunos de nuestros mejores críticos. Es natural que gentes habituadas, por estudios especiales, a considerar todas las cosas desde el punto de vista artístico, sientan alguna antipatía hacia esas singularidades: pero también es natural que personas habituadas al análisis de las instituciones políticas concedan a esas anomalías cierto grado de importancia a interés, porque pueden damos alguna enseñanza. La filosofia política es una ciencia imperfecta aún; se funda en observaciones que proporcionan algunos sistemas políticos y algunos Estados, y esas observaciones tienen resultados preciosos. Pero de todas suertes, no es menos cierto que los datos de que dispone son incompletos. Las enseñanzas que de ellos se sacan son muy buenas cuando están de acuerdo con la hipótesis primera, pero pueden ser falsas en el caso contrario. Para la filosofia política una anomalía política desempeña el papel de una enfermedad rara a los ojos de la ciencia médica: es un caso interesante. Hay materia para instruirse en ese caso, aunque en él falten las conclusiones ordinarias. No me es, pues, imposible rechazar, como tantos otros, esas anomalías. En mi concepto sería esto tanto como exponerse a perder la huella de verdades importantes que fácilmente se podrán descubrir.

Con esta reserva admito y llego hasta afirmar que nuestra Constitución está llena de rarezas que la dificultan, que la perjudican y que deberían desaparecer. En varios puntos, nuestra legislación se parece a los barrios de las ciudades donde las calles serpentean de una manera tan caprichosa, que se tarda bastante tiempo en saber cómo se unen. Al fin se advierte que están formadas por el establecimiento sucesivo de casas que siguen las sendas y caminos tortuosos ya existentes, y si se las sigue hasta los campos, llega uno a darse cuenta de esta formación viéndola producirse en su origen. Lo propio parecen ciertos rasgos de nuestra Constitución, los cuales estaban destinados a épocas en las cuales la población estaba diseminada, tenía pocas necesidades y había sencillez: las aceptamos, en apariencia, aunque la civilización haya venido con sus peligros, sus complicaciones y sus goces. Esas anomalías, en un gran número de casos, señalan los sitios en que tuvieron lugar las luchas en el terreno constitucional. La línea destinada a servir de frontera contra las pretensiones contrarias ha sido trazada en los azares de la lucha, según los combatientes, antes de morir, han llegado a imponerla por la fuerza: las generaciones siguientes se han entregado, por su parte, a otros combates, y la línea que en el origen debió marcar tan sólo los resultados de las batallas indecisas, ha persistido para constituir un límite perpetuo.

No miro como una anomalía la existencia de nuestro doble gobierno, con sus accidentes sin número, aunque la mayoría de las rarezas de que a menudo se quejan las gentes se deriven de ahí. La coexistencia de una prerrogativa real semejante y de un gobierno real, en Downing Street, es cosa que conviene á nuestro país en nuestro siglo (1).

Nuestra historia y las instituciones que nos ha legado han tenido un gran influjo sobre nuestro carácter nacional: imposible exagerar el efecto de nuestra historia y de nuestras instituciones fundándose en la idea que comúnmente se tiene de nuestro carácter. La mitad de las gentes se imagina que el inglés nace incapaz para la lógica, que gusta de la complejidad por sí mismo, y que ningún pueblo dotado de lógica hubiera hecho la Constitución tal como es la nuestra. Es cierto que nadie la ha hecho. Es un resultado compuesto de diversos esfuerzos, de los cuales pocos considerarán el conjunto, y la mayoría de los cuales no tiene sino una relación limitada con el fin inmediato. La misma obra política de la Francia está en el mismo caso. Bajo el antiguo régimen, cada provincia tenía instituciones tradicionales muy complicadas, que han caído en el olvido, sobre todo, porque eran tan embrolladas, que no podían definirlas con claridad y exactitud. Eran tan malas, que al fin se prescindió de ellas en el espíritu nacional. Bajo el gobierno actual mismo, cuando ocurre que un gran hecho político es el resultado de diversos arreglos, se advierte la existencia de una cierta complejidad.

Y si no, que se procure descubrir con entera exactitud las relaciones del imperio con los ferrocarriles, y se verá que equivale esto a emprender una tarea muy dificil, hasta tal punto es complejo el estado de esas relaciones, tan inextricable es, si no se le refiere a las convenciones anteriores. Una prueba tomada de la lingüística, esta piedra de toque tan buena, la mejor para verificar el carácter de un pueblo, demuestra que los ingleses gustan, más aún que los franceses, de la sencillez, y soportan con menos calma las anomalías sin razón de ser. Si no fuera así, se vería de seguro editar en París más de un bonito estudio acerca del espíritu conservador verdaderamente bárbaro en materia de lenguaje que, se diría, obliga a los ingleses a conservar el uso de los géneros en su gramática. Como son los franceses los que han conservado la distinción de los géneros, mientras que nosotros la hemos abandonado, no se oye hablar de esta anomalía; pero, ¿es por esto más ridícula y más dificil de explicar? No se puede dar cuenta de ella sino estudiando el pasado de la lengua francesa. La gramática inglesa es un notable testimonio de la sencillez que hay en nuestros gustos. Se reconoce, creo yo, que los americanos tienen lógica, así como los franceses y los alemanes: de suerte que los pueblos de donde salimos y aquellos que hemos engendrado tienen cualidades de que se nos supone a nosotros desprovistos. Hay en semejante teoría una tal falta de probabilidad, que se debería renunciar a ella.

Sin embargo, aun negándonos a admitir que la Constitución inglesa es el producto de un carácter nacional que no tiene lógica, y aun afirmando que el fondo del carácter inglés en el respecto de la inteligencia y de la moral, tiene solidez, concedo que nuestra Constitución, que para la mayoría de nosotros es una especie de enigma, de enigma beneficioso, es verdad, no puede ser considerada como un modelo de simetría. Pero si es bueno a nuestros ojos, aunque se la acuse de ser ilógica, se puede suponer que en el fondo es razonable.

Precisamente porque los excelentes efectos de esta Constitución tienen un origen inexplicable, se propende a dudar de la utilidad de las cosas que se pueden explicar. Y por lo que especialmente se refiere a la Constitución, se ha pensado con razón, que es peligroso zanjar las cuestiones rápidamente y de golpe. Es preciso tomarse el trabajo de estudiar el plan de un edificio antiguo antes de proponer ese plan destinado a arreglarle: las montañas están muy bien cuando se trata de un emplazamiento vacío; pero no ocurre lo mismo cuando se trata de construcciones que cargan en un edificio gótico.

Antes de efectuar un cambio en nuestra Constitución, es preciso estudiar y dibujar la parte que se quiere modificar, y eso no siempre es fácil de ejecutar con precisión. Es tan cierto, en definitiva, que los ingleses tienen una verdadera lógica en el espíritu, que han llegado a considerar su Constitución no sólo como un conjunto de precedentes, sino como un modelo: así tienen más confianza en las medidas que tienen alguna analogía con las partes existentes que en aquellos que contrastan con ellas. Pero esas medidas, que tienen un carácter de analogía con el orden constitucional establecido, es necesario, además, que sea posible comprenderlas. Las innovaciones, por lo mismo que son innovaciones, no gustan al carácter inglés, y si esto se duda, bastaria proponer un plan de reforma electoral que sea un poco original, y ya se verá qué de tiempo le será preciso al autor de ese plan para verse reducido a tener un número de partidarios completamente insignificante.

En fin; nuestra historia y sus resultados complejos han hecho de la gran cuestión política del día, la cuestión del sufragio electoral, un problema extremadamente difícil, tan difícil, que no puede esperarse ninguna solución perfecta y que es preciso resignarse a elegir entre verdaderos enredos.

Hay dos clases de países en los cuales la cuestión del sufragio electoral es fácil de resolver. En un gran país donde no haya más que cultivadores, donde la sociedad es homogénea, donde el bienestar está generalmente difundido así como la educación, seguramente se podrán tener colegios electorales adecuados. Trácense sobre el mapa de un país paralelogramos de superficie igual, y llámeselos circunscripciones electorales o bien aún, distribúyanse el conjunto de los habitantes en estas aglomeraciones, iguales en cuanto al número, para hacer con ellos colegios electorales: el efecto será el mismo. Una nación grosera, en la cual la educación elemental está difundida, donde el bienestar está asegurado a todos, conseguirá procurar un Parlamento pasable con un sistema electoral cualquiera, aunque sea incapaz de nombrar un Parlamento distinguido.

Todavía cabe imaginar un país donde las partes menos esclarecidas y las menos ricas de la nación consientan en conceder privilegios electorales a las gentes más instruídas. Sería esto un testimonio de respeto fundado en la razón y que se podría justificar. En ese país sería posible conceder a todos los habitantes el derecho de votar dando a las gentes ricas e instruídas varios votos. Consintiendo el pueblo en reconocer ciertas clases y ciertas capacidades, se tendrían los medios de ofrecer a esas clases y a esas capacidades una amplia parte en los negocios políticos. Pero Inglaterra no es ninguno de esos dos países.

Según he demostrado, quizá hasta la saciedad, en un estudio precedente somos un pueblo respetuoso, pero respetuoso de imaginación, no por la razón. El homenaje de las clases ignorantes se dirige, en nosotros, no a las individualidades sino a las generalidades, no a las cosas precisas, sino a las cosas vagas, esas clases están como desvanecidas ante el espectáculo magnífico de la sociedad inglesa, se prosternan gustosas, pero no se dan cuenta de sus ídolos, no razonan su culto. Una aldea inglesa es en este momento muy feliz, está muy satisfecha, acepta el gobierno, le ama. Pero no se espere satisfacerla formulándole preguntas, diciéndole: ¿Queréis confiar los negocios políticos a las personas que pagan en alquiler de veintiuna a treinta libras esterlinas? ó bien, ¿consentiréis en votar a condición de que las personas que viven en grandes casas o que saben muy bien leer y calcular muy bien tengan más votos que vosotros tendréis?

Si se quiere comprender bien lo que es Inglaterra, supongamos que se reúne a los campesinos de Dorsetshire cerca de su aldea para dirigirles solemnemente esas preguntas; el máximum de inteligencia a que se elevaría ese cónclave, tendría por expresión palabras de este género: ¡Ah, señor! ustedes que son gentes bien criadas, saben mucho; y la reina, a quien Dios bendiga, nos protegerá.

Desde el momento en que se está bien penetrado de la idea de que Inglaterra es una República disfrazada, es preciso tener cuidado de tratar con cierto tacto las clases para quienes ese disfraz es necesario. Es de hecho cómo los más avanzados de entre nosotros saben tratar esas clases con cuidado. Nuestros más ardientes demócratas se mantienen apartados de las aldeas, de las pequeñas poblaciones, de los caseríos aislados, donde las ideas son poco republicanas. Ni aun descienden a las calles para recoger a los ignorantes. Si fuesen ahí, probablemente no encontrarían gentes que aspirasen a los derechos electorales, o que siquiera supiesen lo que eso significa. A veces esas clases tienen necesidades, grandes necesidades. Pero interrumpirían los mejores discursos de Mr. Bright gritando como el populacho de París: ¡Pan, pan, y nada de discursos largos!

Sabido es que Bonaparte esperaba conquistar la amistad de los egipcios prometiéndoles una Constitución; como decía con razón Mr. Kinglake, era eso obrar como el cazador que espera se llene su zurrón de caza prometiendo a las perdices una Cámara de los Comunes. El mismo resultado se obtendría intentando hacer una Constitución muy clara para nuestras clases ignorantes. Tienen éstas hoy por el poder una deferencia involuntaria, inconsciente, y eso es una fortuna; pero no le concederían esa deferencia en virtud de un razonamiento.

De donde se sigue que, en definitiva, Inglaterra no se parece ni a un país donde el número gobierna, ni a un país donde la inteligencia está en el poder por el hecho mismo de ser la inteligencia. Las masas son infinitamente demasiado ignorantes para gobernar por sí mismas, y, en cuanto a la inteligencia, son incapaces de apreciarla. Comprenden el rango y además la riqueza; pero fuera de la expresión es un pícaro, no tienen para apreciar la inteligencia sino pocas cualidades y pocas fórmulas.

El sistema actual, según he demostrado, no deja de ser singular. Las clases medias son las que gobiernan a la sombra de las clases elevadas. La inmensa mayoría de los colegios electorales, en los burgos por lo menos, pertenecen a la burguesía, y la mayoría de los colegios electorales, en los condados, no pertenecen a la burguesía más elevada. Esos electores no son de los que atraerían a los hombres si se les viese. No son más que los depositarios de los homenajes que se rinden a otros. La masa de las poblaciones en Inglaterra no tiene deferencia más que para la aristocracia, los electores nominales son como los intermediarios que no se designan por su propio mérito y que no eligen representantes en su propia clase.

No es en verdad una observación agradable la que se hace, al ver que nuestro sistema es artificial, y persuadirse que ningún sistema natural nos conviene. Nuestro sistema electoral produce la Cámara de los Comunes, y esta Cámara es soberana. La calidad de esta Cámara hace la del gabinete, la de la administración y la de nuestra política. Así, hemos concedido con los derechos electorales, el poder supremo a personas que no son elegidas según un sistema preconcebido, y que serían inaceptables para el cumplimiento de su tarea si se decidiesen a elegir la Cámara de los Comunes de entre los suyos. Y sin embargo, ese sistema más sencillo sería fatal. Algunas personas están descontentas de lo que llaman la debilidad del Parlamento, el cual les parece débil no en el respecto del talento ni de la opinión, sino desde el punto de vista de la acción; esas personas esperan que aumentaría la energía del Parlamento por medio de una reforma completa en el sentido democrático. No hacen más que metáforas, cuando de lo que se trata es de Titán que recobra su fuerza tocando la tierra: temo mucho que aun para esas personas este ejemplo mitológico desempeña el papel de ese argumento. Equivale esto a suponer que en la parte baja de la escala social, hay energía porque hay allí pasiones. Pero al propio tiempo que la fuerza se necesitan ideas; y nuestras clases ignorantes y pobres no tienen ideas.

Examinemos el asunto con atención:

Supongamos que se extiende el derecho de sufragio por toda Inglaterra, en los colegios electorales actuales. Resultaría que los condados estarán tanto, si no más a disposición que hoy, de los propietarios territoriales. Por medio de sus agentes que jamás han tenido una opinión política razonable y que no aspiran a tener ni inteligencia, ni independencia, esos propietarios serán dueños de los colegios electorales. Cuanto más se rebaje el censo electoral, en los condados agrícolas, hasta ponerlo en 20 libras esterlinas, o aunque sea hasta 15 libras esterlinas, más se afirmará el dominio de los que hoy tienen la influencia, más se confirmará el yugo de los Quarter sessions.

En cuanto a los pequeños burgos, cuanto más se amplía el derecho de sufragio, más se asegurará la preponderancia del capital. En el mayor número de las ciudades pequeñas no hay obreros que se ocupen de política lo bastante y que se respeten lo suficiente para no vender sus sufragios; no hay entre ellos veinte individuos, de cada diez mil, que estén siquiera en situación de comprender por qué se podría censurarles por entregarse a ese tráfico. Saben que esa es la opinión de las gentes de buena educación; pero estiman que se trata de un prejuicio de las clases altas, una de esas tonterías que los ricos inventan cuando hablan de los pobres. Personas bien informadas me afirman que ese sentimiento popular, lejos de disminuir, no hace más que aumentar cada día. Aparte de que el influjo del capital aumenta de año en año, en los colegios electorales las cuestiones que se agitan están de día en día menos al alcance de los pobres. Si el ritualismo fuese una cuestión política, sería indiferente. No dudo que un candidato que pudiese declararse antiritualista contra un adversario ritualista, no fuese nombrado por aclamación. Sería el verdadero representante de los electores en la única cuestión quizá que les preocupa. En algunos sitios un elector aventuraría su vida si consintiese en dejarse corromper para votar en favor del Papa. Pero que una persona intente explicar la reforma administrativa o la reforma de la ley, o aunque sea la reforma parlamentaria ante un auditorio que el azar haya reunido en un pequeño burgo, no logrará sino aburrir a aquellas gentes. No hay un solo obrero en esos burgos que por sí mismo piense en esas cuestiones, o que sea capaz de comprenderlas si se las expone rápidamente o de viva voz. Las personalidades interesan más a las multitudes. Un candidato novicio preguntaba no hace mucho tiempo a un veterano qué asunto debería tratar. Hábleme usted de Gladstone o de Garibaldi -le respondió el hombre-. Hable usted el mayor tiempo posible y vuelva lo más pronto posible.

Hay tan pocos asuntos que ofrezcan hoy interés a los electores pobres y en cambio se les prodiga tanto dinero, que en lugar de sugerirles que es un crimen dejarse corromper, será preciso mirarles como anacoretas, en materia política, si permanecen incorruptibles. Cuanto más se rebaje el censo electoral en las pequeñas poblaciones, más se aumentaría la preponderancia del capital.

Respecto de las grandes ciudades, la cuestión es otra: allí por lo menos hay un poco más de variedad. Esas ciudades comprenden un gran número de artesanos que tienen realmente inteligencia, que son capaces de formarse una opinión política y que están muy bien para ceder a las sugestiones de la corrupción. En qué proporción exacta están esos artesanos, lo ignoro.

Se sabe a que atenerse sobre poco más o menos acerca del número de individuos que componen la clase de los artesanos, pero en ese número hay unos que difieren mucho de los otros; hay muchos que jamás se mezclan en política, y que, incapaces en absoluto de mezclarse en ella, sólo piensan en los placeres que pueden procurarse. A qué cifra se eleva el número de artesanos esclarecidos y el de los artesanos inferiores que no valen más que el resto de la multitud, he ahí lo que no está dentro de nuestros medios de investigación.

No hay estadística mental o moral que nos auxilie en este género de operaciones; no me reconozco como competente para dar una opinión acerca del caso, y las evaluaciones que me han proporcionado difieren entre sí de una manera enorme. Limitémonos, pues, a decir que siendo las dos clases de artesanos muy numerosas, es preciso preocuparse en política mucho de ellas.

Pero el voto del obrero ignorante está a disposición de los explotadores o directores. No me es posible explicar al detalle cómo se arreglan las cosas para sacar partido de él en los grandes colegios electorales, pero es público y notorio que el dinero compra esos votos y que ciertas personas los toman como verdaderos mercados. Los agentes electorales dirigen una circular para el conjunto de una circunscripción, y cada empresario que se encarga de un distrito o de una cierta cantidad de votos, tiene a sus órdenes otros empresarios parciales para las diversas partes del distrito. He ahí lo que todos esperan de los obreros, a excepción de los más austeros y más independientes, según ocurre ya con respecto a todos los electores que pertenecen a las últimas capas de la clase media cuando no tienen ni independencia ni austeridad. De ese modo el capital domina tanto en las grandes ciudades como en las pequeñas.

De este examen podemos, pues, concluir, que el sufragio ultrademocrático lejos de ofrecemos una Cámara de los Comunes más homogénea y más enérgica, nos llevaria, en definitiva, a un resultado opuesto. Habría en la Cámara: primero, un elemento nuevo que representaría a los obreros inteligentes, pero este elemento estaría por completo en minoría, y contaría para poca cosa con la muchedumbre; luego los miembros ricos representarían los grandes burgos, cuyos votos habrían comprado; otros miembros ricos representarían, por los mismos procedimientos, los pequeños burgos; por último, los representantes de los condados serían, sobre poco más o menos, los de hoy, a no ser que resultaren más imbuidos por los prejuicios de su clase. Ahora bien; el capital es el más temido de todos los elementos sociales, y los representantes más dispuestos a comprar su entrada en la Cámara son las gentes que son más ignorantes en materias políticas. Enriquecidos recientemente, después de haber adquirido su fortuna con su trabajo y su habilidad en los negocios, o bien hombres nuevos aún, que quieren pasar por ricos y que están fuertemente comprometidos en el comercio o en las compañías industriales, esas gentes, como jamás tienen tiempo libre, ni quizá las inclinaciones necesarias para dedicarse a estudiar la política a la edad en que se encuentran, flotan según las opiniones en moda, se dejan guiar por los periódicos, adoptando lo que decían éstos la anterior semana y prontos a adoptar lo que digan la semana siguiente. Semejantes representantes tienen un doble motivo para ser tímidos; en su calidad de hombres ricos debieran temer por sus capitales; en su calidad de ignorantes deberán temer dejarse llevar en estas cuestiones cuya amplitud no son capaces de abarcar. Así, pues, por su parte, no darán ningún vigor nuevo a la Cámara, y como el propietario noble no aportará tampoco más energía, la Cámara resultará más heterogénea y probablemente más indecisa y más tímida aún que hoy lo es.

Se me dirá que esta manera de razonar presupone que se mantendrá la organización actual de los colegios electorales sin cambio alguno, rebajando sólo el censo electoral, y que toda la demostración depende de eso. Lo niego y afirmo, que aunque se reformen las circunscripciones, el resultado será siempre el mismo. No habrá bastantes ciudadanos puros y austeros si se rebaja el censo electoral, para elegir una fracción nueva de la Cámara que sea de calidad superior, importando poco para el caso la organización de los colegios; la aristocracia territorial y nobiliaria tiene sus puestos señalados de antemano, y el dinero tiene en todas partes su influjo. No es nuestra Constitución lo que causa el mal, es el carácter de nuestro pueblo.

Hasta donde me es posible juzgar la teoría que quisiera dar a la administración más fuerza, haciendo el gobierno más democrático, esta teoría descansa en un razonamiento preciso que no es materia de creencia. Ciertos espíritus ardientes pretenden que de una manera o de otra, Inglaterra debe darse el mejor gobierno posible, y viendo que el Parlamento no adopta sus ideas con resolución se fijan en él y buscan los medios más fáciles de modificar la composición de Parlamento. Pero ¿qué vale modificar el derecho de sufragio? Lo que es preciso modificar es nuestro carácter, como nosotros mismos. El grado de habilidad de un gobierno libre corresponde al de la nación; el gobierno proviene de la nación, debe ser como ella es. Si nuestra política es débil, la fuente de esta debilidad está en nosotros mismos; está es nuestra ignorancia. Descompónganse los cerebros de veinte personas que conozcamos, véase qué poca conciencia precisa se encontrará en ellas, cuán pocas opiniones defienden e ideas fijas acerca de la política. Véase cómo el juicio de cada una vacila y cambia según los hechos del día, según los artículos de los periódicos; nótense la variedad de opiniones. No hay quizá dos cabezas que tengan las mismas ideas, a menos que no se trate de una idea venida de fuera que se hayan apropiado, y aun es posible que eso no pase de ser un prejuicio estúpido. Ni un hombre ni una nación pueden tener vigor si no tienen una doctrina definida y fija.

Los que proclaman los derechos de los obreros deberían aprovecharse de la enseñanza que Francia nos ofrece. La experiencia que ha hecho, prueba de una manera concluyente que el sufragio universal no es necesariamente favorable a los obreros. Los obreros inteligentes de París, de Lyon y de otras partes son los adversarios más ardientes del gobierno imperial. El socialismo que ellos habían soñado ha sido, si no el objeto real, a lo menos el pretexto aceptado por el golpe de Estado; no pasa una elección sin que envíen al Cuerpo legislativo cuantos miembros pertenecientes a la oposición les es posible enviar. Sin embargo, el emperador se vanagloría, y tiene razón, de gobernar por medio del sufragio universal; precisamente apoyado en el miedo y en la ignorancia de los innumerables propietarios de los campos, desdeña la oposición de los obreros inteligentes al igual que la de la clase ilustrada de las grandes ciudades, sabe que no cuenta con sus simpatías y les deja hacer.

Como Francia es, en comparación con Inglaterra, un país homogéneo, como su población agrícola supera con mucho la población de las ciudades, y como un imperio fundado por la elección destruye el influjo de las minorías, es cosa cierta que el resultado en un país del sufragio universal ha sido establecer un gobierno fuerte. Pero ese gobierno está establecido sobre la esclavitud de la clase inteligente a la cual nosotros precisamente queremos dar el sufragio; además, no habiendo un país homogéneo, y poseyendo un gobierno parlamentario que concede una cierta influencia a las minorías, no obtendríamos del sufragio universal el bien que los franceses han recogido de él, y tendríamos todos inconvenientes porque el obrero inteligente resultaría aquí dominado por el número como ocurre en Francia.

Así, la naturaleza de nuestro sistema social nos prohíbe esos cambios bruscos y temerarios que los doctores políticos nos prescriben. Sin duda, esos cambios no nos conducirían a los desórdenes, matanzas y confiscaciones que presumen espíritus poco reflexivos. A pesar de las lecciones de Tocqueville y otros cien, déjanse dominar por los terribles ejemplos de la Revolución francesa. Se cree que la democracia significa guillotina, y que según la frase de Sedney Smith destruye al mismo tiempo la vida y las rentas del hombre. Entre nosotros la democracia significaría el dominio del capital, y sobre todo, la preponderancia en cuarto creciente de las fortunas nuevas, los detentadores de los que especularían con la ignorancia del pueblo. Eso no destruiría súbitamente nuestra Constitución, pero nuestra Constitución sufriría con ello mucho porque el Parlamento sufriría A su vez.

¿Qué hacer entonces? Nuestro sistema electoral, ¿es tan perfecto, tan delicado que no pueda tocarse en él? ¿No podríamos, pues, poner la Constitución en armonía con las necesidades de nuestra época, como nuestros padres hicieron en sus tiempos?

Es preciso hacer alguna cosa. Esos obreros que son numerosos, que están organizados, que son inteligentes, que viven ante las grandes fortunas y los más maravillosos fenómenos del crédito, sería imprudente fatigarlos ofreciéndolas constantemente, para luego negárselo, el derecho de sufragio. Es seguro que nosotros podemos resistir a sus fuerzas, apoyándonos en el resto del país. Aunque poderosos y terribles por el número, serían vencidos si atacasen la propiedad o perturbasen el orden público: si su causa fuere injusta podríamos resistirle; pero ¿cómo emplear la fuerza fisica o moral ante una reclamación legítima? La clase obrera es digna de obtener el derecho de sufragio, y es de desear que se le conceda.

El modo más sencillo que puede proponer con ese objeto, sería volver al antiguo sistema inglés de los sufragios diferentes según los burgos que existían antes del acto de 1832. Ese sistema podrá o no podrá ser restablecido, lo ignoro, pero creo fuera de duda que no se ha estado acertado aboliéndole. Procuraba a nuestra Constitución ese elemento de variedad, allí precisamente donde era útil que lo hubiera. Sir James Mackintosh, lord Russell y otros whigs han hecho su elogio en sus escritos. En la precipitación casi revolucionaria del momento y con el deseo que se tenía de no recargar de detalles la ley nueva, se ha prescindido malamente del legado precioso que el pasado nos había transmitido. Pero si es posible resucitar lo bueno será el medio más rápido y el más fácil de zanjar la dificultad actual.

No tengo por qué exponer aquí tal o cual plan que se haya podido sugerir para obtener que los obreros estén representados: la cuestión de la reforma electoral no nos ocupa más que desde el punto de vista de la dificultad que ofrece, no en el respecto de la solución que pueda tener. Nos proporciona un excelente ejemplo de los efectos que la historia y el carácter de nuestro pueblo han tenido sobre nuestra Constitución; muestra cuán dificil es conservar y perfeccionar un sistema parlamentario en un pueblo mezclado, y en el cual las clases inferiores son ignorantes y pobres; nos prueba incontestablemente el hecho de que nuestra Constitución no está fundada en la igualdad ni sobre principios que favorezcan abiertamente la inteligencia y la propiedad, sino sobre ciertos sentimientos antiguos de deferencia y sobre un curioso medio de representar aproximadamente el buen sentido y la inteligencia; esos dos fundamentos no deben ser destruidos bruscamente, porque una vez destruidos no podrían reconstruirse y son, sin embargo, los únicos apoyos de una política tal como la nuestra y en un pueblo tal como es el nuestro.

Estas observaciones pueden servir de coronamiento a mis estudios sobre la Constitución inglesa. Mis estudios habrán logrado su objeto si ayudan a disipar algunos prejuicios anticuados, bajo los cuales la tradición oscureciera un asunto importante; si animan a otras personas a tratarlos desde su punto de vista, según el testimonio de su vista y no de oídas, y si, aun a pesar de los errores que he podido cometer, excitan a algún gran pensador a resumir la experiencia de Inglaterra para bien del género humano.




Notas

(1) Nuestro gobierno real está tan oculto, que si le pedís a un cochero que os lleve a Downing Street, os dirá probablemente que jamás oyó hablar de esa calle, y no conocerá el camino que se debe seguir para conduciros a ella.

Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorBiblioteca Virtual Antorcha