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Manifiesto del gobierno a la Nación

Justicia

El principio de la igualdad ante la ley, que es la base de todo sistema liberal, y cuya falta constituye una verdadera anomalía en una República democrática, no habia llegado nunca a establecerse entre nosotros. Derrocado el efimero imperio del libertador Iturbide, los legisladores del pais adoptaron la forma federativa; más por una inconsecuencia nacida de las circunstancias de la épooca, consignaron en la constitución el contraprincipio de los fueros eclesiástico y militar. Ellos habian subsistido desde entónces con mayor o menor desarrollo, y la creación de otros varios, igualmente privilegiados, casi habia reducido a nulidad a la jurisdicción ordinaria. La administración anterior, empeñada en improvisar, con menoscabo de la autoridad civil, elementos aristocráticos, que ni existen en el pais, ni pueden tener otro carácter que el de postizos y ridículos, llegó al último extremo de la exageración en materia de excepciones y privilegios, haciendo así más apremiante la necesidad de poner coto a semejante abuso.

Tal fue el principal objeto de la ley de administración de justicia de 23 de Noviembre de 1855. Los fueros especiales quedaron suprimidos, con excepción del criminal del clero, al que solamente se quitó el civil. Esta reforma, que no era por lo mismo tan completa, como hubiera podido ser, encontró la más obstinada resistencia en los prelados de la Iglesia mexicana. A pesar del incuestionable derecho con que habia procedido la autoridad civil al decretar esa innovación, las protestas episcopales y la desobediencia en toda forma a las disposiciones supremas, vinieron a poner en claro que se iniciaba una lucha tremenda entre los derechos inherentes a la soberania nacional, y las preocupaciones robustecidas con el trascurso del tiempo, y arraigadas en las conciencias timoratas de los que no saben distinguir el error de la verdad. La polémica que se entabló con este motivo, no dejó duda de que en nada se atacaba a la religión ni se faltaba a la Iglesia, con quitar al clero un privilegio concedido por la autoridad temporal; pero la fuerza del raciocinio no ha bastado para vencer una resistencia, que ha producido una guerra impotente contra la opinión, aunque fecunda en desastres.

Los intereses bastardos y antinacionales que habian recibido un golpe de muerte con el triunfo de la revolución de Ayutla, no esperaban más que una ocasión oportuna para renovar la lucha recién terminada. Sirvióles de pretexto la ley citada, y empezaron los pronunciamientos por religión y fueros. La parte desmoralizada del clero los favoreció desde luego con sus recursos; y el participio directo y eficacísimo que tuvo el de Puebla en la revolución de D. Antonio Haro, hizo necesaria la intervención de los bienes de aquella diócesis.

Aunque esta medida no era más que el justo castigo de un delito, tanto mas grave cuanto que habia sido cometido por los que más obligación tienen de no perpetrarlos, se estrelló en una resistencia tan tenaz como la que anteriormente se habia desplegado. Nuevas discusiones esclarecieron el punto: la paz pública volvió a peligrar; el gobierno tuvo que hacer respetar su autoridad con actos de energía y justificación; y viendo que la intervención no surtia los efectos para que se habia dictado, la cambió en administración de los bienes destinados a la reparación de los daños que habian causado.

Queriendo sin embargo adoptar una regla fija en cuestión tan delicada, dispuso últimamente que con un millón de pesos se hiciera efectiva la indemnización ordenada por los decretos anteriores. No se tienen aún datos oficiales para saber cuáles son las cantidades ingresadas en la depositaría y jefatura de hacienda, que corrieron con la colectación. La cuenta se está formando ya; y luego que se haya percibido el millón, cesará la administración provisional de que acaba de hablarse.

Ejerciendo el congreso la facultad revisora que le confirió el plan de Ayutla, declaró insubsistente el decreto de 19 de Septiembre de 1853, en que se mandó establecer en la República la Compañía de jesuitas. Esta derogación hecha por la autoridad temporal, de un acto de la misma, ha sido tambien vivamente censurado, con la misma falta de razón, como irreligioso, y enumerado entre los ataques del poder contra los derechos sagrados de la Iglesia.

Igual suerte ha corrido el decreto de 26 de Abril de 1856, en que se derogó el de 26 de Julio de 1854, para que quedase en toda su fuerza y vigor el de 6 de Noviembre de 1833, que suprimió cualquier género de coacción, directa o indirecta, para el cumplimiento de los votos monásticos. Es sin disputa una de las tiranías más insufribles, la de obligar por la fuerza a que guarden clausura perpetua los que no se prestan a hacerlo voluntariamente. El gobierno, que no quiere ser tirano con nadie, dejó en libertad a los religiosos para que obraran con arreglo a los estímulos de su conciencia, y dejó también intactas las disposiciones canónicas que tratan de esa materia.

Las graves complicaciones que ha habido en los negocios eclesiásticos, han subido de punto con una alocución atribuida al Sumo Pontífice reinante, en la cual se reprueban todos los actos del congreso y del gobierno, relacionados con aquellas materias. Los términos en que está concebido ese documento, en que abundan hechos falsos o tergiversados, sirven de fuerte argumento para creer, o que la alocución es apócrifa, o que el Santo Padre ha sido sorprendido por informes parciales, inexactos y exagerados. Auténtica o no, ella no tiene carácter oficial, ni puede surtir efectos legales. Por otra parte, el gobierno que reconoce la supremacía de la Sede Apostólica en materias espirituales, no reconoce superior en las temporales; y sin faltar nunca a los derechos de la Iglesia, sostendrá inflexiblemente los de la soberanía nacional.

Se ha indicado ya que la desobediencia de una parte del clero ha llegado al extremo de sostenerla con las armas en la mano, y que su influencia ha provocado rebeliones, que no han logrado reprimirse sino a costa de mucha sangre, derramada por culpa de hombres, cuya misión debiera ser toda de concordia y de paz. Uno de los pronunciamientos emanados de ese origen, fue el que estalló en el convento de San Francisco de esta capital. A no ser por la brevedad con que se logró sofocarlo, hubiera hecho sufrir a esta ciudad las calamidades propias de una guerra fratricida. La impunidad de los malos religiosos que tomaron parte en esa conspiración, habría sido una debilidad imperdonable por parte del gobierno. Este les impuso el castigo conveniente, dejando intactos como siempre, la religión y el culto, a los que sin disputa en nada afectan, ni la supresión del convento, ni la apertura de una nueva calle al traves de ese edificio. Mas no obstante la justicia con que obró, cediendo el mismo gobierno a los sentimientos de clemencia de que ha dado tantas pruebas, y accediendo a la petición de personas recomendables y caracterizadas, ha concedido ya la gracia de que el convento se restablezca en la parte del mismo que designe el ministerio de Fomento.

Está ya tan adelantado todo lo relativo á la erección de las nuevas diócesis de Veracruz y Chilapa, que respecto de la primera no falta mas que la presentación que corresponda hacer al gobierno, y en cuanto a la segunda se va ya a proceder al nombramiento de una persona constituida en dignidad eclesiástica que haga la demarcación de los límites.

Lo mucho que los negocios expresados han hecho trabajar a la secretaría de Justicia, dándole una importancia muy superior a la que le es inherente en tiempos normales, no le ha impedido ocuparse en las materias concernientes a los otros ramos que tiene a su cargo. Una de sus primeras providencias fue la de sujetar a juicio ante la Suprema Corte, a D. Antonio Lopez de Santa-Anna, a sus ministros y a sus gobernadores. El decreto respectivo probó de la manera más intergiversable, que lejos de dejarse llevar el gobierno del espíritu de partido para emprender la persecución de los hombres que acababan de ser vencidos, se limitó a someterlos a la acción de la justicia, para que examinados los hechos con toda escrupulosidad, y dándose a los acusados la audiencia debida y cuantos recursos caben en la más amplia defensa, fallara el tribunal mas caracterizado de la nación con arreglo a las pruebas que se rindieran. Así se evitaban a la vez, la impunidad, que siempre es escandalosa, y la injusticia de castigar a los indefensos, por muy claros y muy graves que fueran los cargos que se les podian hacer.

Cuando la administración anterior vió amagada su existencia por los levantamientos a mano armada de los que no podian soportar su tiranía, consideró el terror como el medio más adecuado de extinguir la revolución. Expidió en tal virtud una ley verdaderamente draconiana, en la que se prodigaba la pena de muerte, no sólo contra cuantos anduvieran en campaña, sino también contra los que de cualquier modo les prestasen el menor auxilio. Derogadas estas disposiciones bárbaras y sanguinarias, habia necesidad de sustituirlas con otras, que sin incurrir en los mismos defectos, contuvieran esa plaga funesta de los pronunciamientos, y graduaran la pena en proporción de la culpabilidad de cada uno de los delincuentes. La nueva ley se dió en 6 de Diciembre último, y en ella se clasificaron los delitos contra la nación, contra el órden y la paz pública, marcándose los casos en que se cometen, dividiéndolos en diversas categorías, segun su importancia, y designándose con toda claridad la pena que en cada caso ha de imponerse. Sin una severidad exagerada, se señalan justos castigos a los traidores, a los que atentan contra los funcionarios de más elevada categoría, a los perturbadores de la tranquilidad pública. La estricta observancia de esa ley será para nuestra trabajada sociedad una de las garantías más saludables.

Comparada nuestra estadística criminal con las de otras naciones, el resultado nos es altamente favorable. Ni el número de los delitos que aquí se cometen, ni su gravedad intrínseca, guardan proporción en lo general con los muy frecuentes y atroces de paises más adelantados en civilización, pero cuyos pueblos no tienen la índole suave y benigna del mexicano. Sin embargo, la prolongación del estado revolucionario del pais, y la fácil formación de gavillas de facinerosos, han hecho frecuentes los delitos de muertes, heridas y robos, sirviendo a todos de poderoso auxiliar la vagancia. Aplicando, pues, a un mal de tanta entidad el remedio conveniente, se ha publicado en 5 de Enero del corriente año, una ley general para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos.

Innegable es la indulgencia con que el gobierno ha tratado a sus enemigos, dando lugar con tal conducta a las invectivas de sus partidarios, y aun a la acusación de que volvia a poner en peligro el órden público con una benignidad mal entendida. El cargo no es fundado, pues si bien no ha habido ejecuciones sangrientas y repetidas, tampoco se ha consentido la impunidad de los delincuentes. Haciéndose la debida distinción entre los seducidos o engañados, y los que no pueden alegar esta disculpa, se acaba de otorgar un indulto, que si bien es amplísimo respecto de los primeros, no alcanzará a los segundos, sino en los términos y con las condiciones que en cada caso se estimen convenientes. Este nuevo acto de clemencia, no puede atribuirse a debilidad o temor; puesto que se ha verificado en los momentos en que, derrotados los reaccionarios en sus últimos atrincheramientos, estaba el gobierno en el punto más elevado de su prestigio y de su poder.

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