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Carta a Monsieur Loubet, presidente de la República

Esta carta apareció en L'Aurore el 22 de diciembre de 1900.

Siete meses más transcurrieron entre éste y el artículo que le precede. La Exposición Universal cerró sus puertas el 12 de noviembre, y convenía terminar de una vez, estrangular definitivamente la verdad y la justicia. Y así fue. Ya no se celebraría mi juicio de Versalles, me privaron de mi derecho absoluto a apelar contra una condena en rebeldía. Brutalmente, suprimieron la verdad que yo hubiera podido conseguir, la justicia que les hubiese exigido. Asimismo, aún corren sueltos los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, con los treinta mil francos en el bolsillo; habrá que volver a empezar desde el inicio ante la justicia civil. Lo hago constar, eso es todo, y no me quejo, pues de todos modos mi obra está hecha.

Para refrescar las memorias, quiero añadir que aún hoy, en febrero de 1901, sigo suspendido de mi grado de oficial de la Orden de la Legion de Honor.


Señor presidente,

(...) si las Cámaras votaron, y con gran pesar, la ley de amnistia, se supone que fue para asegurar la salvación del país. Después de haberse metido en ese atolladero, su Gobierno se ha visto obligado a elegir el camino de la defensa republicana, pues ha visto su solidez. El caso Dreyfus sirvió para demostrar qué peligros amenazaban a la República bajo el doble complot del clericalismo y del militarismo, que actuaban en nombre de todas las fuerzas reaccionarias del pasado. Por lo tanto, el plan politico del gabinete es muy sencillo: deshacerse del caso Dreyfus sofocándolo, dando a entender a la mayoría que, si no obedece dócilmente, no obtendrá las reformas prometidas. Todo eso estaría muy bien, si, para salvar a la Nación de la ponzoña clerical y militar, no la hubieran arrojado a esa otra ponzoña del embuste y de la iniquidad en que agoniza desde hace tres años.

(...)

Asi pues, ¿acaba la justicia absoluta donde comienza el interés de un partido? ¡Ah, qué grato es ser un solitario, no pertenecer a ninguna secta, no depender más que de la propia conciencia, y qué fácil es seguir nuestro propio camino, no amando más que la verdad, deseándola, aunque tiemble la tierra y haga caer el cielo!

Hay una expresión, señor presidente, que me enoja cada vez que me tropiezo con ella: ese tópico que consiste en decir que el caso Dreyfus ha hecho mucho daño a Francia. Lo he encontrado en todas las bocas, bajo todas las plumas, amigos míos acostumbran a decirlo y quizás hasta yo lo haya dicho. Sin embargo, no conozco expresión más falsa. (...) El bien inmenso que le ha hecho a Francia el caso Dreyfus, ¿no radica precisamente en haber sido una cosa pútrida, el grano que brota en la piel y revela la porqueria interna? No está de más recordar aquella época en que la gente se encogía de hombros ante el peligro clerical, cuando se consideraba elegante burlarse de Homais, volteriano ridículo y trasnochado. Todas las fuerzas reaccionarias habían recorrido el subsuelo de nuestro gran París minando la República, calculando que se apoderarían de la ciudad y de Francia el día en que se derrumbaran las actuales instituciones. Y el caso Dreyfus lo desenmascara todo antes de que se cierre el cerco estrangulador, por fin los republicanos se dan cuenta de que, como no pongan orden, les van a confiscar la República. Todo el movimiento de defensa republicana nace de ahí y, si Francia logra salvarse del extenso complot de la reacción, lo deberá al caso Dreyfus.

Pero hay que concretar un poco, señor presidente. Sólo le escribo para poner punto final a este caso, y me parece oportuno volver a sacar a colación las acusaciones que presenté ante Monsieur Félix Faure, para dejar bien sentado, definitivamente, que eran justas, moderadas, insuficientes incluso, y que la ley promulgada por su Gobierno, la ley de amnistía, fue usada en mi caso sobre un inocente.

Acusé al teniente coronel Du Paty de Clam de haber sido el diabólico artifice del error judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas maquinaciones. Discreta y cortés acusación, ¿no es cierto?, para quien ha leido el terrible informe del capitán Cuignet, quien llegó a acusar a Du Paty de Clam de falsedad.

Acusé al general Mercier de haberse hecho cómplice, cuando menos por debilidad de carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo. Ahora haré una honorable rectificación y retiraré lo de la debilidad de carácter. Pero, así como al general Mercier no se le puede aplicar la disculpa por esa debilidad, es totalmente responsable de los actos que le imputa el Tribunal Supremo y que el Código califica de criminales.

Acusé al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines políticos y para salvar al Estado Mayor, que se veía comprometido en el caso. Todos los documentos que se conocen hasta el momento dejan claro que el general Billot estaba forzosamente al corriente de las criminales maniobras de sus subordinados; y yo añado que el expediente secreto de mi padre fue entregado a un periódico inmundo por orden suya.

Acusé al general De Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices del mismo delito, el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable. El general De Boisdeffre se juzgó a sí mismo al día siguiente de ser descubierto el falsario de Henry, cuando presentó su dimisión e hizo mutis por el foro, trágica caída en un hombre que ascendió hasta los más altos escalafones, hasta las más altas funciones, y se hundió en la nada. En lo tocante al general Gonse, es uno de esos personajes a quienes la amnistía exime de las más graves responsabilidades, cuando su culpabilidad era palmaria.

Acusé al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber realizado una investigación perversa, esto es, una investigación monstruosamente parcial que nos depara, con el informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia. A poco que releamos la instrucción del Tribunal Supremo, descubriremos en ella la colusión establecida, probada, por los documentos y por los testimonios más abrumadores. La instrucción del caso Esterhazy fue una impudente farsa judicial.

Acusé a los tres expertos en escritura, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, de haber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revisión médica declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental. Tales eran mis palabras a la vista de la extraordinaria afirmación de esos tres expertos, según los cuales el escrito no era de Esterhazy, error que, a mi entender, no hubiera cometido ni un niño de diez años. Sabemos ya que el propio Esterhazy reconoce haber escrito ese documento. Y el presidente Ballot-Beaupré ha declarado solemnemente en su informe que, para él, no había duda posible.

Acusé a los servicios del Ministerio de la Guerra de haber promovido en la prensa, particularmente en L'Éclair y en L'Écho de Paris, una abominable campaña a fin de desorientar a la opinión pública y encubrir sus propios errores. No insistiré aquí, porque considero que esto ha quedado claramente demostrado por todo lo que ha salido a relucir desde entonces y por lo que los culpables se han visto obligados a confesar.

Acusé, por último, al primer consejo de guerra de haber violado el derecho al condenar a un acusado basándose en una prueba que permaneció secreta, y acusé al segundo consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a su vez el delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable. En lo que al primer consejo de guerra respecta, la confección de la prueba secreta ha sido claramente determinada por la instrucción del Tribunal Supremo, a incluso en el juicio de Rennes. En lo que respecta al segundo, la instrucción ha demostrado asimismo la colusión, la continua intervención del general De Pellieux y la evidente presión con la que se obtuvo la absolución conforme al deseo de las instancias superiores.

Como ve usted, señor presidente, todas y cada una de mis acusaciones han quedado plenamente confirmadas por los delitos y crímenes descubiertos, y reitero que tales acusaciones se nos antojan hoy muy pálidas y modestas ante el espantoso cúmulo de abominaciones cometidas.

(...)

Ha concluido, señor presidente, al menos por el momento, ese primer periodo del caso, cerrado sin remedio por la amnistía.

Nos han prometido, como indemnización, la justicia de la Historia. Se parece un poco al paraíso católico, que sirve para que los miserables cándidos que se mueren de hambre en esta Tierra no se impacienten. Sufrid, hermanos, comed vuestro pan seco, acostaos en la dura piedra mientras los afortunados de este mundo duermen sobre plumas y se alimentan de exquisiteces. Dejad también que los malvados ocupen los altos cargos mientras a vosotros, los justos, os empujan hacia el arroyo. Dicen también que, cuando todos hayamos muerto, las estatuas serán para nosotros. Por mí, de acuerdo; pero espero que la revancha de la Historia sea más seria que las delicias del paraíso. No obstante, me hubiera gustado ver un poco de justicia en este mundo.

(...)

Nos han prometido la Historia, y también yo le remito a ella, señor presidente. La Historia contará lo que usted ha hecho, tendrá usted también su página. Acuérdese de aquel pobre Félix Faure, aquel curtidor deificado, tan popular en sus comienzos, que llegó a impresionarme con su aire de bonachón democrático; ahora sera para siempre el hombre injusto y débil que permitió el martirio de un inocente. Reflexione, y dígame si no preferiría ser usted, en el mármol, el hombre de la verdad y de la justicia. Quizás aún esté a tiempo.

Yo sólo soy un poeta, un narrador solitario que cumple su tarea en un rincón, entregado en cuerpo y alma a su actividad. He comprendido que un buen ciudadano ha de limitarse a aportar a su país el trabajo que realiza con menos torpeza; por eso me encierro yo entre mis libros. Y ahora me enfrasco de nuevo en ellos, pues la misión que yo mismo me encomendé ha tocado ya a su fin. Desempeñé siempre mi papel con la maxima honestidad, y ahora regreso definitivamente al silencio.

Únicamente debo añadir que mis oídos permanecerán alerta y mis ojos muy abiertos. Me parezco un poco a la hermana Ana, dia y noche me preocupa que pueda verse algo en el horizonte, incluso confieso que tengo la esperanza tenaz de que no tardaré en ver llegar mucha verdad, mucha justicia, de los campos lejanos donde crece el futuro.

Sigo esperando.

Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.

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