Índice de Yo acuso de Emilio ZolaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Carta a Francia

Las siguientes páginas, publicadas en un folleto, salieron a la venta el 6 de enero de 1898. Este folleto constituía el segundo de la serie, y había planeado que la serie fuera larga. Esta forma de publicación me satisfacía en grado sumo, pues sólo me comprometía a mí, permitiéndome una libertad plena y asumiendo yo toda la responsabilidad. Además, ya no me veía constreñido por las reducidas dimensiones de un artículo de periódico, y eso me facilitaba la extension. Los acontecimientos no cesaban, yo los esperaba, resuelto a decirlo todo, a luchar hasta el fin para que reluciera la verdad y se hiciera justicia de una vez.


En los horribles dias de confusión moral que estamos viviendo, en un momento en que la conciencia pública parece ofuscarse, a ti, Francia, me dirijo, a la Nación, a la patria.

Cada mañana, al leer en los periódicos lo que al parecer piensas de este lamentable caso Dreyfus, aumenta mi estupor y se solivianta mi espíritu. ¿Cómo? Francia, ¿eres tú la que has llegado a eso, a convencerte de las mentiras más evidentes, a atacar a gente honrada al lado de la turba de malhechores, a trastornarte bajo el pretexto idiota de que están insultando a tu ejército e intrigando para venderte al enemigo, cuando resulta que el deseo de tus hijos más sabios y más leales es que sigas siendo, a los ojos de la Europa que nos mira con atención, la Nación del honor, la Nación de la humanidad, de la verdad y la justicia?

Es cierto, a eso ha llegado la gran masa, sobre todo la masa de los pequeños y los humildes, la población de las ciudades, casi todas las provincias y el campo, la mayoría, digna de consideración, de quienes dan por buena la opinión de los periódicos o de los vecinos, que carecen de medios para documentarse o reflexionar. ¿Qué ha ocurrido, pues? ¿Cómo tu pueblo, Francia, ese pueblo de buen corazón y sentido común ha podido llegar a ese miedo atroz, a esa intolerancia tenebrosa? ¡Le cuentan que un hombre quizás inocente sufre la peor de las torturas y que hay pruebas materiales y morales de que se impone la revisión del caso, y tu pueblo se niega violentamente a que se haga la luz, toma partido por los sectarios y los bandidos, por gente interesada en mantener el cadáver bajo tierra, ese pueblo que, ayer aún, hubiera vuelto a destruir la Bastilla para liberar a un preso!

¡Qué angustia y qué tristeza, Francia, hay en el alma de los que te quieren, de los que desean tu honor y tu grandeza! Con aflicción contemplo esta mar turbia y encrespada de tu pueblo, me pregunto cuáles son las causas de la tempestad que amenaza con llevarse lo mejor de tu gloria. La situación reviste una gravedad mortal, veo síntomas que me inquietan. Pero me atreveré a decirlo todo, pues un solo anhelo tuve en mi vida, la verdad, y no hago ahora más que continuar mi obra.

¿Te das cuenta de que el peligro radica precisamente en esas obstinadas tinieblas de la opinión pública? Cien periódicos repiten cada día que la opinión pública no quiere que Dreyfus sea inocente, que su culpabilidad es necesaria para la salvación de la patria. ¿Y no sientes hasta qué punto, Francia, serías culpable si las altas esferas permitieran que se utilizara semejante sofisma para echar tierra sobre la verdad? Serías tú, Francia, quien lo hubiera permitido, tú quien hubieras exigido el crimen, ¡y qué responsabilidad de cara al futuro! Por eso, Francia, aquellos hijos que te quieren y te honran solo sienten un ardiente deber en esta hora tan grave, el de actuar enérgicamente sobre la opinión pública, iluminarla, guiarla, salvarla del error al que le empujan ciegas pasiones. No existe tarea más útil ni más santa.

¡Ah, sí! Con toda mi fuerza hablaré a los pequeños, a los humildes, a los que se tragan el veneno y caen en el delirio. Tal es mi único propósito, les gritaré dónde se encuentra de verdad el alma de la patria, su energía invencible y su triunfo seguro.

Examinemos cómo están las cosas. Se ha dado un nuevo paso, han citado al comandante Esterhazy para que se presente ante un consejo de guerra. Como dije desde el primer día, la verdad está en marcha y nada la detendrá. A pesar de tanta mala voluntad, cada paso hacia la verdad se realizará, matemáticamente, a su hora. La verdad lleva consigo un poder que vence cualquier obstáculo. Cuando le cierran el paso, cuando consiguen mantenerla bajo tierra durante más o menos tiempo, se concentra, adquiere tal violencia explosiva que el día en que estalla, salta todo a la vez. Probad a tapiarla esta vez con las mismas mentiras durante meses, o a encajonarla, y presenciaréis, como no toméis precauciones para después, qué estrepitoso desastre. Pero, a medida que avanza la verdad, se acumulan las mentiras para impedir ese avance. Nada más significativo. Cuando el general De Pellieux, encargado de la instrucción previa, entregó su informe, del que se infería la posible culpabilidad del comandante Esterhazy, la prensa inmunda se inventó que, solo por voluntad del general De Pellieux, el general Saussier, indeciso y convencido de la inocencia del comandante, había accedido a pasarlo a jurisdicción militar por pura cortesía. Hoy ya es el colmo; cuentan los periódicos que, después de que tres expertos hayan vuelto a reconocer que el escrito era sin lugar a dudas obra de Dreyfus, el comandante Ravary, en su informe judicial, había llegado a la necesidad de un no ha lugar; y que, si el comandante Esterhazy iba a pasar ante un consejo de guerra, era porque éste había presionado otra vez al general Saussier para que le juzgaran.

¿No es eso cómico y de una perfecta memez? ¿Os imagináis a ese acusado dirigiendo el caso, dictando sentencias? ¿Os imagináis que, para un hombre declarado inocente después de dos investigaciones, se haga el gran esfuerzo de reunir a un tribunal, con la sola intención de representar una farsa decorativa, una especie de apoteosis judicial? Eso, sencillamente, significa burlarse de la justicia desde el momento en que se afirma que la absolución es segura, pues la justicia no está hecha para juzgar a inocentes, y lo mínimo que debe exigirse es que no se redacte el juicio entre bastidores antes del inicio de las sesiones. Puesto que el comandante Esterhazy ha sido citado ante un consejo de guerra, esperemos, por nuestro honor nacional, que el consejo sea veraz y no una simple farsa destinada a distraer a los mirones. Pobre Francia mía, ¿tan tonta te creen, que te cuentan semejantes embustes?

No obstante, todas las informaciones que publica la prensa inmunda son mentiras y deberían ser suficientes para que la gente abriera los ojos. Por mi parte, me niego rotundamente a creer que los tres expertos no reconocieran, al primer examen, la semejanza absoluta entre la letra del comandante Esterhazy y la del escrito. Cojamos a cualquier niño que pase por la calle, digámosle que suba, enseñémosle las dos pruebas y contestará: Estas páginas las ha escrito el mismo señor. No hacen falta expertos, cualquiera sirve, la similitud de ciertas palabras salta a la vista. Y eso es tan cierto que el mismo comandante Esterhazy ha reconocido la asombrosa similitud y para explicarla aduce que alguien ha calcado varias de sus cartas, montando toda una historia complicada y laboriosa, perfectamente pueril por lo demás, que ha tenido ocupada a la prensa durante semanas. ¡Y aún vienen a decirnos que han consultado a tres expertos, los cuales afirman que la carta fue escrita sin duda alguna por Dreyfus! ¡Ah, no! ¡Ya está bien! Tanta desfachatez es ya torpe, la gente honrada acabará enfadándose, al menos eso espero.

Algunos periódicos llevan las cosas hasta el extremo de decir que se prescindirá del escrito, que ni se mencionará delante del tribunal. Entonces, ¿qué se mencionará y para qué se formará el tribunal? El meollo del caso se reduce a eso: si han condenado a Dreyfus basándose en un documento que otro escribió y que basta para condenar a ese otro, se impone la revision por una lógica inexorable, pues no puede haber dos culpables condenados por el mismo crimen. El abogado Demange lo repitió rotundamente, el escrito fue la única prueba que le comunicaron, a Dreyfus no le condenaron legalmente más que por el escrito; aun así, admitiendo que, despreciando toda legalidad, existan otras pruebas consideradas secretas, cosa que personalmente no puedo creer, ¿quién se atrevería a rechazar la revisión cuando se demostrase que el escrito, la única prueba conocida y confirmada, es de la mano y pluma de otro? Ésa es la causa por la que se acumulan tantas mentiras en torno al escrito, el cual, en realidad, constituye todo el caso.

Por lo tanto, éste es un primer punto que conviene tener en cuenta: la opinión pública se ha formado en gran parte a partir de esas mentiras, de esas historias extraordinarias y estúpidas que propaga la prensa cada mañana. Cuando llegue la hora de buscar responsabilidades, habrá que ajustar cuentas con esa prensa inmunda que nos deshonra ante el mundo entero. Algunos periódicos cumplen con su papel de siempre, nunca dejaron de chapotear en el fango. Pero, entre ellos, ¡qué sorpresa, qué tristeza encontrarse, por ejemplo, con el Écho de Paris, ese periódico literario tantas veces a la vanguardia de las ideas y que, en el caso Dreyfus, realiza una labor tan sospechosa! Los comentarios, de una violencia y partidismo escandalosos, no llevan firma. Parecen inspirarse en la actitud de los mismos que han cometido la desastrosa torpeza de provocar la condena de Dreyfus. ¿No se da cuenta Valentin Simond de que cubren de oprobio a su periódico? Otro periódico cuya actitud debería sublevar la conciencia de toda la gente honrada es Le Petit Journal. Se comprende que los periódicos prostibularios, con una tirada de varios miles de ejemplares, vociferen y mientan para aumentar su tiraje, y, además, apenas hacen daño. Pero que Le Petit Journal, un diario que vende más de un millón de ejemplares, que va a parar a manos de gente sencilla y llega a todas partes, siembre el error y extravíe a la opinión pública es muy grave. Cuando uno carga con tantas almas, cuando se es el pastor de todo un pueblo, hay que poseer una integridad intelectual escrupulosa, so pena de caer en el crimen cívico.

Así que, ya ves, Francia, lo que primero veo en la demencia que te arrebata: las mentiras de la prensa, la ración de chismes necios, de bajas injurias, de perversiones morales que te sirven cada mañana. ¿Cómo vas a querer la verdad y la justicia, si se trastornan hasta tal punto todos tus valores legendarios, la claridad de tu inteligencia y la solidez de tu razón?

Pero hay hechos aún más graves, todo un conjunto de síntomas que convierten la crisis por la que atraviesas, Francia, en una lección aterradora para quienes saben ver y juzgar. El caso Dreyfus no es más que un deplorable incidente. Lo que asusta reconocer es el modo en que te comportas. Se tiene buen aspecto y de golpe salen manchitas en la piel: la muerte está en ti. Todo el veneno politico y social te ha asomado a la cara.

¿Por qué, pues, has permitido que gritaran, has acabado tú misma por gritar, y que insultaran a tu ejército, cuando, al contrario, unos patriotas fervientes solo querían la dignidad y el honor de éste? Pero tu ejército, hoy, eres tú por entero; no lo conforman tal jefe o tal cuerpo de oficiales, o tal jerarquía con galones, son todos tus hijos, dispuestos a defender el suelo francés. Examina tu conciencia: ¿era realmente tu ejército el que querías defender cuando nadie lo atacaba? ¿No era más bien al sable al que de pronto sentiste necesidad de aclamar? Por mi parte, en la estrepitosa ovación a los superiores supuestamente insultados, distingo un brote, sin duda inconsciente, del boulangisme latente que todavía te aqueja. En el fondo, aún no tienes sangre republicana, los penachos que desfilan te hacen palpitar el corazón, no hay rey que venga del que no te enamores. ¿El ejército? ¡Bueno, sí, pero ni te acuerdas! A quien quieres ver en tu cama es al general. ¡Qué lejos queda el caso Dreyfus! Mientras el general Billot se hacía aclamar en la Cámara, yo veía cómo se dibujaba en la pared la sombra del sable. Francia, si no desconfias, vas hacia la dictadura.

¿Y sabes también adónde vas, Francia? Vas hacia la Iglesia, regresas al pasado, a ese pasado de intolerancia y teocracia tan combatido por tus hijos más ilustres, que creyeron acabar con él donando a cambio su inteligencia y su sangre. La táctica actual del antisemitismo es muy simple. En vano el catolicismo procuraba actuar sobre el pueblo, en vano creaba círculos obreros y multiplicaba las peregrinaciones, y fracasaba en su intento por conquistarlo, por conducirlo de nuevo al pie del altar. Era algo definitivo, las iglesias se quedaban vacías, el pueblo había dejado de creer. Y, de súbito, ciertas circunstancias permitieron que se insuflara en el pueblo la rabia antisemita, y lo envenenan con ese fanatismo, lo lanzan a la calle al grito de ¡Abajo los judíos! ¡Mueran los judíos! ¡Qué triunfo si se pudiera desencadenar una guerra religiosa! Por supuesto, el pueblo sigue sin creer; pero volver a la intolerancia de la Edad Media, quemar a los judíos en la plaza pública, ¿no significa ya un atisbo de creencia? Hallaron por fin el veneno adecuado; y cuando hayan convertido al pueblo de Francia en un fanático y un verdugo, cuando le hayan extirpado del corazón su generosidad, su amor por los derechos del hombre, conquistados con tanto esfuerzo, Dios se ocupará de lo demás.

Hay gente que se atreve a negar la reacción clerical. ¡Pero si está en todas partes, si irrumpe en la política, en las artes, en la prensa, en la calle! Hoy persiguen a los judíos, mañana les tocará a los protestantes; y así empieza la campaña. Reaccionarios de toda índole invaden la República, la adoran con un amor violento y terrible, la besan hasta asfxiarla. Por todas partes se comenta que la idea de libertad está en quiebra. Cuando surgió el caso Dreyfus, ese odio creciente a la libertad encontró una magnífica oportunidad, y se inflamaron las pasiones hasta entre gente inconsciente. ¿No veis que, si arremetieron contra Scheurer Kestner con tanto furor, es porque pertenece a una generación que creyó en la libertad, que deseó la libertad? Hoy, unos se encogen de hombros, otros se burlan: vejestorios, anticuados de buena fe. Su derrota consumaría la ruina de quienes fundaron la República, de los que murieron, de aquellos a los que han tratado de arrojar al fango. Ellos acabaron con el sable, abandonaron a la Iglesia y por eso a ese hombre excelente y honrado que es Monsieur Scheurer Kestner se le considera hoy un malhechor. Hay que ahogarlo en la vergüenza para que la misma República quede mancillada y destruida.

El caso Dreyfus saca además a la luz del día el ambiguo pasteleo del parlamentarismo, el pasteleo que lo mancha y ha de matarlo. Este caso se da en un mal momento, al final de una legislatura, cuando ya solo quedan tres o cuatro meses para hacer componendas de cara a la próxima. El gabinete que detenta hoy el poder pretende, claro está, que se celebren elecciones, y los diputados pretenden con la misma energía ser reelegidos. Por lo tanto, antes que soltar las carteras, antes que comprometer las posibilidades de elección, todos se han decidido por actos extremos. No se agarra con mayor avidez el náufrago a su tabla de salvación. Y todo se reduce a eso, todo se explica: por una parte, la actitud del gabinete en el caso Dreyfus, su silencio, sus apuros, la mala acción que comete al permitir que el país agonice bajo la impostura cuando él mismo tenía a su cargo sacar a relucir la verdad; por otra parte, el desinterés medroso de los diputados, que fingen no saber nada, que solo temen comprometer su reelección si se enemistan con el pueblo, al que creen antisemita. Se dice con frecuencia: ¡Ah, si las elecciones ya se hubiesen celebrado, verías cómo el Gobierno y el Parlamento hubieran arreglado el caso Dreyfus en veinticuatro horas! Eso es lo que el ruin pasteleo del parlamentarismo consigue de un gran pueblo.

¡Francia, con esto formas a tu opinion pública, con el deseo del sable y de la reacción clerical que te hace retroceder siglos, con la ambición voraz de quienes te gobiernan, se nutren de ti y se niegan a dejar de comer!

A ti apelo, Francia. Sigue siendo la gran Francia, vuelve en ti, enderézate.

Dos episodios nefastos son sólo obra del antisemitismo: Panama y el caso Dreyfus.

Hay que recordar de qué manera la prensa inmunda, mediante delaciones, abominables comadreos, publicación de pruebas falsas o robadas, convirtió a Panama en una úlcera horrible que royó y debilitó al país durante años. Había enloquecido la opinión pública; pervertida la Nación entera, ebria de veneno, furiosa, exigía cuentas y pedía la ejecución en masa del Parlamento porque estaba corrompido. ¡Ah, si Arton volviese, si hablase! Volvió, habló y todas las mentiras de la prensa inmunda se desmoronaron hasta el punto de que la opinion pública cambió repentinamente, no quiso sospechar de ningún culpable y exigió la absolución en bloque. Supongo que, en realidad, no todas las conciencias estarían muy tranquilas, pues había sucedido lo que sucede en todos los Parlamentos del mundo cuando grandes empresas mueven millones. Pero la opinion pública estaba ya saturada de actos innobles, demasiada gente había quedado manchada, había recibido demasiadas denuncias y sentía la imperiosa necesidad de limpiarse con aire puro y creer en la inocencia de todos.

Pues bien, auguro que sucederá lo mismo con el caso Dreyfus, el segundo crimen social del antisemitismo. Una vez más, la prensa inmunda satura a la opinion pública con excesivas mentiras a infamias. Se empeña demasiado en que las personas honradas sean bribones y que los bribones sean personas honradas. Lanza demasiadas patrañas que ya no se creen ni los niños. Se ve desmentida con demasiada frecuencia, ofende al sentido común y la integridad más elemental. Cualquier mañana, tras todo el lodo con que la han atiborrado, sentirá una repentina aversion y, fatalmente, acabará rebelándose. Y veréis cómo la prensa, al igual que en el caso de Panama, se volcará por completo en el caso Dreyfus, pedirá que se acabe la lista de traidores, exigirá la verdad y la justicia en una explosión de soberana generosidad. De este modo, el antisemitismo sera juzgado y condenado por sus obras, dos fatales episodios en los que el país perdió su dignidad y su salud.

Por eso, Francia, te lo suplico, vuelve en ti, enderézate sin más tardar. No pueden decirte la verdad, porque ahora se halla en manos de la justicia y ésta parece dispuesta a establecerla de una vez. Solo los jueces tienen la palabra, y el deber de hablar se impone sólo en el caso de que no se establezca toda la verdad. Sin embargo, esta verdad, que es tan simple, que fue primero un error y que después provocó tantos deslices cuando quisieron ocultarla, ¿no alcanzas a sospecharla? Los hechos hablaron con tanta claridad que cada fase de la investigación resultó una confesión: el comandante Esterhazy fue rodeado de protecciones inexplicables, trataron al coronel Picquart como a un culpable y lo colmaron de insultos, los ministros jugaron con las palabras, los periódicos oficiosos mintieron con vehemencia, la instrucción del caso se realizó casi a ciegas, con exasperante lentitud. ¿No te parece que algo huele mal, que algo huele a podrido, y que, en realidad, si se dejan defender tan abiertamente por toda la chusma de Paris mientras la gente honesta exige la Verdad a costa de su tranquilidad, es porque tienen demasiadas cosas que ocultar?

Despierta, Francia, piensa en tu gloria. ¿Cómo es posible que tu burguesía liberal y tu pueblo emancipado no vean a qué aberración la arrojan en esta crisis? No puedo creer que sean cómplices, y, si lo son, los están embaucando, pues no se dan cuenta de lo que se oculta detrás de todo eso: por una parte, la dictadura militar; por otra, la reacción clerical. ¿Eso quieres, Francia, poner en peligro todo lo que tanto ha costado lograr, la tolerancia religiosa, la justicia igual para todos, la solidaridad fraternal de todos los ciudadanos? Basta que existan dudas sobre la culpabilidad de Dreyfus y que le abandones en su tortura para que tu gloriosa conquista del Derecho y de la libertad se vea comprometida para siempre. ¡Sí, apenas quedaremos unos cuantos para decir estas cosas, tus hijos honrados no se alzarán para ponerse a nuestro lado, ni tampoco las mentes libres, los corazones generosos que fundaron la República y que deberían temblar al verla en peligro.

A ésos, Francia, apelo. ¡Que se unan, que escriban, que hablen! ¡Que trabajen con nosotros para iluminar a la opinión pública, a los pequeños y humildes, envenenados y llevados al delirio! El alma de la patria, su energia, su triunfo se hallan en la equidad y la generosidad.

Sólo me inquieta la posibilidad de que no se haga la luz por entero ni enseguida. Tras un sumario secreto, un juicio a puerta cerrada no puede poner el punto final. Al contrario, daría pie a que comenzara el caso, pues habría que hablar, porque callarse significaría ser cómplice. ¡Qué locura creer que se puede impedir que se escriba la historia! Esta historia se escribirá y quien tenga alguna responsabilidad, por leve que sea, deberá pagar. ¡Y así se hará para tu gloria final, Francia, pues en el fondo no tengo miedo; sé que, por más que atenten contra tu razón y tu salud, tú serás siempre nuestro porvenir y siempre tendrás despertares triunfales de verdad y de justicia!

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